¿QUIÉN REINÓ DESPUÉS DE CAROLO?

Seguro que habéis oído alguna vez a los mayores, refiriéndose a algo de hace mucho tiempo, que pasó cuando reinó Carolo. Bueno, pues ese Carolo existió, y vivía en un castillo, con su torre y sus almenas, en compañía de sus tres hijos: Carla, Carlos y Carlota.

En aquel reino era el hijo menor, y no el primogénito, quien heredaba el trono; así que Carla perdió su derecho a reinar cuando nació Carlos, y ambos en cuanto nació Carlota. Y, como podéis imaginar, esto no gustó a ninguno de los dos.

Carlota era como cualquier otra princesa de cuento: dulce, bondadosa, bonita, cosía que daba gloria verla y manejaba la espada de maravilla. Sí, ya sé que esto último no es tan común, pero en su reino había que saber de todo para gobernar, y ella lo mismo te bordaba un tapete que te cortaba un pelele en dos de un mandoble.

El día en que Carlota cumplía doce años, Carla y Carlos le regalaron una tarta, con la condición de que nadie más comiera y que ella no la probara hasta que se fuera a la cama. A todo el mundo le pareció un gesto precioso y por eso no se enfadaron cuando la princesa se escapó a las cuadras para devorar su regalo. El pastel estaba riquísimo, con mermelada de fresa y nata, el bizcocho era jugoso y tenía trocitos de frambuesa escondidos en medio. Nada más comer el último pedazo, Carlota se transformó en ciervo.

Vagó por las montañas durante días, huyendo de cazadores y lobos. Por suerte, como sus hermanos eran unos tacaños, habían contratado a la hechicera más barata y, pasada una semana, Carlota era otra vez una niña; eso sí, conservando los cuernos de ciervo. Todo el mundo se alegró por su vuelta, pues habían estado muy preocupados por ella, en especial su padre, y además nadie quería tener a Carlos como soberano.

A pesar de las sospechas, la princesa no delató a sus hermanos. De acuerdo que habían intentado hacerla desaparecer, pero durante su aventura había descubierto muchas cosas sobre el bosque y sus habitantes, y había conseguido aquellos cuernos tan bonitos que, una vez aprendías a tener cuidado al cruzar las puertas, estaban la mar de bien.

Pasó el tiempo, Carlota cumplió los dieciséis y se convirtió en una joven hermosísima. Sus ojos castaños competían con el rubor de sus mejillas, su pelo moreno caía en cascada lisa sobre los hombros y los cuernos le daban un aire de misterio único. Carolo, que ya estaba mayor y quería jubilarse para disfrutar de la vida con otros reyes retirados, pensó que la princesa ya tenía edad para asumir el gobierno y formar su propia familia; así que organizó una fiesta para que los príncipes casaderos conocieran a su hija y de allí surgiera el amor.

Los preparativos duraron una semana. En las cocinas probaban los menús, los floristas adornaban jarrones y guirnaldas; los sastres y modistas confeccionaban vestidos y cortinas; los criados escogían los mejores vinos, y los bufones y músicos ensayaban sus números más vistosos. Carlota se dedicaba a practicar con la espada, ajena a la excitación que se apoderaba del castillo y de sus hermanos, que repasaban una y otra vez la lista de invitados buscando un príncipe que se la llevara tan lejos como fuera posible.

Llegó el gran día y el olor de los asados inundó los salones. En la entrada de la muralla se agolpaban los carruajes formando una cola inmensa que se extendía hasta la falda de las montañas, y Carlota estaba más hermosa que nunca con su vestido nuevo. Uno por uno, los más célebres herederos se acercaron a presentar sus respetos y todos quedaban maravillados con su belleza y lo bien que le sentaban los cuernos. Pero Carlota no encontraba interesante a ninguno y estaba mareada de dar vueltas en brazos de unos y otros. Fingiendo un desmayo, que había oído que era cosa muy de princesa, se apartó de la zona de baile y se sentó junto a una ventana.

Son bonitas— dijo una joven a su lado.

¿El qué?

Las estrellas— respondió—. Aunque se ven mejor desde la frontera del bosque.

Carlota asintió; hasta entonces no se había dado cuenta de cuánto echaba de menos la tranquilidad de las noches entre los árboles, lejos de las leyes y las desconfianzas.

¿Tú crees que podríamos escaparnos un rato?

Por supuesto. Están todos tan entretenidos que no se darían cuenta. Por cierto, me llamo Maeve y soy princesa en Irlanda.

Pues vámonos, Maeve. Vámonos a ver las estrellas.

Se colaron por la ventana, lo que no fue fácil porque les habían puesto unos vestidos muy aparatosos. No tardaron mucho en llegar al borde mismo de la arboleda y allí se contaron sus cosas, rieron, lloraron un poco y, como nadie puede gobernar un corazón, se enamoraron.

De regreso al castillo, donde los invitados ya habían dejado de bailar hacía horas, le contaron a Carolo su intención de casarse y, aunque hubo quien se opuso al matrimonio porque les habría gustado ser los elegidos, el rey vio que su hija era tan feliz junto a Maeve que no pudo negarse.

El día de la boda, Carla y Carlos regalaron a las recién casadas una tarta de tres pisos que ninguna se comió, porque una cosa era ser buenas y otra muy distinta ser tontas. Carlota, cansada de sus tretas para deshacerse de ella, desterró a sus hermanos obligándoles a cuidar cabras en las montañas hasta que pidieran perdón, cosa que nunca hicieron, porque eran muy orgullosos. El rey Carolo pudo dedicarse a jugar al golf y a la brisca con sus amigos, tranquilo porque el reino estaba en buenas manos.

Y esta es la historia de cómo Carlota y Maeve reinaron juntas durante muchos años, adoptaron un niño y, como era el hijo mayor y el pequeño al mismo tiempo, no tuvo que pelear con sus hermanos para ser rey.

POR LOS PELOS

Cuando Fausto IV el Ensimismado aún era Fausto a secas, soñaba con crecer lo suficiente para tener barba. Esta obsesión, de la que sus hermanos se burlaban y que a sus padres les parecía adorable, nació con los cuentos de aguerridos piratas, intrépidos faquires y feroces vikingos que su ama le contaba, y cuyos protagonistas lucían el vello facial, no solo como seña de identidad, sino también como fuente, o eso le parecía a él, de su valor y apostura.

Los retratos de antepasados que adornaban el pasillo principal del palacio también influyeron; desde Eliseo I el Magnánimo, hasta su padre Fausto III el Pródigo, pasando por Enrique X el Loado, todos los reyes lucían luengas barbas y bigotes que impresionaban más a su mente infantil que los galones y las espadas. Hasta su abuela Catalina III la Victoriosa, había tenido algún que otro pelo en la barbilla según recordaba Fausto, que era el único de sus hermanos que nunca se quejó de cómo pinchaba la señora cuando iba a darles un beso de buenas noches. Así que, cuando la pubertad hizo de las suyas y, aparte de cambiarle la voz, apareció la pelusilla propia de esa edad, Fausto comenzó a imaginar cómo sería su barba y se metía con sus hermanos mayores por afeitarse a diario.

Antes de los dieciocho años, lucía una perilla cuidadosamente recortada que era objeto de halagos en las recepciones. Sostendría toda su vida que aquel adorno le ayudó a conseguir esposa y, desde luego, a suceder a su padre en el trono.

Ni sus obligaciones como rey, ni como marido, lograron alejarle de su peluda obsesión, e invirtió gran parte del tesoro público en ungüentos para mantenerla fuerte y en contratar a los mejores barberos que la recortaran, trenzaran y arreglaran. Prescindió de comer carnes que pudieran mancharla y se alimentaba solo de sopas transparentes a base de reducción de verduras decoloradas.

La reina, cansada de que gastara más en tan insignificante atributo que en la educación de sus hijos, de disculparle ante embajadores y presidentes por los retrasos, y de ser, en definitiva, ignorada por su marido, pidió el divorcio y se fue al Tibet, donde los monjes estaban debidamente afeitados y no gastaban ni pelos en la cabeza.

De este modo quedó Fausto IV en su palacio mientras su barba crecía y consumía, no solo el erario, sino también la paciencia de todos los que le rodeaban.

Con el tiempo, sus súbditos abandonaron la ciudad, emigrando a lugares lejanos donde los impuestos revirtieran en beneficio de todos y no en la vanidad de un rey loco. Después se fueron los músicos y los consejeros; por último, huyeron sus hijos, unos casados, otros en busca de aventuras, sin mirar atrás ni acordarse de un padre que, por otro lado, tampoco les había hecho demasiado caso.

Al principio no echó de menos ni los cantos, ni los halagos, ni las visitas, ni los besos de su vástagos. Le bastaba con ver cómo crecía su orgullosa barba. Hasta que, una noche de verano, los relámpagos de una tormenta sacaron a Fausto de su ensimismamiento y comenzó a lamentarse de cuán solo estaba.

Contempló los tapices que colgaban de las paredes y que, como en cualquier salón del trono que se precie, relataban las hazañas del rey de turno, o sea: él, y lo que vio le resultó insoportable. No había nada de poses regias a caballo liderando un ejército en victoriosa batalla, ni escena de su coronación, ni orgulloso retrato familiar, ni reflejo de un día de fiesta con juglares y reyes de otras tierras. Le invadió la pena y, esta vez, ni su barba pudo consolarlo. Se dio cuenta de que había sido, con diferencia, el peor rey jamás conocido, el peor padre y el peor esposo; pronto no tuvo fuerzas para levantarse del trono y, allí sentado, le sorprendió la riada.

Las aguas desordenadas invadieron el salón y rozaron la punta misma de su barba que, por entonces, ya alcanzaba el centro de la sala. Con la corriente, llegó también un pececillo que quedó atrapado entre los cabos de pelo.

¿Quién osa mesar mi gloriosa barba?— preguntó Fausto colérico.

El pececillo se asustó un poco, luego lo pensó mejor y decidió que, para bien o para mal, necesitaba la ayuda de aquel hombre.

Un simple pez, majestad. Porque sois rey, como supongo por vuestra corona.

Y tanto que lo soy.

Pero tenéis las ropas raídas y no hay trovadores ni consejeros a vuestro alrededor.

Pura envidia me tenían, porque ninguno de ellos tuvo jamás cuatro pelos en la cara.

Sin embargo, vos lucís la barba más hermosa que he visto nunca, y he visto muchas barbas.

De poco me ha servido. Nadie viene a contemplarla, y ya no me parece tan bonita como al principio. Empiezo a sospechar que es la causa de mi desgracia.

Entonces, si tanta tristeza os causa, ¿por qué no os deshacéis de ella?

Porque no me quedaría nada.

Os quedaría un amigo si, en vuestra infinita clemencia, me liberáis para que pueda volver al río.

Conmovido por primera vez en mucho tiempo, se levantó Fausto de su silla e intentó desenmarañar sin fortuna la red que barba y río habían tejido.

Pasada una hora, el pececillo empezaba a boquear buscando oxígeno y los movimientos del rey se volvieron más desesperados. Hacía tanto que no pensaba en algo o en alguien que no fuera su barba, que había olvidado esa sensación cálida cuando se ayuda sin esperar nada a cambio.

Un rayo de sol irrumpió en el salón y, entre las aguas, hizo brillar unas tijeras que alguno de sus barberos olvidó al marcharse. Para el rey fue muy duro decidirse, pero se dio cuenta de cuánto mal había provocado por los pelos y que aquella era la única solución.

Tomó las tijeras con mano temblorosa, cortó su barba y, con ello, liberó al pequeño pez y su propio corazón.

Conn, el selkie

CONN, EL SELKIE
Conn, el Selkie por Elena Gromaz

Ilustración de Elena Gromaz Ballesteros

 

—Cuida dónde dejas tu piel— le advirtió su madre la primera vez que salió solo a explorar entre las rocas.

Pero él era adolescente e impulsivo, y las advertencias sonaban a miedos infundados. Despojado de su apariencia animal, su piel humana recibía los cálidos rayos del sol.

La niña se acercó con temor; nunca había visto a un hombre desnudo.

— ¿Quién eres?— preguntó la niña — ¿Esto es tuyo?— Levantó la piel de foca.— Yo que tú tendría más cuidado con dónde pongo mis cosas.

Y él tuvo que darle la razón; ahora las advertencias de su madre no parecían tan absurdas con aquella muchacha sosteniendo su pellejo delante de él, ignorante de lo que el gesto significaba.

— Poco importa quién era yo antes de ahora— acertó a responder —, porque seré tu marido.

—Y ¿para qué quiero yo un marido?

—No es para qué, es por qué.

— De acuerdo ¿por qué quiero yo un marido?

— Porque tienes mi piel.

— Yo no quiero tu piel, ni un marido.

— Pero no hay elección, soy un selkie y tú tienes mi piel

La muchacha trataba de comprender.

— Empecemos de nuevo. Yo me llamo Siobhan, ¿y tú?

— Conn— respondió con desgana.

— Hola, Conn ¿de dónde vienes?

— Del mar.

— Eso es imposible.— Rió ella.— Nadie vive en el mar, excepto los peces.

— Y las focas— puntualizó.

— Y las focas, tú lo has dicho. Pero no pareces un pez, ni una foca.

— Porque soy un selkie.

— Y ¿qué es un selkie?

— ¿Sabes qué? Nada, un selkie no es nada, me lo he inventado ¿Me devuelves mi piel?

Empezaba a cansarse y quería alejarse de aquella joven tan impertinente. Siobhan dudó un momento.

—No. Quiero que me cuentes cosas sobre los selkies.

—Ya te he dicho que me lo he inventado.

—A mí eso me da igual, invéntate más.

Se sentó en las rocas, lo suficientemente lejos de él como para que no pudiera coger la piel y lo bastante cerca como para no tener que gritar. Conn siguió callado mientras ella le miraba con sus ojos redondos. Pasado un rato, el muchacho decidió seguirle el juego.

—Está bien, un selkie es una foca, pero no es una foca; es un humano, pero no es un humano.

— ¿Como las sirenas?

—No exactamente. Un selkie es foca cuando es foca y humano cuando es humano.

—No lo entiendo.

—Devuélveme mi piel y te lo mostraré.

—No pienso devolvértela hasta que no termines de contármelo todo. — Conn intentó protestar. — He dicho que te la daré cuando termines. — Y se alejó un poco más.

—Mira. — Se decidió al fin. — Explicarte lo que soy resulta muy difícil si nunca has oído hablar de los míos. O de algún ser parecido.

—No soy tonta. Prueba y verás qué pronto lo entiendo.

Sonrió con calidez, sin un ápice de ofensa en su voz, como si aquella conversación fuera algo íntimo y divertido. Como si hablara con un amigo.

— ¿Conoces alguna leyenda sobre animales que no son lo que son? — se atrevió a preguntar él buscando un punto de partida que le permitiera contarle todo rápido y recuperar su piel antes de que el sol se pusiera.

— Me sé muchas de druidas que huyeron de sus enemigos convirtiéndose en jabalíes, ciervos y salmones, pero ninguna en que se quiten el pellejo.

—De acuerdo. Entonces un selkie es algo parecido a esos druidas; si nos quitamos la piel somos personas como tú; si nos la ponemos somos iguales a cualquier otra foca.

—Los druidas de las historias no eran como otros ciervos, jabalíes o salmones, siempre tenían algo distinto. — Hiló ella, y Conn se vio intrigado por las capacidades de los protagonistas de semejantes aventuras. — Digamos que te creo, y que me creo que puedes convertirte en foca si te devuelvo esto. — Señaló levemente la sombra que parecía la piel a su lado. — ¿Cómo decides cuándo tienes que ser hombre o foca?

—No sé, hago lo que me apetece. Igual que tú no decides todo lo que haces.

Siobhan se quedó un momento pensando antes de responder.

—Pues yo esperaba otra cosa. Esto que me cuentas es como cambiarse de capa, nada más. Los druidas huían cambiando de forma para que los hombres malos no les encontraran, o para que un rey no pudiera vengarse de una maldición. Pero imagino que, ser un selkie, no es tan emocionante.

Conn se sintió ofendido.

—Ser un selkie es genial. Quizá no podemos ser más que humanos o focas, pero no vamos cabreando a hombres y reyes. Hoy me he librado de ser devorado. ¿Eso no es emocionante?

—Supongo— respondió Siobhan condescendiente.

—Y, además, ahora estoy intentando recuperar mi pellejo para no convertirme en tu marido.

—Y dale con lo del marido. Eso todavía no me lo has contado.

—Dime, Siobhan. ¿Alguno de tus druidas se transformó para huir de ser casado?

—No, que yo sepa.

—Pues ese es el mayor miedo de los míos, que aparezca una niña entremetida y no quiera devolvernos nuestra piel.

Siobhan ignoró la acusación y, cogiendo el pellejo lentamente, se lo colocó encima. No sabía muy bien qué esperaba que sucediera tras aquel gesto, pero se sintió decepcionada al ver que no pasaba nada.

—Esto solo es una piel, nada más, y tú eres un mentiroso que se ha decidido a convertirse en mi marido contándome cuentos de hadas.

—No, no, te lo prometo. Todo lo que te he contado es verdad. Devuélveme lo que es mío y lo verás.

—Y ¿qué dices que sucederá si no lo hago?

—Que me tendré que casar contigo— repitió Conn harto de dar vueltas a lo mismo una y otra vez.

—Y ya casados ¿Qué?

—Dijiste que no querías un marido.

—Bueno, ahora no, pero a lo mejor un día me viene bien tener uno.

—Pues ni idea ¿Para qué sirven los maridos por aquí?

—Para traer leña, salir a cazar, a pescar… Y para tener hijos, creo. Pensándolo bien, salvo esto último, lo demás puedo hacerlo yo sola.

—Entonces ¿me querrías para tener hijos?

—No sé, creo que no. Para eso me sirve cualquiera y, si es verdad todo lo que me has contado, no me veo con ganas de explicarle a todo el mundo porqué mis hijos parecen focas. — Se quedó pensando un momento más, se levantó de su piedra, y se acercó a Conn. —Toma, ya no lo quiero. Y ten más cuidado la próxima vez. Quizá la siguiente que se lo encuentre sí quiera un marido.

Sonrió con dulzura y se alejó saltando entre las rocas.

Conn se quedó solo con su piel de foca, pensando que, si alguna vez una niña se tenía que quedar con ella, preferiría que fuera Siobhan antes que cualquier otra.

 

DE CÓMO UN SALMÓN ME SALVÓ LA VIDA

Frente a las aguas tranquilas del río, día tras día, veía el salmón a aquella niña sentada sobre una roca y mirando el brillo del sol que se reflejaba en la corriente; ahora sí, ahora no. Nada tenía que ver con los chavales que agitaban el aire con sus gritos y chapoteos en las tardes de verano, ni tampoco con el alboroto que los perseguía cuando corrían por el prado. Ella miraba el agua y suspiraba, o, de cuando en cuando, tarareaba una canción hasta que uno de los chicos mayores la recogía; y así hasta el día siguiente en que volvía a dejarla en el mismo sitio mientras él se iba a jugar con los demás.

Los salmones son peces precavidos, pero también curiosos; después de varios días observando a la niña había descartado que su soledad tuviera que ver con los peligros de la pesca y empezó a compadecerse de ella. Tal era su sentimiento que se acercó al saliente.

—Niña bonita, ¿qué haces aquí tan sola?

—Esperar.

— ¿Por qué no juegas con los otros niños?

— Porque no puedo.

— ¿Acaso no te dejan?

—No, no puedo porque mis piernas no funcionan como las de los demás. — Levantó un poco su vestido enseñando sus rodillas. — Es por algo que me pasa aquí.

— ¡Qué triste!— exclamó el pez— Y ¿qué haces mientras esperas a que terminen de jugar?

—Observo, a veces canto, y aprendo cosas.

— ¿Como cuáles?

—Pues, el cambio de las hojas de los árboles según pasa el año; el comportamiento de los animales y, últimamente, a hablar con un salmón.

—Y ¿qué más?

—Nada más, desde aquí es todo lo que puedo ver. Y ya me he aburrido de buscar formas en las nubes.

— ¿Formas en las nubes?

—Sí. ¿Ves? Aquella parece un dragón, esa otra una oveja… pero no suelen parecer muchas más cosas.

—Son bonitas— dijo el salmón.

—Y tú ¿qué haces aquí? Tenía entendido que los salmones viajan mucho.

—Volvía al sitio donde nací, aunque creo que me he desviado del camino.

— ¿Vienes de muy lejos?

— De más allá del mar.

—Entonces habrás visto muchos lugares y gente.

—Pues sí, pero nunca conocí a una niña que no pudiera saltar o correr. Sí conocí a un anciano, era tan viejo que sus piernas casi no le sostenían y se sentaba en un tronco a la orilla del mar todas las mañanas.

— Y ¿qué hacía allí?

—Lo mismo que tú, supongo.

— ¡Qué pena!

—No creas, estar ahí sentado no parecía molestarle demasiado.

—Se habría acostumbrado. A mí me pasa.

—También había veces que un montón de niños se sentaba con él para escuchar lo que el anciano decía.

— Y ¿no corrían ni jugaban con la pelota?

—Cuando el anciano hablaba no, se quedaban callados y a él se le veía muy feliz.

—Y ¿qué les contaba?

Salmón relató a la niña todos los cuentos y leyendas que le había oído al viejo y, de paso, algunas más que sus viajes por el océano le habían dejado conocer. Y así un día tras otro hasta la última de ellas.

—Como ves— dijo una vez hubo terminado—, hay otras formas de aprovechar el tiempo que corriendo y saltando, y, a veces, tener que permanecer sentado no es tan malo si sabes qué hacer.

La niña asintió convencida de que todo podría ser distinto a partir de ese momento.

—Yo ya me tengo que ir— dijo el salmón—. Me he entretenido mucho y no quiero llegar tarde a mi lugar de nacimiento.

Y, con un golpe de cola, se despidió de la niña y siguió su camino río arriba.

Cuando, unas semanas después, volvió a bajar por la corriente, se alegró al descubrir que la niña que no podía jugar, correr, saltar ni bailar, ya no estaba sola; sus amigos la rodeaban ensimismados, atentos a lo que ella contaba, que no era otra cosa que las historias que le había oído al salmón; y se puso muy contento.

Decidió en ese momento seguir recopilando cuentos y leyendas, incluso se le ocurrió pedirle al resto de salmones que hicieran lo mismo y así, cuando volvieran a pasar por allí, podrían contárselas a la niña porque, aunque jugar, correr y saltar es muy divertido, siempre harán falta personas que cuenten cuentos.

Toda una profesional

Cuento que nace del Primer Taller de la Imaginación de la comunidad en Google+: Isla Imaginada.


 

Rebuscar entre los baúles tus gafas nuevas no tiene gracia, y menos cuando, en medio de la rebelión literaria, se acaba de escapar el troll de debajo del puente que hay frente a tu casa.

En estas estaba Gloria cuando la tortuga llamó a su puerta, la misma tortuga que encontró en el río el día en que se despidió de su trabajo huyendo de una vida mediocre y que la reclutó como guardiana de los cuentos y sus habitantes.

Mentiría si dijera que se sintió capacitada desde el primer instante, tuvo sus dudas ¿Quién no iba a tenerlas cuando te habla una tortuga? Pero, a los cinco minutos, sabía que debía aceptar la proposición. Uno no va encontrándose con reptiles parlantes sin que medie el destino.

Siguió, con mucho trabajo, a su mentora hasta una casita medio derruida donde, según dedujo, se habían alojado todos y cada uno de sus antecesores en el cargo.

No hizo muchas preguntas, bueno, más bien ninguna, se limitó a arrastrar su maleta hasta la buhardilla y se sentó en el sofá de la salita a esperar instrucciones.

Su primera misión fue pan comido, Hansel y Gretel habían escapado de su cuento después de leer un artículo sobre la diabetes infantil en una revista y tuvo que convencerles de que ese tipo de enfermedades no afectaban a los niños de la imaginación.

El segundo encargo fue un poco más complicado, siempre lo es cuando la princesa del cuento no está conforme con el marido que le han asignado. En estos casos la solución pasa por celebrar una cena en el castillo y fomentar el cambio de parejas; no es muy ortodoxo que digamos, pero parece que Blancanieves está encantada con el príncipe azul de la Bella Durmiente y esta última ha abierto una clínica para trastornos del sueño y le va de maravilla. Nadie dijo que guardar cuentos supusiera dejarlos como están.

Sin embargo, nada la había preparado para salir en busca de un troll en medio de una noche de tormenta, aunque es de esperar que, de suceder algo así, no va a ser en una bonita tarde de primavera; sencillamente no pega.

Sobornó al trasgo de la alacena con bollitos de leche para que le encontrara las gafas y salió armada con un tomo impermeabilizado de los cuentos de los hermanos Grimm y una linterna.

Lo bueno de perseguir a un troll es que es fácil saber hacia dónde ha ido, nada que ver con los gnomos, que se esconden en cualquier rincón. Gloria se limitó a caminar entre los árboles tronchados.

Enseguida se encontró con Caperucita, que sollozaba.

—¿Qué ha pasado, Caperucita? ¿Otra vez se comió el lobo a tu abuelita?

—No, es que me he perdido porque no encuentro el árbol que me sirve de guía para volver a casa. ¿Podrías llevarme?

—Ahora no puedo, niñita. Vente conmigo a hacer un recado y luego te llevaré gustosa.

Así que la niña aceptó y siguieron bosque adentro.

A los pocos metros, subido a una rama, encontraron a Pulgarcito tiritando.

—¿Qué ha pasado, Pulgarcito? ¿Se comieron los pájaros tus miguitas de pan?

—No, todos los pájaros se han ido. Es que vi un lobo enorme y me asusté tanto que trepé hasta aquí y ahora no puedo bajar. ¿Me ayudáis?

—Claro que sí, pero luego tendrás que venir con nosotras porque no puedo dejarte solo en medio del bosque con un lobo enorme suelto.

Bajaron al niño del árbol y siguieron la búsqueda.

Había dejado de llover hacía un rato cuando tres osos les cerraron el paso.

—Tienes que venir corriendo a nuestra casa, hay alguien en ella.

—¿Otra vez? Ya os he dicho mil veces que Ricitos de Oro solo es una niña perdida, que la deis de comer, la dejéis dormir un poco y luego la devolváis a la linde del bosque.

—No, no es Ricitos de Oro— dijo el osito, asustado—. Es mucho más grande.

—Y huele fatal— añadió Mamá osa.

Gloria se dio cuenta de que, a buen seguro, sería el troll que andaba buscando y se acercó a la casa de los osos para descubrir que el monstruo estaba en el jardín delantero intentando sacar miel de una piedra. Sus acompañantes se asustaron mucho al verlo; en ninguno de sus cuentos había un ser parecido y, si los osos tenían miedo, ¿qué cabía esperar de Caperucita y Pulgarcito?

—¿Qué te pasa, troll? ¿Por qué te has escapado?

—Porque estoy harto.

—¿De qué?

—De que todo el mundo pase por el puente y no me dé ni los buenos días.

—Bueno, eso tiene arreglo, deberías saludarles tú primero.

—Pero esa niña se puso a llorar al verme.

—Bueno, eso es porque se había perdido, y su mamá la está esperando en casa.

—Pero ese muchachito se ha subido a un árbol de miedo que le he dado.

—No, no. Pulgarcito había visto un lobo enorme y por eso se asustó.

—Pero los osos salieron corriendo.

—Bueno, eso es porque están hartos de una niña que siempre se come su cena y les deshace la cama. Se pensaron que estaba aquí otra vez y corrieron a avisarme.

—Pero nadie quiere vivir cerca de mí, ni ser mi amigo.

—Eso no es verdad. Yo vivo enfrente y he venido porque soy tu amiga.

El troll miró a Gloria, incrédulo al principio, aunque luego aceptó la mano de la guardiana de cuentos que inició el camino de vuelta dejando a los osos tranquilos para que cenaran y se fueran a la cama.

—¿Sabes? Me tenías preocupada— le dijo—. Pensé que me quedaba sin vecino.

De camino a casa, llevaron a Caperucita y a Pulgarcito con sus padres. No hizo falta dar muchas explicaciones sobre por qué habían tardado; en cuanto vieron al troll se alegraron tanto de que no se hubieran comido a sus hijos que ni les castigaron ni nada.

Cuando llegaron al puente, se despidieron con la promesa de desayunar juntos. Ni que decir tiene que los desayunos de un troll distan mucho de ser apetitosos bollos y magdalenas, pero Gloria no quería faltar a su cita para que su vecino no escapara otra vez.

A la mañana siguiente, el troll habia empezado a dar los buenos días a todo el que pasaba y, después, les había invitado a té con pastas. Nadie le dijo que no, ya sabemos lo mucho que gustan estos manjares a los personajes de los cuentos, así que en un pispás estaban allí Caperucita y Pulgarcito con sus padres, la abuelita, el lobo feroz, los tres ositos, Ricitos de oro, Blancanieves, el Principe azul y la Bella Durmiente, que decidió abrir más tarde con tal de pasar un rato con sus amigos. Y Gloria disfrutó como nunca del trabajo bien hecho hasta su próxima aventura.

Vecino nuevo

Los que seguís a este salmón en su periplo conoceréis de sobra Martes de cuento, un blog que nos regala cuentos, ilustraciones, poemas y cualquier cosa que podáis imaginar para los más pequeños de la casa (y no tan pequeños). También sabréis que, de vez en cuando, colaboro con algún texto (cosa que os animo a hacer a vosotros también) y esta semana, el bichito lector que lo dirige, ha tenido a bien publicar un cuento mío que se titula «Vecino nuevo» y que podéis disfrutar y comentar en el link al final de la entrada acompañado de una preciosa ilustración.

Espero que os guste y que, ya que os dais un paseo por Isla Imaginada, os quedéis por sus costas, que acogen con gusto a los visitantes, gozan de buen clima, y derrochan calma para combatir el estrés diario y el bloqueo creativo.

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Hay ciertos animales a los que el hombre no puede dañar de ningún modo. Viven tranquilos y felices, en completa libertad, en los parajes de Isla Imaginada.

Origen: Vecino nuevo

De cómo el Salmón conoció a Martes de Cuento

Nací en un río, no diré cual, en una tierra lejana y, cuando fui lo suficientemente fuerte, me alejé con mis hermanos y primas, dejándome arrastrar por la corriente hacia el ancho mar.

Por aquel entonces yo no era consciente ni de mi destino ni de mis peculiaridades, ni de mi linaje. La juventud tiene esas cosas, que uno se entretiene con otros menesteres que poco tienen que ver con encontrarse a uno mismo; me bastaba con la perspectiva de conocer el océano y, para qué negarlo, mantenerme vivo; mucho se habla de los peligros que acechan a los de mi especie al final de su vida, pero el principio tampoco es moco de pavo. El pez grande se come al pequeño y, si te libras de ello, ya aparecerán los pájaros, ya.

Ni siquiera sé cómo conseguí llegar a la desembocadura, pero lo hice, junto con los que quedaban, apenas la mitad, de los que habíamos iniciado el viaje río abajo.

No sé si alguna vez os habéis enfrentado al mar cuando se junta con un río, pero os diré que no es agradable.

Para empezar, el agua está más fría y llena de sal, que te deja las vejigas natatorias hechas polvo durante días; y luego está su inmensidad, que el mar no tiene bordes ni remansos, todo son corrientes traicioneras que te llevan y te traen.

Aunque, una vez más, mi naturaleza obró milagros y en una semana me sentía en esa inmensidad azul casi tan a gusto como en mi recodo de nacimiento.

Salvo comer y nadar no hay mucho más que pueda hacer un salmón durante el tiempo que tarda en crecer lo suficiente como para sentir la llamada del destino y regresar al lugar donde nació para dar oportunidades a una nueva generación y, de paso, sustento a osos, gaviotas y sustrato a los frondosos bosques; así que pronto me aburrí de dejarme mecer de acá para allá y me dediqué a explorar por mi cuenta, acercándome a las playas; eso sí, con mucho cuidado de no caer en redes o picar anzuelos.

Un buen día, cansado después de luchar contra una corriente submarina especialmente traicionera y gélida, llegué a una bahía rodeada por dos cuernos de tierra, un tranquilo lago salado y, me gustó tanto, que decidí no volver con mis congéneres.

Era divertido nadar sin pelear contra las olas y, no sé muy bien por qué, mis depredadores naturales no se acercaban por allí, con lo que mi paz era infinita, pero, pasadas unas semanas, estaba más aburrido que una medusa.

Fue entonces cuando vi a unos niños sentados en las rocas que escuchaban atentamente lo que una mujer les contaba. Picado por la curiosidad, me acerqué sigiloso y me quedé escondido cerca, atento a lo que había embelesado a los infantes.

En cuanto me acostumbré a los giros dialécticos y a ciertas fórmulas que se repetían día sí, día también, descubrí varias cosas; primero, “érase una vez” era una especie de clave para que los niños se quedaran callados, y segundo, “fueron felices y comieron perdices” significaba que podían volver a hablar.

En medio de aquellas dos frases la mujer relataba historias con protagonistas diversos, desde princesas a ratones, que pasaban por un sin fin de aventuras y desdichas hasta que, gracias a su ingenio, salían airosos de los trances.

No sabría decir por qué, pero me entusiasmaba la forma en que aquella mujer alargaba las escenas más emocionantes y la dulzura con que contaba los besos y los sueños; era como si estuviera viendo suceder todo ante mis ojos de pez. Aprendí mucho, muchísimo, sobre la naturaleza humana, sobre el por qué de muchas cosas y sobre seres que yo, simple salmón, no conocía, como duendes y hadas.

Habría jurado que aquellos seres vivían solo en la imaginación de la mujer, pero una mañana, me encontré de frente con uno de ellos, decía llamarse Quelet y parecía angustiado, pues creía que estaba perdiendo la memoria.

Yo, que había decidido no interactuar con los habitantes de aquella isla, más por miedo a servir de cena que por soberbia, no pude mantenerme al margen del dolor del pobre Quelet y le pedí que me contara sus recuerdos por si podía serle útil; así aprendí un montón de cosas más como el color de los árboles, los anhelos de las princesas, el por qué del arcoíris y que todo lo que puebla el planeta tiene una habilidad o una función.

Me pareció interesante aquel personaje y me dio mucha pena que estuviera perdiendo la memoria, quizá por eso intenté acordarme de todo lo que me contaba, por si un día él no recordaba nada de nada.

Mis servicios a ese respecto no serían requeridos finalmente; al poco apareció un duende más joven que se ofreció a ayudar a Quelet con sus recuerdos. Me alegré por él, pero me dio mucha pena que se alejara de mí. Almacenar en cajas todo lo que guardaba su cabeza era un trabajo delicado y necesitaba de todo su tiempo, con lo que volví a verme solo y aburrido, una vez más.

Pasé varias semanas vagando por la cala, de cuerno a cuerno, repitiéndome todo lo que había oído a Quelet, preocupado porque un buen día, también mi memoria pudiera fallar.

Una tarde, mientras el sol doraba las crestas de las olas y yo descansaba junto a una roca del lado más alejado de la playa, escuché el crujir de la arena bajo el peso de unos pasos firmes y seguros; los había oído antes, pero me costó reconocerlos porque siempre habían venido acompañados de otro sonido más ligero e impaciente.

Me asomé con cautela y me encontré de frente con la mujer que contaba cuentos, mirándome con una sonrisa amable en la boca.

— ¿Así que eres tú?— me dijo— Has venido muy lejos de tu hogar, demasiado incluso para un salmón tan especial.

El miedo inicial se fue diluyendo y la intriga por lo que aquella mujer podía saber de mi me convirtió en un pez menos cauteloso que de costumbre.

—Me recuerdas a un antepasado tuyo, sí— y volvió a sonreír disipando todas mis dudas sobre sus intenciones.

Quizá os sorprenda, pero mi capacidad para entender el lenguaje de los humanos no me otorga la facilidad para hablarlo; la lengua de un salmón no es tan manejable y, además, carecemos de cuerdas vocales, con lo que responderle educadamente o suplicar a aquella mujer que me contara lo que sabía resultaba prácticamente imposible y muy frustrante.

—Yo me llamo Martes de Cuento y esto, querido salmón, es Isla Imaginada— abarcó con el recorrido de su brazo toda la ensenada—. Únicamente los seres más especiales son capaces de llegar a ella; solo aquellos ávidos de conocimientos e historias, cargados de imaginación y puros en su cariño son dignos de pisar su suelo. Bueno, en tu caso, nadar en sus aguas.

Me sentí impotente al no poder preguntar por qué solo había visto por allí niños y duendes, por qué el único adulto era ella.

Debió leerlo en el brillo de mis ojos, y me respondió de inmediato.

—No todos los niños que has visto son niños en realidad. Muchos de ellos son adultos que se han negado a olvidar al niño que fueron y disfrutan de los cuentos y las leyendas casi más ahora que de pequeños. Los duendes, como es normal, viven aquí porque es el mejor sitio para hacerlo en muchos kilómetros. Pero te advierto que también hay unicornios, hadas, ratones, mariposas, fantasmas, hechiceros y, ahora, un salmón.

Me sentí más grande en ese momento por el modo en que me nombró, cargada de ternura y respeto.

—Y mi forma de darte la bienvenida, como he hecho con cada amigo que llega a Isla Imaginada, será contándote la historia de un antepasado tuyo; una ventura que llegó a mis oídos desde Éire, la Isla Esmeralda, y que cuenta las desdichas de un salmón muy sabio, el Bradán Feasa, y un muchacho destinado a convertirse en leyenda: Fionn.

Ni que decir tiene que, cuando la mujer terminó de contarme la historia, en mi pequeña mente de pez se despertaron los recuerdos que habían estado dormidos toda mi vida; destellos de todo lo que mi tatarabuelo había sabido y que, gracias a la magia de la naturaleza, y a la conveniente intervención de Quelet y Martes de Cuento, volvían a mí como si siempre hubieran estado ahí, esperando la llave que abriera la caja en que se guardaban.

Después de aquel encuentro decidí seguir mi camino, no el de un salmón cualquiera, ahora sabía que yo no lo era, sino el de un pez que podía aprovechar su capacidad para llegar a cualquier rincón del planeta con un golpe de cola y escuchar todas las leyendas y cuentos a lo largo y ancho de los cinco continentes.

Como habréis adivinado, aquella no fue la última vez que recalé en Isla Imaginada, es un lugar demasiado hermoso para visitarlo una sola vez en la vida. Por eso, y porque hasta un salmón particular necesita unas vacaciones, de vez en cuando me quedo unos días por esta preciosa isla, saludo a los amigos, que cada vez son más, y Martes de Cuento recopila todo lo que he oído lejos de sus fronteras para guardarlo a buen recaudo, en unas cajas parecidas a las de Quelet, por si un día yo también pierdo la memoria.