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DE SER ESCRITOR
Ser escritor es tener más cuadernos que ideas para llenarlos; más libros que tiempo para leerlos; más tazas que días para usarlas y luego volverte loco buscando un bolígrafo, un marcapáginas o una bolsita de té.
DIAGNÓSTICO: SINIESTRO TOTAL
—Venga, Paula, dame algo bueno del cadáver que hemos encontrado en la tumba abierta. El Inspector Jefe me tiene cogido de los huevos, como si fuera poco tener que trabajar en Nochevieja.
—Cadáver sin identificar número 534. Hora de la muerte: sin concluir.
—¡No me jodas!
—Y ¿qué querías, si me traes un amasijo de carne? Aplastamiento torácico y abdominal con objeto grande, pesado y de superficie plana. Fractura abierta de ambos fémures. La parte inferior de las piernas y la cabeza quedaron fuera. ¿Dónde está el hígado? Vaya usted a saber, seguramente hecho foie en alguna parte.
—Vale, vale. Entonces murió aplastado.
—No exactamente. Degollamiento con objeto afilado sin evidencias de empuñadura. Marcas de estrangulamiento sobre la zona cercenada del cuello. Tenía adheridas fibras negras y brillantes de algodón. Marcas de ligaduras postmortem bajo la zona cercenada del cuello. Se extraen fibras de nailon rosa. Todas están en laboratorio para su análisis. Heridas en frente y parietales. Forma de zapato. Masculino. Diría que un 40 o 41. Suela lisa con remaches en puntera y talón.
—¿Claqué, danzas irlandesas?
—A saber. En brazos y muslos falta la capa externa de la dermis. Desollamiento con instrumento tosco y romo, pero delgado. Una chapuza.
—Por Dios, ¿también?
—También. Cavidad bucal obstruida por cinta de casete. Partículas de hierro y cromo adheridas. Imposible determinar autor o género musical.
—¿De dónde las habrán sacado a estas alturas?
—Todavía hay algunas pululando por las gasolineras, y todas igual de cutres. Herida inciso-contusa en parte posterior de la cabeza y lesión similar en el pecho que atraviesa costillas a la altura del corazón. De ahí hemos sacado parte del mástil y las clavijas de una Fender eléctrica.
—¡Coño! ¿De una Fender? Eso tuvo que ser lo que lo mató.
—Si tú lo dices. Yo no podría confirmar el arma homicida, todas las lesiones son mortales de necesidad. Creo que tiene que ver con las cintas.
—No me extrañaría; si se parece a mi vecino, que tiene un gusto horrible y se dedica a pregonarlo. A veces me dan ganas de matarlo, pero esto me da que se excede un poco.
—Depende de lo que te obligue a escuchar. Si me cascan reaggeton a todo meter, me da igual la hora del día, lo de este pobre me parece poco.
—Vale, vale, entendido. No vuelvo a ponerlo en el coche. ¿Diagnóstico?
—Siniestro total.
Basado en “Bailaré sobre tu tumba” de Siniestro Total.
LA NOCHE EN QUE LA CASA QUISO SALIR CORRIENDO (ejercicio de intriga)
Primero se oyó el rasgar de una teja que caía a lo largo de la fachada y luego la casa empezó a temblar. El matrimonio dejó sus lecturas y salió al pasillo. Desde allí se oía el crujido de las hojas que el viento estrujaba contra los canalones, el repiqueteo de una contraventana en el dormitorio principal y un goteo leve pero constante en el grifo del patio; aunque por la ventana se veían los árboles quietos, la casa seguía temblando.
Entonces, sobre el tronco de la chimenea, cayó un ladrillo y después otro, y otro más. Se combaron los estantes que había a los lados, una avalancha de libros se precipitó cuando los basares quebraron por la presión. La loza de la alacena acompasaba su tintineo con el grifo del patio, con la contraventana del piso superior, y la casa temblaba.
Hubo un silencio denso, palpable; un estallido bronco que resonó por todas las cañerías.
La casa tosió cenizas y el esqueleto de un pájaro sin dejar de temblar.
El salón se llenó de hollín y pedacitos de cemento.
Por último, a través de la chimenea, entró la luna y apagó el fuego.
DE IRREVERENCIAS
COSAS QUE PUEDEN PASAR UN DOMINGO II
Como si de una plaga de langostas se tratara, una avalancha de científicos se instaló en el único hostal del pueblo.
Unos meses antes, un turista había grabado un vídeo que se hizo viral, y así se propagó la noticia de que, en Villalugos, los vecinos nadaban por las calles dando brazadas en el aire, y esto era así salvo cuando tenían que cargar con cosas, que recurrían a carros pequeños tirados por palomas a las que indicaban el camino tirando al suelo miguitas de pan.
EL CLUB DE LAS MEDIAS SONRISAS
En el Club de las medias sonrisas hay miradas cómplices, besos furtivos almacenados en tarritos de cristal y tapetes de ganchillo en los respaldos de los sofás; los retratos de sus miembros (pasados y presentes) a contraluz, un grifo que gotea y unas cortinas de macramé; un portero sin guantes ni elegancia y un libro de visitas; una colección de ramos de novia desecados y de puntas de corbata de recién casado; hay también un pozo seco con las cartas de amor no correspondido y todos los domingos sirven pastas con el té.
En el Club de las medias sonrisas hay murmullos de “tequieros” que nunca se dicen del todo y de suspiros de primer beso entre dos enamorados; hay una banda de jazz todos los jueves y, una vez al mes, se hace limpieza general.
LOS INSTANTES PREVIOS AL FIN DEL MUNDO
El camión que iba delante de él encendió los cuatro intermitentes y redujo la velocidad, en el carril de al lado, una furgoneta de reparto hizo lo mismo; pocos metros más adelante el tráfico se detuvo por completo. Pasaron los primeros quince minutos y lo único que se había movido era el halcón que planeaba sobre la mediana buscando un ratón entre las adelfas.
Durante el siguiente cuarto de hora los motores fueron apagándose para no elevar más la temperatura de por sí difícil de soportar incluso para una tarde de mediados de mayo.
Pasó una hora completa sin que hubiera visos de que el parón tuviera un final cercano y sin que la guardia, una ambulancia o una grúa hicieran acto de presencia. Los pasajeros de los coches que iban sentido sur se dieron cuenta de que ya hacía rato que no circulaba ninguno dirección norte.
¿Qué podía haber pasado que obligara a cortar los cuatro carriles de una autopista?
Algún conductor decidió poner la radio, aún a riesgo de quedarse sin batería, por si en las noticias decían algo sobre la causa de la interrupción del tráfico. No sin trabajo, pues un ruido estático emanaba de los altavoces moviera hacia donde moviera el dial, sintonizó una cadena local que advertía (a buenas horas) que desde la una del mediodía se recomendaba no circular por la Z-32 debido al vuelco de un camión; sin embargo no se habían habilitado vías alternativas ni se había restringido el acceso a la misma, por lo que los carriles de incorporación y las carreteras secundarias de entrada estaban saturadas y los mismos vehículos que intentaban entrar en la autopista habían terminado por taponar las salidas.
El conductor miró por el retrovisor y comprobó que, efectivamente, el puente que servía para hacer el cambio de sentido estaba lleno de coches, en concreto: un camión naranja, tres furgonetas blancas (dos de ellas rotuladas) intercaladas con un par de turismos, uno azul y otro verde lima y, justo en medio de todos, un coche de la Guardia de Tráfico que, a pesar de su autoridad, tenía las mismas probabilidades de moverse que el resto, todos ellos parte de un arcoíris que se envolvía a sí mismo en una nube de humo negruzco.
La locutora continuó hablando de una reunión de urgencia en la Universidad de Pelogordo donde el Departamento de Física trazaba un plan para devolver la normalidad a la vía a la mayor brevedad.
A pesar de que podía resultar extraño que fuera ese departamento y no el de Ingeniería de caminos el que tomara las riendas del asunto, la mayoría de los atascados habría dado por buena cualquier intervención por tal de salir de allí, incluso la de un santo dedicado a la protección de los viajeros; de hecho, cuando se cumplía la hora siete desde el inicio del atasco, hubo una espontánea y masiva petición a San Bartolito de Aquitania, patrón de los arrieros, que incluyó una oración, diez plegarias, dos rosarios y tres letanías.
Su efectividad se demostró nula al cumplirse la hora novena sin que nadie hubiera avanzado medio centímetro.
Se hizo de noche y optaron por turnarse para encender las luces por tramos. A lo lejos se intuía un resplandor verde que emanaba de la propia carretera y que nadie fue capaz de entender como el origen de todo aquel caos automovilístico. Sin embargo, el departamento de Física vigilaba aquel resplandor con imágenes por satélite combinadas con las que les cedía el centro de control de tráfico.
—El tono verdoso es mejor señal que el azulado —decía el doctor Mariano Telón, experto en la fusión de partículas.
—¿Qué vendría después del azulado? —preguntó con preocupación extrema el Delegado del Gobierno.
—Después del azulado… La nada —respondió Telón sin inmutarse.
El camión que estaba al principio del atasco se comunicó por radio con los demás vehículos de gran tonelaje atrapados.
—Parece que esto se mueve. Cambio.
—¿Salimos por fin? Cambio.
—No, que el camión cisterna que volcó se mueve y el suelo está temblando. Cambio y corto.
Se movía, pero no del modo en que todos los conductores y pasajeros querían; tampoco de un modo, digamos, natural para un objeto tan grande sobre una superficie sólida, y, desde luego, no de la forma en que el Delegado del Gobierno hubiera querido o el señor Telón hubiera preferido; de hecho, se movía de la peor de las maneras a juicio de cualquiera en el departamento de Física de la universidad de Pelogordo y, ya puestos, de cualquier universidad del mundo, porque comenzó a moverse como el segundero de un reloj analógico emitiendo primero un chirrido propio de la fricción del aluminio contra el asfalto que, tan pronto cogió fluidez en la rotación, se fue apagando en proporción inversa a la velocidad del giro hasta que, con un destello azul oscuro, el camión cisterna desapareció. Tras él fueron las balizas que habían mantenido el tráfico a una distancia que ahora se demostraba menos prudencial de lo esperado, y las adelfas de la mediana y los quitamiedos.
—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —preguntó el Delegado preocupado por las imágenes que llegaban y que, si bien tenían la calidad de las cámaras de vigilancia de un aparcamiento de gasolinera, no necesitaban la alta definición para dar testimonio de la gravedad del asunto.
—¿Ahora? Esperar —respondió Telón.
—¿Esperar? ¿Esperar a qué? —volvió a preguntar el Delegado en un gallo propio de un adolescente dando sus primeros pasos hacia la voz adulta.
—A ver qué pasa después —Telón se encogió de hombros.
Uno de los adjuntos del departamento, claramente más empático que su director, ofreció al Delegado una tila e intentó tranquilizarlo explicando que habían avisado al Colisionador de Hadrones Europeo para que les ayudaran con el suceso; el hombre pareció contentarse con eso y el adjunto agradeció que no pidiera más explicaciones porque en Suiza, en realidad, estaban simulando con una maqueta a escala cómo de grande podía llegar a ser el vórtice cuántico que ya había empezado a engullir lo que le rodeaba y trataban, sin éxito, de encontrar una forma de bloquearlo.
Entre tanto, el primer camionero dejó de responder a las solicitudes por radio de sus compañeros, y después el segundo, el tercero…
Los demás vehículos dejaron de preocuparse cuando pudieron ver el gran agujero ausente de luz que se abría ante ellos y que se tragaba todo lo que les separaba de él.
Varios conductores se santiguaron cuando el campanario de la iglesia de un pueblo cercano se hundió entre aquellas fauces sin dientes seguido de las tumbas del cementerio cuyo último cadáver desapareció con una mano en alto como un ahogado en medio de un mal remolino; luego les tocó el turno a la estación de ferrocarril, las ovejas, el cerro, unas ruinas romanas, la puerta de la muralla de Pelogordo y la muralla en sí, y más coches, aceras, una mercería que sucumbió rendida con el ondear de unas bragas blancas de cintura alta tamaño XXL.
El aparcamiento de bicicletas del campus universitario fue lo siguiente y, poco más tarde, el mobiliario del departamento de Física y el de Ingeniería de caminos, el Delegado del Gobierno, la provincia, la Comunidad Autónoma, el país y los países limítrofes en orden estricto hasta que empezó a tragarse el CERN suizo con todos sus científicos, que quedaron sorprendidos al ver a Mariano Telón anclado mágicamente en el horizonte de sucesos tomando nota pormenorizada de lo que acontecía.
Se tragó océanos, la luna, los satélites meteorológicos y de telecomunicaciones, la Estación Espacial Internacional…
Bajo el leve fulgor de mil estrellas lejanas, el sol también desapareció en aquel pozo sin fondo.
El físico hizo la última anotación en su cuaderno: “Esto es lo que sucede cuando se derrama el contenido de un camión lleno de hadrones”.
Y, un segundo después, el agujero negro engulló a Mariano Telón.
DE NÚMEROS DE CIRCO III
Día 1: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de impulsarse sin artificios ni artilugios fuera de la carpa.»
Día 2: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de impulsarse con los mínimos artificios fuera de la carpa.»
Día 3: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, disparada fuera de la carpa con el cañón más pequeño del mundo.»
Día 4: «Vean, admiren, asómbrense con la pulga bala, capaz de romperse todos los huesos sin tener ninguno.»
DE CÓMO CONOCÍ A MI MUSO
Rompió el ajetreo de la mañana un zumbido ligero que ahora se posaba cerca de mi oído izquierdo, ahora cerca del derecho; que revolvía los pelos sueltos de mi coleta. Noté un peso pequeño, muy pequeño, sobre un hombro; pero mi trabajo anodino requiere concentración, no me permite lujos como prestar atención a esas cosas. El zumbido se volvió furioso, removió con rudeza mi coleta y se marchó tal y como había venido.
Me estaba despertando de la siesta, y regresó casi dulce cántico que, juraría, se hacía eco de mi nombre. Como aún tenía los párpados cerrados, convino en que sería mejor dejarme por el momento y se marchó tan rápido como había llegado.
A media tarde, mientras me deleitaba con unos albaricoques fresquitos y jugosos, otra vez vino el zumbido, como multiplicado, y fue entonces cuando no solo oí mi nombre con nitidez, sino también un sollozo, una queja, un reproche.
«Si es que así no hay manera.» Decía una diminuta voz.
A esa diminuta voz se le sumaron otras que sonaban a consuelo. Rebusqué en la habitación el origen de aquellos sonidos y, en un rincón, justo entre las partituras, los borradores de los relatos, el mástil de la guitarra y la funda de la lira, había un grupo de seis o siete seres pequeños y brillantes que hacían corro alrededor de uno un poco más grande.
Al darse cuenta de que por fin los veía, se volvieron airados y abrieron el círculo para que pudiera mirar hacia el mayor, que, juraría, crecía por segundos.
«¿Ahora sí?» Me dijo enfadado. «¿Ahora ya me ves?»
No supe qué contestarle. Tenía los ojitos llorosos y negros, como dos bolitas de obsidiana pulida; la nariz chata y unos colmillitos que asomaban graciosos entre los labios, que apenas eran una línea.
«¿Eras tú el de esta mañana?»
«El de esta mañana, el de esta mañana.» Replicó como un niño. «Y el de por la tarde, y el de después de la cena de ayer y el de las cuatro de la madrugada. Es que contigo no hay manera.»
«¿No hay manera de qué?»
«Pues de trabajar.» Respondió otro de los seres, que parecía un garabato de color morado, como un gallifante puesto de perfil.
«Es que luego os venís quejando. Nos echáis la culpa a nosotras…» Añadió otra que enrojecía por segundos.
«Qué fácil culparnos, y lo que pasa es que sois unos vagos, todos.» Sentenció una cuarta con los brazos en jarras; digo yo que serían brazos, porque en realidad eran como vibraciones en el aire.
«Perdón.» Musité sin comprender en qué lío estaba metida.
«Claro. Perdón, perdón. ¡Qué palabra más fácil! Y, mientras, este pobre engordando hasta casi reventar.» Me riñó de nuevo una de ellas señalando a la primera.
«¿Y qué tengo yo que ver con eso?»
Un bufido, juro que sonó como cuando un caballo resopla después de una galopada, se hizo dueño de la habitación y todos aquellos seres se alinearon con cara de pocos amigos hacia mí; todos menos el primero, que seguía mirándome con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.
«Perdón.» Repetí.
«Y otra vez con el perdón. ¡Qué hartura de artistas!» Dijo otra, y las demás asintieron con pesar.
«De verdad que no era mi intención. No sé qué he hecho yo para que engorde. Ni siquiera sé quiénes sois.»
«Lo que nos faltaba.» El garabato morado empezó a caminar en círculos moviendo la cabeza con incredulidad. «Si eso nos pasa por idiotas, toda la vida, milenios, al servicio de estos… de estos…»
«Calma, que te pierdes. Nosotros no usamos ese lenguaje.» Intentó apaciguarlo otra.
«Pues bien que se lo soplaste a la oreja a aquel dramaturgo.»
«Soplamos esas palabras, no las usamos.» Insistió. «Y el tema no era ese.»
Volvieron a mirarme todos directamente con cara de mayor disgusto si cabía.
«¿Así que la señora no sabe quiénes somos?»
«De verdad que no, y lo siento mucho, muchísimo.»
Mi cerebro corría buscando información sobre todos los seres mágicos que conozco, y puedo jactarme de que no son pocos: “¿Leprechauns? No. ¿Hadas, anjanas, mouras…? Tampoco. ¿Diañus burlones? Por las pintas podían ser, pero no habían roto nada todavía. ¿Trasgos? Demasiado grandes. ¿Busgosus? Demasiado pequeños. ¿Caballucos del diablo? Ni iban a lomos de libélulas, ni era la noche de San Juan. Piensa, Rori, piensa.”
Mientras yo cavilaba, ellos parecían entretenidos; leía en sus ojos, en sus sonrisillas burlonas, que veían pasar todas mis opciones como una película y les estaba haciendo gracia. Algunos optaron por sentarse, no sé si para estar más cómodos o porque sabían que iba a tardar un rato en dar con la respuesta.
«Musas, somos musas, so melón.» Dijo finalmente el de los ojitos de obsidiana. «Y yo soy el tuyo, personal e intransferible.»
Mi pensamiento tras la revelación debió de ser la mar de divertido, porque el resto de musas se echó a reír, algunos pateando en el suelo, otros con carcajadas tremendas que hicieron temblar las cuerdas de la guitarra.
«Con buena has ido a dar.» Se burló una.
«¡Callaos ya!» Gritó mi muso. «No es mala gente. Solo que ahora está un poco torpe, eso es todo.» Me disculpó, y yo no supe si agradecerlo o sentirme ofendida.
«Pues con torpes no trabajamos.» Espetó otra.
Yo quería replicarles, pero no tenía intención de darles más comedias por el momento.
«¿Y por qué dicen las demás que es culpa mía que engordes?» Opté por preguntar directamente a mi muso para salir del embrollo.
«Mira esta.» Siguió otra. «Distingue un alicornio de un oricuerno y no conoce el funcionamiento básico de la creación. Pues porque no das palo al agua y él se hincha con cada idea que te quiere proponer y no te dejas, acémila.»
«¡Que basta, he dicho!» Repitió mi muso con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.
Se acercó y levitó hasta mi hombro izquierdo; apartó con cuidado un mechón de pelo y se acomodó entre la clavícula y el cuello.
«En la playa de Esteiro…»
Sonreí, recordaba el momento preciso en que su vocecilla había pronunciado aquellas palabras por primera vez; hacía tanto tiempo, tras unas vacaciones en Galicia. Mi primer poema con apenas nueve años.
«Tenías el pelo más rubio y menos rizado.»
«Sí que es verdad.» Admití. «Te quedó un poema precioso.»
«Me, no: nos. Hemos crecido juntos, y aquel fue el trabajo de dos mocosos, pero ahora… Ahora vamos a trabajar en serio, querida.»

