SASQUATCH

La primera vez que vi un pies grandes yo estaba trabajando en una zapatería y él venía con su pequeño para comprarle unas deportivas porque lo habían apuntado a extraescolares en el polideportivo municipal. Compraron un modelo flexible y poco llamativo, lo que molestó al ¿niño?. Les cobré los zapatos, se fueron, y yo no volví a pensar en ellos hasta un par de meses después, durante una excursión de la Sociedad Ornitológica. Era temprano, muy temprano, esa hora en que los pájaros todavía creen que el mundo se terminó anoche, y yo había conseguido un puesto bastante cuco para ver el vuelo rasante del zarapito. Estaba concentrada en buscar el mejor ángulo cuando una sombra comenzó a cubrirme por detrás; al principio no me dí cuenta, pero pronto fue una sombra difícil de ignorar, después una mano enorme se posó en mi hombro y un extraño gruñido articuló las palabras: “Al final juega al rugby.”

Reconocí enseguida al padre pies grandes y sonreí contenta porque su ¿muchacho? hubiera encontrado un deporte que le gustara.

“Hoy no volarán” articuló con un nuevo gruñido y se alejó entre los árboles sin hacer ruido.

Aunque me alegré por lo del rugby y de que se acordara de mí, no me hizo ninguna gracia que tuviera razón y haberme dado el madrugón para nada.

Recogí mis cosas, regresé al coche donde todos se quejaban porque no habíamos visto ningún pájaro y no volví a pensar en ello hasta esta mañana, que, como estoy trabajando de recepcionista en la consulta de un podólogo, ha llegado el pies grandes a pedir cita. Hemos consultado ambas agendas (los pies grandes son seres la mar de ocupados) y hemos acordado que le vendría bien el jueves que viene a las 10; le he preguntado por cómo le va a su ¿chaval? con el rugby, me ha dicho que lo dejó y ahora quiere tocar el banjo en un grupo folk.

LA DAMA SINGULAR

Finalista en el Premio DONBUK 2022

Valentina Lópes Da Rienda fue siempre mujer remilgada en extremo. Se contoneaba por las avenidas con aire condescendiente; poco le importaban las miradas extrañadas por su aspecto, aun pasados los cuarenta vestía tirabuzones artificiados, enaguas de encaje bajo un vestido azul oscuro que acompañaba los domingos con guantes de seda, como sacada de una viñeta de dos siglos atrás.

Compraba la lencería en las mercería antiguas y tenía un ajuar de abuela, de cuyo origen nadie supo jamás, entre el que se hallaba un corsé de ballena de verdad. Esta pieza tan singular la vestía solo los días de fiesta grande, junto con un vestido provocador en otra época que ahora se antojaba trasnochado hasta para una película de ambientación decimonónica. Siempre se paseaba con aquellos aires de grandeza, como si fuera una Sissi o una Maria Antonieta, regalando sonrisas esquivas a los hombres que la miraban más con curiosidad que deseo.

Los domingos por la tarde acudía al parque con una bolsa de restos de pan que echaba de comer a los patos con un gesto al borde del desmayo. Nunca usó maquillaje, si acaso se pellizcaba las mejillas, y nadie vio de su anatomía más allá de las muñecas o el tobillo. En verano evitaba el sol y paseaba por la playa de las Moreras con un largo vestido blanco y una sombrilla de encaje raído que había conocido días mejores por lo menos un siglo atrás. Una digna musa de Sorolla bajo los cielos de Machado.

En invierno enfundaba las manos en un tubo de pellejo que olía a naftalina y, si nevaba, transportaba a una escena de Doctor Zivago. Se recogía los bucles en moños complejos que luego escondía bajo un pequeño sombrero. Había en el barrio quien juraba que, tras el abrigo negro, escondía una banda exigiendo el voto para la mujer y que organizaba meriendas con dulces y té para una sociedad de escritores y otra de seguidores de Sherlock Holmes. Nadie sabía de dónde salía el dinero, aunque las malas lenguas hablaban de un viejo nostálgico que le concedía todos los caprichos a cambio de verle las rodillas una vez por mes. Otros, más románticos, insinuaban una herencia entre cuyas cláusulas se hallaba la explicación a su atuendo y, por último, había una patulea de adolescentes que la veneraban como una visionaria y que se paseaban tras ella con aires de Oscar Wilde, lirio en el ojal incluido. Ninguno de ellos logró sin embargo acercarse a Valentina lo suficiente como para besarle la mano o adularla con ocurrencia, pues ella solo cruzaba palabras con el tendero y poco más.

En su mundo reducido a tres manzanas de casas, hubo quien esperó siempre que montara en una calesa. Jamás nadie la vio en el teatro, la iglesia o la Universidad.

Tras los visillos amarilleados por el tiempo y la lejía, la luz del quinqué apenas llegaba a la mesita de café. Sobre un sinfonier descansaba lánguida la pluma junto al tintero y un cajón lleno de cartas por enviar. Los viernes por la tarde, el olor amargo del lacre inundaba el descansillo y todos los vecinos sabían que el lunes saldría temprano en dirección a la estafeta de correos para enviar unas misivas que siempre tenían remitente y rara vez destinatario. Los martes escuchaba a Mozart, los miércoles leía a Austen o Shelley o alguna de las hermanas Brönte y los jueves se permitía un merengue de Cubero que le empolvaba de manera graciosa la nariz. Nunca dio señales de falta de cordura y era de maneras educadas; preguntaba a doña Filomena, la del tercero, por sus nietos; a don Cosme por el perro, y sonreía con dulzura al bebé de los del cuarto, una pareja igual de anacrónica que ella, salvo que ellos, al menos, habían saltado de siglo y se habían asentado en los setenta de la paz y el amor. El administrador de la finca había cambiado cinco veces y el último, un muchacho recién salido de la facultad, era el único que entendía a tan peculiares vecinos, por otro lado conformes y al día en los pagos, lo que le quitaba bastante trabajo. Solo una condición le ofuscaba, y era el empeño por mantener el papel pintado de las paredes y el ascensor, casi un prototipo, que había que reparar cada veintiún días con precisión suiza y para el que cada vez costaba más encontrar mecánico.

El retrato del edificio lo completaba una imprenta que olía a aceite de engrasar y a tinta vieja, muy acorde con el resto del inmueble, y en la que Valentina se sentía como en casa. Los operarios, casi tan antiguos como las máquinas que manejaban, saludaban con cortesía a la singular dama, quizá inspirados por los vapores, por el ruido, o por la limpieza que despedía en un mundo ennegrecido.

Y es que, en su agenda milimétrica, había un espacio, un espacio privilegiado, en el que Valentina acudía con un mandil de hule y el pelo recogido en descuidada trenza, a imprimir sus pensamientos y los de otros a cambio, y este era el secreto, de un exiguo estipendio que pagaba sus pocos caprichos y sus muchos anhelos. Utilizaba para este menester la hora previa al almuerzo de lunes a sábado y el momento en que otros iban a misa los domingos. Allí escondida, entre tipos y manivelas, daba rienda suelta a sus recuerdos, la mayoría inventados, que compartía en la cita semanal de los sábados por la tarde con los miembros de la Romantic Society, que, a pesar de estar sita en Valladolid, en la acera Recoletos, escogió el nombre en inglés por modernidad y desde cuyas ventanas, acorde con su nombre, se veía la arboleda del Campo Grande y, un poco de refilón, la estatua de José Zorrilla, a quien veneraban como a un dios y a los pies de la que colocaban, cada veintiuno de febrero, un poema que escribían entre todos durante la semana anterior.

Conseguían el material para sus veladas en una vieja papelería que hacía esquina con el Pasaje de Dulcinea y que nadie, excepto ellos, sabía encontrar; un agujero de gusano en medio de una ciudad que se alejaba cada vez más de su modernismo impresionante para sucumbir al siglo XXI sin miramientos ni nostalgias.

Nadie sabe cómo, pero se las ingenió para contraer una tuberculosis que derivó pronto en neumonía; durante tres semanas se turnaron para velarla junto a la cama los socios de la Romantic Society y, llegado el triste momento, tal como dejó dispuesto, doña Filomena la vistió con un traje negro de encaje en el cuello, colocó entre sus manos un pañuelo del mismo color y, en un carro tirado por caballos seguido de una comitiva a pie que hizo las delicias de paisanos y turistas, se condujo su féretro al cementerio del Carmen para darle digna sepultura en el Panteón de los Ilustres donde la Dama Singular hace ahora compañía a Delibes, Rosa Chacel y su amado Zorrilla.

DE ÁBRETE SÉSAMO

No todas las puertas tienen mirilla, ni pomo, ni picaporte, ni cerradura. No todas las puertas son visibles, algunas, como la que custodia la barrera del sonido, solo hacen un ruido tremendo; otras se sabe que están ahí por lo que encuentras al otro lado, como las que van de una dimensión a otra; las hay chulas, llenas de colores, como las que hay que traspasar cuando viajas en el tiempo, o la que usas para entrar en el mar, que es tan grande que parece que siempre está abierta.

Hay también puertas más puñeteras, como las de las cuevas con tesoros, que precisan de palabras mágicas para franquearlas, o las que llevan al final de una aventura, que solo pueden abrir los puros de corazón.

Finalmente, están las puertas que nadie diría que son puertas, como la que se encontró Alex el día de su décimo cumpleaños y que, a ojos de cualquier otro, era una simple rendija entre dos piedras enormes. Solo Alex intuyó que aquello era una puerta y solo Alex tenía la capacidad de abrirla, porque era su puerta y de nadie más, así que, después de soplar las velas, comer la tarta y jugar con sus amigos, Alex se colocó frente a las piedras y decidió que era la hora.

Utilizó el “ábrete sésamo” de los cuentos, los “santo y seña” de algún cómic, buscó incluso un interruptor secreto, pero nada. Al final del día, cuando su madre gritó “¡La cena!”, Alex vio que se le acababa el tiempo, porque hemos de decir que aquella puerta, su puerta, solo podía ser abierta el día de su cumpleaños. Hay puertas tan especiales que tienen un único momento para abrirlas.

Alex miró hacia la puerta de su casa, una puerta bastante normal, con pomo, mirilla, cerradura y picaporte, y luego miró a la rendija. ¿Cómo no se le había ocurrido? Era tan sencillo.

Empujó una de las piedras y ésta cedió con un sonido extraño, mientras la rendija se iba haciendo más y más grande.

Solo Alex sabe lo que se veía a través de su puerta, es lo que tienen los pasadizos personales, que lo que hay detrás queda al único alcance del dueño legítimo. Sin embargo, todos nos encontramos alguna vez con una de esas puertas que están destinadas a nosotros en exclusiva, y el secreto, como comprobó Alex, está en empujar un poquito y poner toda nuestra voluntad en abrirlas.

PREGUNTAS A UN DOLMEN OLVIDADO

Cuéntame, piedra sagrada, quién te puso en este sitio, que secretos cobija tu sombra; si acaso te hicieron cosquillas los pelos de la cola de la raposa o te molestan los trinos de las alondras en primavera; si a tu vera se dieron abrazos los enamorados o un druida te honró como sepultura de unas gentes que murieron décadas antes que él. Si el sol entra furtivo dos veces al año por tu puerta, si la luna se fija en tu postura para saber dónde está. Quizá son las estrellas las que influyen en tus grabados o la caza de un ciervo con el que celebraban la llegada de la vida, o su final.

Cuéntame piedra sagrada, si hubo cinco o cien levantándote del suelo, si ellos hicieron música cuando acabaron la tarea, si fueron niños o ancianos los que encomendaron a tu cuidado o dejaron que cuidaras de ti misma, sin más augurio ni señal. Cuánto de lejos estabas del agua, si la encina que tienes al lado tuvo otra madre en el mismo lugar, o si conociste el calor de las hogueras o las ofrendas más allá de las que yo te dejo. Cuánto hace que nadie te honra, si alguien perturbó tu descanso, si te sentiste herida o permaneciste valiente ante su violación, si te gusta que venga a contarte historias y si se parecen a otras que los antiguos te vinieron a contar.

Justo es que me acuses de preguntona, me escuece demasiado la curiosidad, pero te prometo que este salmón de trapo escucha sin orejas, y está deseando que le cuentes qué vieron tus ojos tallados, si es que algo vieron, o escucharon, pues algo has hecho más que estar ahí clavada.

¿Conociste a las hadas? ¿Es ese espino que tienes enfrente la entrada a su casa o quizá solo la guarida de un conejo que huye del eco de los tiros que se oyen a lo lejos? ¿Te visitan las ánimas por el Samaín? ¿Esa flor blanca ahí a tus pies, la cuidas o te da igual? ¿Sientes el aroma de la lavanda que te roza con la brisa que me revuelve el flequillo? ¿Te molesta que deje por escrito lo que me haces pensar?

SIBERIA

SIBERIA

Sabía que un ramo de flores no iba a arreglar nada, con ella un ramo de flores era casi un sacrilegio. Con otras era más fácil: una joya, unas rosas, una canción… pero con ella no, con ella todo era siempre más complicado, aunque también más excitante. Y, quizá por eso, había optado por lo más ordinario, porque era lo menos esperable entre ellos: algo corriente.

Le sudaban las manos, el papel de seda con el que habían envuelto el ramo se deshacía con la humedad de los tallos y por momentos temió que sus palmas se hubieran teñido de color morado. Volvió a mirar las flores. Llamó al timbre y agachó la cabeza.

¿Cuál era el protocolo a seguir para la entrega de semejante pipa de la paz?

En cualquier caso, a ella no podría engañarla, no en eso, al menos. Le conocía demasiado bien; tan bien como para saber que él ya estaba pensando en otra antes que él mismo se replanteara sus sentimientos. Y, sin embargo, por muy lejos que se sintieran desde hacía tiempo, no debió dejarla marchar sin una explicación, sin una disculpa, sin un “te quiero, pero ya sabes…”

Creyó escuchar su respiración al otro lado de la puerta y le empezaron a temblar las rodillas. Ella abriría con naturalidad y él se sentiría desarmado porque ella nunca mereció nada más que respeto y él, precisamente él, le había faltado a tal.

El picaporte tardó una eternidad en girar, la puerta se demoró un siglo en separarse del marco y la oscuridad le atrapó el aliento.

Ella frente a él con los ojos hinchados de llorar, el pelo enmarañado en una coleta que se había rehecho varias veces sin ser peinada, los surcos de las lágrimas descendiendo por sus mejillas.

A él se le cayeron al suelo las flores y el alma al mismo tiempo y estuvo tentado de ponerse de rodillas para pedir perdón mil veces, de ofrecer su vida en sacrificio por un dolor que había subestimado. Ella, la dueña de su destino, impertérrita en lo alto de su montaña, calma después de la tormenta, huracán justificado, río desbordado, era ahora poco más que los despojos de un gigante, el junco que se quiebra con el viento, la última hoja que se desprende al comenzar el invierno.

Ella recuperando su dignidad, barriendo sus pedazos bajo la alfombra, le invitó a entrar.

—Dime al menos que las flores son para mí— le dijo, y dibujó una sonrisa que no combinaba con la desolación de su rostro.

—Tenía miedo de que no las quisieras.

Y le parecían pequeño pago para una diosa derribada de su altar a golpes.

—Son preciosas.

Ella y su condescendencia, su no querer herirle. Él deseando sacrificar un toro blanco para honrarla, encender todos los altares del mundo en su memoria, ofrecerse a lo más profundo de un volcán; tentado de poner en sus manos un cuchillo y dejar que le arrancara el corazón y que lo pusiera en la repisa, aún palpitante, junto al ramo de flores, el papel de seda desteñido, la última foto juntos, la primera carta de amor.

—Lo siento— masculló él.

—¿El qué?

—Todo.

—¿Todo?

¿El primer beso, la última caricia, los “te amo”, las batallas bajo las sábanas, los versos dedicados, los regalos, los minutos, las ausencias, las excusas?

—Todo.

Ella rio con una risa falta de desespero, de locura, más serena que nunca; rio a carcajadas y desapareció por la puerta de la habitación seguida por el eco de su risa. Regresó en un momento con el pelo recogido en una trenza, con la cara lavada, los ojos brillantes, revestida de misericordia; ave fénix resurgida de unas brasas que él no era capaz de apagar; primer brote entre la nieve, rayo de luz entre las nubes, ángel redentor, jinete del Apocalipsis, lobo desatado, enorme serpiente capaz de engullir el sol.

—Todo es demasiado para lamentarse.

Y él se sintió minúsculo, grillo en medio de una noche eterna que canta a una estrella perdida en el infinito. Sintió la tentación de acariciarla, de iniciar un águila de sangre por la traición perpetrada, de pasar por doce pruebas, de coger el barco hacia Ítaca por ella; cualquier cosa menos la culpa, cualquier palabra menos su perdón.

Le tomó de la mano y le dijo: «Vámonos».

Y se dejó arrastrar como tantas otras veces, dispuesto a seguirla hasta el último confín del mundo conocido, más allá de las constelaciones, al Hades mismo si con ello regresaban su mirada tierna y su pecho abierto; si podía hacer de su sonrisa algo perpetuo.

Comenzó a verse héroe redimido que vuelve con todos los tesoros para alcanzar la honra de su mano, de sus labios, de su amor inquebrantable, pero ella, Medusa desairada, Maeve traicionada, Freya imperturbable, lo condujo al lugar donde se conocieron y allí lo abandonó a su suerte rodeado de todas las ánimas condenadas, de licántropos, vampiros y habitantes de la laguna Estigia para que dispusieran de su alma.

DAR (K) NIGHT

Entre tanta luz, la oscuridad de aquel joven era magnética, a pesar de la muchedumbre que les rodeaba parecía que el mundo había encontrado su eje en la escultura que formaban él y su víctima, si es que se podía calificar como tal, y cualquier cosa que giraba alrededor se veía influida por su campo gravitacional, acelerando conforme uno se alejaba de ellos.

«Es un último paso» murmuraba el joven indolente a la vez que acercaba su hermoso rostro al del otro.

Una paz inundaba a los testigos más directos mientras el resto continuaba en una fiesta que daba a la escena un aspecto aún más grotesco.

Los ecos de una orgía invadían el espacio sacralizado por el ritual, como sacados de un infierno de Dante en el que no había penitencia sino regocijo.

Ella los contemplaba entre asombrada y consciente, sin poder explicar a ciencia cierta si comprendía o no lo que estaba presenciando. Su mente vagaba entre los conocimientos adquiridos durante años de estudio, buscando la identidad de aquel demonio. Sus poderes eran tan universales, había tantos candidatos que encajaban con su esencia.. Sin embargo, la quietud, la paz que desprendía, que justificaba sus actos, la tenían desconcertada. No era maldad lo que le empujaba a aquello, era su oficio, su fin último, su destino inexorable, y todos los que allí había eran conscientes de ello, no por irremediable sino por necesario.

Una luz oscura se apoderó del rostro del joven, una luz que iba avanzando desde sus labios hacia sus mejillas y sus sienes hasta invadir sus ojos que se tornaron negros y brillantes como dos perfectas esferas de carbón, fue entonces cuando la víctima abrió los suyos, convertidos en dos bolas blancas ausentes de iris o pupilas pero llenas de vida, ansiosas por el momento final, por el clímax de aquel rito al que se sabía predestinado.

Los ecos orgiásticos cesaron, el mundo entero se paró en el suspiro último, vibrando en torno a la gótica pareja como una energía contenida incapaz de escapar y, de repente, la nada más absoluta, sin aire, sonido o luz. Una nada respirable, embaucadora, con un aroma sin perfume; una nada que llenaba cada rincón, no de la estancia, sino de cada uno de los testigos, para que nunca pudieran olvidar.

PAULA QUE TODO LO LEE

En sus estanterías hay una amalgama increíble de géneros y épocas. Es difícil mantener un orden lógico cuando tu biblioteca la habitan cantares de juglaría y lo último de Eduardo Mendoza.

«Ayer estaba aburrida y me puse a leer unas jarchas medievales.» «El sábado pasé la tarde leyendo a Chéjov.» «Tengo un amigo que ha escrito un libro inspirado en la licuefacción sísmica de Port Royal. Me ha gustado.» «Me encontré unos poemas del siglo XIV en una librería de viejo cuando estaba de vacaciones.»

Y, cuando se aburre de esto, estudia leyes, para desintoxicar. Lo mismo se pone con el RD 1/2015 que le echa un ojo, por curiosidad, a la Ley de Propiedad Horizontal.

Sus amigos encontramos adorable su amor por las letras, aunque se le esté yendo de las manos. En secreto, y con cariño, la llamamos “Paula la que todo lo lee”.

La semana pasada quedé con ella, me contó sus últimas adquisiciones. Reconozco que me da envidia, y un poco de vergüenza, que ella lea tanto, y tan variado, y yo tan poco en comparación, aunque dudo que haya en el planeta alguien que lea lo que Paula lee.

Luego me contó que unos pajaritos han decidido convertir en corrala de vecinos el biombo de la persiana de su habitación; para echarlos, ha probado con el sonido de un halcón, con Bach y con golpes de palo de escoba, pero nada, ahí siguen, cada vez más a gusto y cada vez más ruidosos.

Así que ayer, dispuesta a echarle una mano, y de paso contribuir a la extensión de su biblioteca, le he comprado un tratado de ornitología, para que se entretenga cuando se canse de jarchas y leyes.

EL CABALLERO BURLADO

Bajóse del caballo y brillaron las espuelas al chocar con el suelo. Se acercó a la niña que le seguía unos pasos por detrás, el pelo dorado en larga trenza y coronado de flores. En las mejillas el rubor de la adolescencia y en sus ojos una malicia titilando entre las pestañas, engrandecido por el asomar de sus dientes como perlas entre la rosa de sus labios.

—Te amo, niña preciosa, pero miedo tengo de la maldición que me llevas.

—Demonios peores que una pobre muchacha habrás conocido.

—Caballeros sanguinarios he vencido. Jamás me di por rendido en combate hasta hoy, que me desarman tus desvelos.

Algo había en sus susurros, en el lánguido caer de sus párpados que le impulsaba a besarla, pero no podía. Le temblaban las rodillas ante la visión de sus huesos hechos cenizas en medio del camino. Su madre le había advertido sobre el peligro de la belleza inocente y la niña no había mentido sobre su condena, pero era tan bonita. El caballo resopló sacándolo del embrujo de sus brazos desnudos y de la promesa de amor y dicha que emanaba de su cuello.

—No podría tenerte aunque quisiera, pues he de desposarme con la princesa de Francia de aquí a tres días.

—Déjame pues, ¿qué voy a poder darte yo, pobre como una avellana, que no pueda darte ella multiplicado por mil, salvo desgracias?

—Con ella me casaré, pero mi corazón será siempre tuyo.

Volvió a subirse a la montura y arrancó unos pasos por delante de la niña. Notaba en la nuca sus ojos azules, el aroma de su vestido, le susurraban sus pies acariciando el suelo.

A las puertas de París, volvió a bajar de la montura y descubrió que ella reía; de su rostro había desaparecido la inocencia y todo él reflejaba ahora enojo y malicia.

—Tonto caballero. Yo soy la princesa que habrías de desposar en tres días de haberme dado una oportunidad de amarte, pero la princesa de París no se casa con cobardes que se asustan de maldiciones escupidas sobre muchachitas hermosas.

Basado en el Romance de El caballero burlado.

EL SABOR DE LAS NUBES

Cuento en colaboración con Teo Marcos Losa, experto en cócteles en el Gastrobar Los Álamos de Peñaranda de Bracamonte, y mejor persona.

Esta es una historia que le oí a un músico ambulante sobre algo extraordinario que sucedió en un pueblo cercano, (claro, que puede que no fuera en un pueblo tan cercano, y, ahora que lo pienso, creo que tampoco se la oí a un músico ambulante, puede que me la contara un maquinista de tren, que a su vez la oyó en una cantina y que el pueblo no estuviera ni en España, vaya usted a saber), el caso es que voy a contárosla como me la contaron a mí y como yo se la conté a mi amigo Teo un día a la sombra de unos álamos.

Mi amigo Teo, (que lo mismo no es solo mi amigo, puede que también sea mi primo lejano), quedó tan fascinado con ella, que decidió obrar su magia y el resultado lo veréis al final del cuento.

Fue en una mañana de mediados de noviembre que se formaron en el cielo unas nubes de tormenta, al principio grises y luego negras como boca de lobo, precedidas por un viento que agitaba las copas de los árboles y arrancaba las últimas hojas. Los caballos y las vacas barruntaron la lluvia antes que nadie, como suele suceder, y se protegieron de la mejor manera para aguantar el chaparrón, también lo hicieron las gentes del pueblo, de modo que, cuando el aire empezó a amainar, no quedaba nadie en las calles, bueno, puede que nadie no, porque si no esta historia habría permanecido escondida de la voz de los hombres para siempre. Digamos que quedó un joven pastor bajo el techo de una cabaña y que desde allí vio lo que os cuento.

Después de que las nubes se volvieran más oscuras que la noche misma, salió un arcoíris brillante como no se había visto otro en siglos y sucedió que, al tocarlo, las nubes fueron cambiando su color. La que rozó el rojo, se tiñó de rojo; de naranja, la que tocó el naranja; y lo mismo pasó con cada una de las que tocaron el amarillo, el verde, los dos azules y el violeta. Podéis imaginar el espectáculo de un cielo vestido de esta guisa, lástima que nuestro pastor no tuviera una cámara a mano, porque entonces no existía la fotografía y mucho menos los móviles.

Un trueno tremendo, de esos que parecen terremotos, hizo temblar todo en muchos kilómetros a la redonda y, cuando las cosas por fin se quedaron quietas, empezó a llover.

Cerca de la cabaña donde se refugió el pastor había un campo de maíz con sus mazorcas ya maduras a punto de ser recogidas y la lluvia de colores cayó allí, solo allí y, conforme la lluvia mojaba el campo, las plantas se fueron tiñendo del color que las tocaba (menos mal que solo pasó con el maíz, imaginad por un momento, que lo mismo hubiera sucedido con las ovejas).

Como cualquier tormenta, descargó con todas sus ganas en unos minutos, luego el sol se fue abriendo camino y empezó a hacer mucho calor, tanto calor, que las mazorcas que estaban en las lindes del campo estallaron en pequeñas nubes de un olorcillo delicioso que atrajo al pastor hasta ellas.

Ya habréis adivinado que eran palomitas y, si que salgan las palomitas directamente en el campo ya es algo nunca visto, imaginad la sorpresa del muchacho al notar que cada una sabía diferente dependiendo de la tonalidad que la adornaba. Así, las que tiraban a rojo, sabían a granadina; las que parecían más amarillas, a piña; las verdes, a maracuyá; las violetas, a fruto de la pasión; las naranjas, obviamente, a naranja; las azul oscuro, no preguntéis por qué, sabían a coco; y las de azul clarito… Bueno, esas no sabían a nada, pero estaban como congeladas.

El pastor corrió al pueblo a contar lo que había visto y todos los vecinos se apresuraron a comprobar que era cierto. Menuda fiesta montaron con la cosecha, estuvieron días comiendo de aquellos frutos bautizados por el arcoíris, hicieron tortas de maíz, copos de maíz, maíz dulce y todo lo que se os ocurra que se pueda hacer con maíz.

Aquel milagro nunca más volvió a repetirse y, en ese pueblo, y en los de alrededor, todavía cuentan con tristeza la historia del día que el cielo se tiñó de colores y llovieron sabores sobre un campo de maíz.

Cuando le conté esta historia a mi amigo Teo, él me dijo: “Yo puedo hacer una bebida que sepa igual que aquel campo.”

Todavía no os he dicho que mi amigo Teo, entre otras cosas, es muy hábil en eso de mezclar sabores en una coctelera, y días después me regaló esta receta que ahora compartimos con vosotros.

RECETA DEL CÓCTEL POP-CORN (de Teo Marcos Losa)

1 onza de zumo de la Pasión

1 onza de zumo de naranja y maracuyá

1 onza de zumo de piña y coco

1 golpe de sirope de palomitas de maíz

1 golpe de granadina.

Elaboración:

Introducimos todos los ingredientes en una coctelera, echamos hielo macizo, cerramos nuestra coctelera y la agitamos enérgicamente durante 25 segundos.

Depositamos la mezcla en un vaso, metemos ese vaso en una cajita decorada y lo terminamos con unas palomitas de maíz.

TÚ Y YO

A veces se me olvida que tienes la capacidad de cambiar de forma en mis sueños, que tus ojos unas noches son verdes y otras se agazapan en la oscuridad de las avellanas maduras; que mutas tu tamaño, tu aspecto; que puedes ser travieso e intrincado, valiente guerrero, sabio de mil años, pero nunca cambias tu manera de mirarme, de decirme, de llamarme a tu lado.

Y a veces, la mayoría, se me olvida lo que quieres decir y no reacciono, porque yo también sé cambiar de papel, y de ojos, y de forma; puedo ser nube bravía y ola serena, aguerrida heroína de un cuento por terminar, o hechicera.

Mira que me gusta cuando me sueño hechicera y tú vienes y me preguntas, y yo, a pesar de toda mi magia, no tengo respuestas; la bruja más ingenua, que puede convocar tormentas y hacer alzarse los mares y abrir en dos la tierra; y, sin embargo, no logro ver tus ojos, y tus palabras, y tu decir mi nombre, dulce pensamiento que se te escapa de los labios. Y toco tu hombro, acerco mi boca para oír con el aliento; tú insistes, sueltas tus armas, y el ruido me sobresalta.

Nada prepara a una hechicera para el sonido de una espada contra el suelo.

Me dices, creo que lo oigo en el fondo de mi garganta, que tienes miedo de las hadas, aunque yo nunca me sueño con alas de mariposa.

Entonces te descubres el pecho y es en ese instante, de ojos oscuros como avellanas maduras, que me noto fluir salmón en tu mirada, ora yegua, ora loba herida, ora jabalí blanco, cisne que escapa de un mal viento. Me susurras y yo me pierdo, porque sigo sin entender que las malvas no siempre cubren a los muertos; a veces, las más de las veces, son solo malvas.