DIARIO

Con el amanecer, cuando el ruido de los coches todavía no había eclipsado el canto de cortejo de los pájaros, todo permanecía cubierto de un dorado amoroso y el aire era más aire, limpio y vigorizante, sin el picor hiriente que emanaba de los tubos de escape y las chimeneas; en ese instante en que el mundo daba la sensación de ser todavía un niño en pañales, primitivo y virgen, respiró profundo despidiéndose del brillo de la luna para dar la bienvenida a un nuevo día y su corazón se inundó de versos de poeta sin pluma con la que escribir, anclada a una rutina que nada tenía de romanticismo, que no entendía de almas suspirantes ante el espectáculo de la primavera abriéndose paso.

A media mañana, el descanso en su trabajo, repetitivo como el tic-tac del reloj, la arrastró hasta una cafetería llena de vida escurriéndose por los bordes de las tazas, y deseó convertirse en cineasta que contara, en 8 milímetros, las historias de cada vecino de mesa: la de los abuelos que sacaron a los niños del colegio, la embarazada que recibió buenas noticias del médico, los compañeros que debatían sobre los pormenores del fin de semana y la muchacha que leía, apartada de todo lo demás, dando breves sorbos a un vaso de zumo sin despegar la vista de las letras. La del camarero que, envuelto en el halo de vapor de la cafetera y bayeta en mano, con su labor inherente de psicólogo, escuchaba al anciano que daba señas del finado de turno por el que las campanas sonaban y que veía inevitable el canto del metal por su persona, a lo que el barman siempre respondía con una sonrisa y el halagador «Estás hecho un chaval, Manolo.»

Al salir, se vio sorprendida por la lluvia, persistente y fresca, que inundaba los recovecos. Se vio impulsada a retratar con acuarelas el reflejo de las luces, de las hojas, de los zapatos. La paz infinita que despedía el romper de las gotas en los charcos, los círculos concéntricos que intentaban hipnotizar con su dibujo a los que se pararon a contemplarlos, recordaban el verano, las olas en las calas y los barquitos de pesca volviendo a puerto.

El paseo de la tarde con el perro, perdida por los caminos entre lomas pardas de invierno, futuros trigales y campos de amapolas, con el olor a tierra mojada, la serenidad siniestra del barro, el brotar de los tréboles en las cunetas y la firmeza crujiente del suelo bajo sus botas, la inspiraron para hacerse fotógrafa capaz de inmortalizar los surcos hirientes del arado; o bailarina que homenajeara a la vida sobre las puntas de los dedos de los pies.

Pero fue al calor de la hoguera, con el brillo de las llamas y su ritmo embriagador, con la danza anaranjada y el chisporroteo sorpresivo, el que la llevó a tocar la guitarra y componer una balada dedicada al estar en casa después de la rutina, a la historia de los amantes del libro de la chica del bar, refugiados de la lluvia que golpeaba los cristales, enamorados del fuego, desnudos a su calor. Con las espaldas sobre un suelo que reclamaba el tributo a la fertilidad.

LA PIEL ANTES DEL TORO

Tenía la piel sembrada de pinares, robledos y humedales, allí donde posaba su sombra, crecían los nícalos, las jaras, los romeros y, de cuando en cuando, praderas verdes de rocío con salpicaduras de amapolas color sangre.

No era el suyo un cuerpo perfecto, como tampoco su nombre, que era distinto así fuera su cara de encina o cerezo, de sabina o junco ribereño. Tenía veredas hechas por el tiempo y la impaciencia de los ríos, como arrugas hartas de sonreír. En sus crestas peladas de roca dura, trepaban las cabras, anidaban los buitres y crecía algún que otro líquen, capaz de aferrarse a casi cualquier lugar.

En los valles, los ciervos bramaban el acoso de los lobos, y los conejos servían de entretenimiento y lección a los cachorros de zorros y linces.

La primavera despertaba igual a margaritas y osos pardos. En su pelo, anidaban las cigüeñas, y los patos graznaban sus mil nombres de sur a norte cuando viajaban desde África a París.

En las riberas, nutrias y visones pescaban sin descanso truchas, salmones y percas. Algún cangrejo asomaba las pinzas entre las ondas y las libélulas enamoraban al verano con sus vuelos.

En sus costas acariciadas por mares embravecidos, soportaban las embestidas percebes y mejillones, mientras las gaviotas reclamaban como propio todo lo que las playas devolvían del mar.

Después, para su desgracia, comenzó el gobierno de los hombres, que se unieron al acoso de los lobos, a las faenas de las nutrias, al acecho de las águilas y los milanos. Pero todavía eran gentiles, llevaban a pastar vacas y mulas para que le limpiaran la piel de las brozas amarilleadas por los soles de agosto.

Se fueron los lobos y los osos; los buitres empezaron a tener miedo de bajar a los valles y algunos de sus vecinos desaparecieron para siempre. Y ella, tan triste, no tenía lágrimas para llorar; es lo malo de ser tierra cada vez más baldía, que ni las nubes se acercan a dar consuelo.

Más tarde el asma la llenó de quejidos broncos con el humo de las fábricas y los tubos de escape, y los pocos que la seguían mirando con ojos enamorados sucumbían con ella al desaliento.

Luego llegaron los veranos sombríos de humo y fuego, que la convirtieron en una piel de toro a medio curtir de negra que se volvía.

De ser musa, ninfa y diosa, se fue quedando en simple suelo.

Perdió la esperanza de los brotes, el eco de los trinos, el amor por sí misma, y un día, entre tanto oscuro y huida desesperada, amaneció una gente que la volvió a amar, que no cedían al duelo, y le limpiaban las veredas; le sembraron esperanza en forma de corazones verdes, latentes, aún en medio del asfalto. Y el aullido regresó, y las aves sin sombra siguieron con su quehacer limpiando el mundo de enfermedad y muerte, y ella les devolvió los árboles, y el rumor de las riberas, los humedales y su sombra amable.