DE NÚMEROS DE CIRCO III

Día 1: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de impulsarse sin artificios ni artilugios fuera de la carpa.»

Día 2: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de impulsarse con los mínimos artificios fuera de la carpa.»

Día 3: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, disparada fuera de la carpa con el cañón más pequeño del mundo.»

Día 4: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de romperse todos los huesos sin tener ninguno.»

¿CUÁNTOS CORAZONES TIENE UN PULPO ENAMORADO?

Al principio Pulpo solo tenía un corazón, un corazón que bombeaba su sangre azul (sin que fuera de la realeza). Tan pronto ese corazón se llenó de adoración por el mar, tuvo que salirle otro para hacer las funciones normales de un corazón sin que le quitara un mínimo de espacio para el cariño que tan feliz le hacía; así que, a partir de entonces, Pulpo tuvo dos corazones, que si bien latían al unísono, en nada más se parecían; y no llevaba mucho disfrutando de tan peculiar cualidad cuando conoció a otro pulpo y se enamoró.

LAS BODAS DE VID Y OLIVO

Cuentan que Vid y Olivo se enamoraron por mediación de los girasoles y estos encomendaron al ratoncito de campo que organizara la boda. Ni corto ni perezoso, el pequeño ratón recorrió todos los sembrados y barbechos buscando el mejor lugar donde celebrar las nupcias, pero llegó al límite del mundo de los humanos sin haber encontrado un rincón lo suficientemente especial como para acoger el evento. Vio entonces a la salamanquesa que trepaba por la pared de la primera casa.

—Hermana salamanquesa— le dijo—. ¿No sabrás por casualidad, tú que recorres tantos lugares, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco—- respondió altanera—, pero no sé si servirá, pues estará dentro del territorio de los hombres.

—Si merece la pena, correremos el riesgo— sentenció el ratón.

—Entonces lo buscaré y mañana lo cuento— se comprometió la salamanquesa, y desapareció tras la farola.

Escurridiza como ninguna, pasó de muro a muro y descendió hasta la plaza del pueblo donde las palmeras se elevaban sin más límite que el cielo. Observó con calma todas las fachadas y entonces vio a la cigüeña descansando en su nido sobre el tejado blanco y azul de la iglesia.

—Hermana cigüeña— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo ves desde tan alto, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la cigüeña—, pero no sé si servirá, pues estará muy arriba.

—Si merece la pena, dice el ratón que correrán el riesgo— repitió la salamanquesa.

—Entonces lo buscaré y mañana te lo cuento— se comprometió la cigüeña.

La cigüeña sobrevoló el pueblo, con su sombra persiguiéndola por los adoquines, pero las calles eran estrechas y a veces no alcanzaba a ver lo que había en ellas. Fue entonces cuando vio a las golondrinas.

—Hermana golondrina— le dijo a una de ellas— ¿No sabrás por casualidad, tú que anidas bajo los aleros, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la golondrina—, pero no sé si servirá, pues estará en el medio del pueblo.

—Si merece la pena, dice la salamanquesa que ratón está dispuesto a correr el riesgo— informó la cigüeña.

—Entonces mis hermanas y yo lo buscaremos y mañana te lo cuento— se comprometió la golondrina.

El eco corrió de balcón en balcón, de alero en alero, y todas las golondrinas y vencejos se afanaron en buscar un lugar digno de tal honor.

Encontraron un rincón lleno de flores custodiadas por leones, pero pronto lo descartaron por pequeño; a la sombra del teatro encontraron espacio suficiente, pero les pareció demasiado grande; los limoneros frente a la ermita daban buena sombra, pero les pareció demasiado peligroso; bajo el palio de cerámica de una vírgen vestida de pastora les pareció sacrílego; el parque viejo lo descartaron por el graznido de los patos y el nuevo, a pesar de sus colores, por el ruido del tren.

—¿Será posible?— se entristeció la golondrina— ¿Es que no hay donde casar a esos dos?

Entonces vio a la luna en el cielo.

—Hermana luna— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo iluminas en la oscuridad de la noche, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la luna—, pero no sé si servirá, pues está más allá de las vías y la carretera.

—Si merece la pena, me ha dicho la cigüeña que salamanquesa y ratón están dispuestos a correr el riesgo— informó la golondrina.

—Entonces diles que, hacia el norte, hay un río del color del atardecer, y que yo les iluminaré el camino, si me dejan ser la madrina— se comprometió la luna.

La golodrina le dio las gracias y voló al campanario donde vivía la cigüeña para darle la buena nueva; ésta le agradeció el trabajo con el crotar de su pico y buscó a la salamanquesa que, tan pronto fue informada, reptó hasta la última casa del pueblo para contárselo todo al ratoncito.

¡Qué contento se puso el ratón! Estaba tan feliz mientras corría a contárselo a los girasoles que ni el halcón se dignó en molestarle.

Decidieron celebrar la boda a la noche siguiente y lo prepararon todo para partir con el último rayo de sol. Pero hete aquí que las gentes del pueblo, con tanto trasiego, se enteraron de las incipientes bodas de Vid y Olivo y también quisieron participar, así que alfombraron las calles con flores y sacaron sus macetas a las puertas, gritaron vivas desde sus ventanas y balcones e hicieron tocar las campanas de las ermitas y la iglesia mientras la comitiva de los novios atravesaba el pueblo amparada por los rayos de luna llena. Les cantaron coplas viejas que hicieron sonrojar a la novia, hermosa con su corona de hojas y uvas, mientras el novio lucía orgulloso sus aceitunas al tenue brillo de las estrellas y, en agradecimiento, Vid y Olivo se comprometieron a regalar cada año su vino y su aceite.

Como, sin la ayuda de los animales, nada de esto habría sucedido, el ayuntamiento decretó por bando municipal que la cigüeña tendría siempre un hogar en lo alto del campanario, que la salamanquesa quedaría retratada en la fachada del teatro, que golondrinas y vencejos anidarían bajo los balcones a placer y que el pequeño ratoncito… Bueno, al pequeño ratoncito decidieron dejarlo correr por los campos tranquilo y él se puso la mar de contento.

LA PIEL ANTES DEL TORO

Tenía la piel sembrada de pinares, robledos y humedales, allí donde posaba su sombra, crecían los nícalos, las jaras, los romeros y, de cuando en cuando, praderas verdes de rocío con salpicaduras de amapolas color sangre.

No era el suyo un cuerpo perfecto, como tampoco su nombre, que era distinto así fuera su cara de encina o cerezo, de sabina o junco ribereño. Tenía veredas hechas por el tiempo y la impaciencia de los ríos, como arrugas hartas de sonreír. En sus crestas peladas de roca dura, trepaban las cabras, anidaban los buitres y crecía algún que otro líquen, capaz de aferrarse a casi cualquier lugar.

En los valles, los ciervos bramaban el acoso de los lobos, y los conejos servían de entretenimiento y lección a los cachorros de zorros y linces.

La primavera despertaba igual a margaritas y osos pardos. En su pelo, anidaban las cigüeñas, y los patos graznaban sus mil nombres de sur a norte cuando viajaban desde África a París.

En las riberas, nutrias y visones pescaban sin descanso truchas, salmones y percas. Algún cangrejo asomaba las pinzas entre las ondas y las libélulas enamoraban al verano con sus vuelos.

En sus costas acariciadas por mares embravecidos, soportaban las embestidas percebes y mejillones, mientras las gaviotas reclamaban como propio todo lo que las playas devolvían del mar.

Después, para su desgracia, comenzó el gobierno de los hombres, que se unieron al acoso de los lobos, a las faenas de las nutrias, al acecho de las águilas y los milanos. Pero todavía eran gentiles, llevaban a pastar vacas y mulas para que le limpiaran la piel de las brozas amarilleadas por los soles de agosto.

Se fueron los lobos y los osos; los buitres empezaron a tener miedo de bajar a los valles y algunos de sus vecinos desaparecieron para siempre. Y ella, tan triste, no tenía lágrimas para llorar; es lo malo de ser tierra cada vez más baldía, que ni las nubes se acercan a dar consuelo.

Más tarde el asma la llenó de quejidos broncos con el humo de las fábricas y los tubos de escape, y los pocos que la seguían mirando con ojos enamorados sucumbían con ella al desaliento.

Luego llegaron los veranos sombríos de humo y fuego, que la convirtieron en una piel de toro a medio curtir de negra que se volvía.

De ser musa, ninfa y diosa, se fue quedando en simple suelo.

Perdió la esperanza de los brotes, el eco de los trinos, el amor por sí misma, y un día, entre tanto oscuro y huida desesperada, amaneció una gente que la volvió a amar, que no cedían al duelo, y le limpiaban las veredas; le sembraron esperanza en forma de corazones verdes, latentes, aún en medio del asfalto. Y el aullido regresó, y las aves sin sombra siguieron con su quehacer limpiando el mundo de enfermedad y muerte, y ella les devolvió los árboles, y el rumor de las riberas, los humedales y su sombra amable.

LAS BODAS DE VID Y OLIVO

Cuentan que Vid y Olivo se enamoraron por mediación de los girasoles y estos encomendaron al ratoncito de campo que organizara la boda. Ni corto ni perezoso, el pequeño ratón recorrió todos los sembrados y barbechos buscando el mejor lugar donde celebrar las nupcias, pero llegó al límite del mundo de los humanos sin haber encontrado un rincón lo suficientemente especial como para acoger el evento. Vio entonces a la salamanquesa que trepaba por la pared de la primera casa.

—Hermana salamanquesa— le dijo—. ¿No sabrás por casualidad, tú que recorres tantos lugares, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco—- respondió altanera—, pero no sé si servirá, pues estará dentro del territorio de los hombres.

—Si merece la pena, correremos el riesgo— sentenció el ratón.

—Entonces lo buscaré y mañana lo cuento— se comprometió la salamanquesa, y desapareció tras la farola.

Escurridiza como ninguna, pasó de muro a muro y descendió hasta la plaza del pueblo donde las palmeras se elevaban sin más límite que el cielo. Observó con calma todas las fachadas y entonces vio a la cigüeña descansando en su nido sobre el tejado blanco y azul de la iglesia.

—Hermana cigüeña— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo ves desde tan alto, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la cigüeña—, pero no sé si servirá, pues estará muy arriba.

—Si merece la pena, dice el ratón que correrán el riesgo— repitió la salamanquesa.

—Entonces lo buscaré y mañana te lo cuento— se comprometió la cigüeña.

La cigüeña sobrevoló el pueblo, con su sombra persiguiéndola por los adoquines, pero las calles eran estrechas y a veces no alcanzaba a ver lo que había en ellas. Fue entonces cuando vio a las golondrinas.

—Hermana golondrina— le dijo a una de ellas— ¿No sabrás por casualidad, tú que anidas bajo los aleros, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la golondrina—, pero no sé si servirá, pues estará en el medio del pueblo.

—Si merece la pena, dice la salamanquesa que ratón está dispuesto a correr el riesgo— informó la cigüeña.

—Entonces mis hermanas y yo lo buscaremos y mañana te lo cuento— se comprometió la golondrina.

El eco corrió de balcón en balcón, de alero en alero, y todas las golondrinas y vencejos se afanaron en buscar un lugar digno de tal honor.

Encontraron un rincón lleno de flores custodiadas por leones, pero pronto lo descartaron por pequeño; a la sombra del teatro encontraron espacio suficiente, pero les pareció demasiado grande; los limoneros frente a la ermita daban buena sombra, pero les pareció demasiado peligroso; bajo el palio de cerámica de una vírgen vestida de pastora les pareció sacrílego; el parque viejo lo descartaron por el graznido de los patos y el nuevo, a pesar de sus colores, por el ruido del tren.

—¿Será posible?— se entristeció la golondrina— ¿Es que no hay donde casar a esos dos?

Entonces vio a la luna en el cielo.

—Hermana luna— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo iluminas en la oscuridad de la noche, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la luna—, pero no sé si servirá, pues está más allá de las vías y la carretera.

—Si merece la pena, me ha dicho la cigüeña que salamanquesa y ratón están dispuestos a correr el riesgo— informó la golondrina.

—Entonces diles que, hacia el norte, hay un río del color del atardecer, y que yo les iluminaré el camino, si me dejan ser la madrina— se comprometió la luna.

La golodrina le dio las gracias y voló al campanario donde vivía la cigüeña para darle la buena nueva; ésta le agradeció el trabajo con el crotar de su pico y buscó a la salamanquesa que, tan pronto fue informada, reptó hasta la última casa del pueblo para contárselo todo al ratoncito.

¡Qué contento se puso el ratón! Estaba tan feliz mientras corría a contárselo a los girasoles que ni el halcón se dignó en molestarle.

Decidieron celebrar la boda a la noche siguiente y lo prepararon todo para partir con el último rayo de sol. Pero hete aquí que las gentes del pueblo, con tanto trasiego, se enteraron de las incipientes bodas de Vid y Olivo y también quisieron participar, así que alfombraron las calles con flores y sacaron sus macetas a las puertas, gritaron vivas desde sus ventanas y balcones e hicieron tocar las campanas de las ermitas y la iglesia mientras la comitiva de los novios atravesaba el pueblo amparada por los rayos de luna llena. Les cantaron coplas viejas que hicieron sonrojar a la novia, hermosa con su corona de hojas y uvas, mientras el novio lucía orgulloso sus aceitunas al tenue brillo de las estrellas y, en agradecimiento, Vid y Olivo se comprometieron a regalar cada año su vino y su aceite.

Como, sin la ayuda de los animales, nada de esto habría sucedido, el ayuntamiento decretó por bando municipal que la cigüeña tendría siempre un hogar en lo alto del campanario, que la salamanquesa quedaría retratada en la fachada del teatro, que golondrinas y vencejos anidarían bajo los balcones a placer y que el pequeño ratoncito… Bueno, al pequeño ratoncito decidieron dejarlo correr por los campos tranquilo y él se puso la mar de contento.