LA PIEL ANTES DEL TORO

Tenía la piel sembrada de pinares, robledos y humedales, allí donde posaba su sombra, crecían los nícalos, las jaras, los romeros y, de cuando en cuando, praderas verdes de rocío con salpicaduras de amapolas color sangre.

No era el suyo un cuerpo perfecto, como tampoco su nombre, que era distinto así fuera su cara de encina o cerezo, de sabina o junco ribereño. Tenía veredas hechas por el tiempo y la impaciencia de los ríos, como arrugas hartas de sonreír. En sus crestas peladas de roca dura, trepaban las cabras, anidaban los buitres y crecía algún que otro líquen, capaz de aferrarse a casi cualquier lugar.

En los valles, los ciervos bramaban el acoso de los lobos, y los conejos servían de entretenimiento y lección a los cachorros de zorros y linces.

La primavera despertaba igual a margaritas y osos pardos. En su pelo, anidaban las cigüeñas, y los patos graznaban sus mil nombres de sur a norte cuando viajaban desde África a París.

En las riberas, nutrias y visones pescaban sin descanso truchas, salmones y percas. Algún cangrejo asomaba las pinzas entre las ondas y las libélulas enamoraban al verano con sus vuelos.

En sus costas acariciadas por mares embravecidos, soportaban las embestidas percebes y mejillones, mientras las gaviotas reclamaban como propio todo lo que las playas devolvían del mar.

Después, para su desgracia, comenzó el gobierno de los hombres, que se unieron al acoso de los lobos, a las faenas de las nutrias, al acecho de las águilas y los milanos. Pero todavía eran gentiles, llevaban a pastar vacas y mulas para que le limpiaran la piel de las brozas amarilleadas por los soles de agosto.

Se fueron los lobos y los osos; los buitres empezaron a tener miedo de bajar a los valles y algunos de sus vecinos desaparecieron para siempre. Y ella, tan triste, no tenía lágrimas para llorar; es lo malo de ser tierra cada vez más baldía, que ni las nubes se acercan a dar consuelo.

Más tarde el asma la llenó de quejidos broncos con el humo de las fábricas y los tubos de escape, y los pocos que la seguían mirando con ojos enamorados sucumbían con ella al desaliento.

Luego llegaron los veranos sombríos de humo y fuego, que la convirtieron en una piel de toro a medio curtir de negra que se volvía.

De ser musa, ninfa y diosa, se fue quedando en simple suelo.

Perdió la esperanza de los brotes, el eco de los trinos, el amor por sí misma, y un día, entre tanto oscuro y huida desesperada, amaneció una gente que la volvió a amar, que no cedían al duelo, y le limpiaban las veredas; le sembraron esperanza en forma de corazones verdes, latentes, aún en medio del asfalto. Y el aullido regresó, y las aves sin sombra siguieron con su quehacer limpiando el mundo de enfermedad y muerte, y ella les devolvió los árboles, y el rumor de las riberas, los humedales y su sombra amable.

DE ÁRBOL EN ÁRBOL

Cuando era pequeña quería ser ardilla, con mi cola anaranjada, mis orejas rematadas con escobillas de pelo y los carrillos llenos de piñones. No quería ser una ardilla cualquiera. Quería ser esa ardilla de la que me hablaban en el colegio y que saltaba de árbol en árbol de norte a sur, desde Cádiz a Gijón. Me daba igual si por el camino me tenía que esconder de las águilas reales o de los zorros; estaba convencida de que ser esa ardilla tenía que ser lo mejor del mundo porque podría ver correr a los ciervos entre los pinos, a los jabalíes buscar con sus hocicos bajo la tierra, el espectáculo de las bandadas de ánsares cruzando el cielo en sus migraciones anuales, ver crecer los musgos y las amapolas.

El invierno me daba un poco de miedo, para qué negarlo; si me pillaba cruzando la Sierra de Gredos, iba a pelar mucho frío; siempre me dio la sensación de que las ardillas eran bichos de verano. Los osos y los lobos de la Cordillera Cantábrica no me asustaban para nada, jamás vi un documental en que comieran ardillas. Sí me daban un poco de grima las mantis religiosas y las víboras; también me daban repelús los sapos, pero adoraba a las ranas y a los tritones, aunque no estoy muy segura de que, siendo ardilla, pudiera tener mucho contacto con ellos.

Soñaba con llegar a Doñana y ver de cerca un lince, entiéndase cerca como unos metros, los suficientes para no convertirme en su cena. Y ver flamencos en la marisma, muchos, con las cigüeñas y los caballos.

Las montañas más altas, gobernadas por cabras montesas y buitres, me daban respeto. No sabía cómo podía apañárselas una ardilla entre los riscos pero, si mis profes decían que se podía ir de punta a punta, alguna forma habría. Tampoco me convencía lo de cruzar los ríos. No los regajos o los arroyos como el del pueblo o al que íbamos a bañarnos algunas veces en verano. Me refiero a los ríos gordos: al Duero, al Tajo, al Guadalquivir; se veía desde lejos que, para cruzarlos, se necesitaba más que un salto.

¿Habría tiburones? Me informé y parecía ser que no, aunque algunos pasaban por las costas, pero eran inofensivos, como las ballenas y los delfines. Claro que esos lares, a una ardilla, no le preocupan demasiado. No hay árboles en el mar. Bueno, sí, pero no son árboles-árboles, son plantas de otro tipo, y las ardillas no sabemos nadar. Como mucho, podía conformarme con asomar la cabeza por un acantilado en Galicia, que también tenía que ser bonito.

Sentía especial simpatía por los conejos y las liebres, pobrecitos. Sus enemigos eran los mismos que los míos, pero ellos no podían trepar a los pinos para esconderse. Creo que ahí empecé a entender lo que era la empatía. Lo mismo me pasaba con las lagartijas y las abubillas, aunque esas seguro que serían mis vecinas y nos íbamos a llevar bien.

Cuando conté en casa que quería ser ardilla, mis padres me dijeron que primero tendría que cambiar los dientes, porque una ardilla con dientes de leche no puede comer muchas nueces, y decidí tener un poco de paciencia. Mientras tanto, me conformaba con ir a por piñotes para la caldera con mi abuelo, a recoger nícalos o de paseo por el valle cuando íbamos al pueblo.

Lo que más me gustaba era coger la bici y pedalear por los pinares; ahí me di cuenta definitivamente de que mi propósito de ser ardilla que cruzara España de cabo a rabo iba a ser difícil, no por las montañas y los ríos, sino por la falta de árboles. Te metías en un pinar y se acababa enseguida. Quizá por eso, cuando en el colegio nos llevaron de excursión a reforestar, me puse muy contenta y, a pesar de lo cansado que es, intenté plantar todos los árboles que pude; los necesitaba todos para mi propósito de ser ardilla, para poder viajar sin bajarme de las copas y disfrutar de los atardeceres, de las nieblas y de la berrea de los ciervos, que salía en la tele y me parecía algo digno de ver.

Con los años, mi sueño de ser ardilla quedó cada vez más lejos; los dientes sí me cambiaron, pero no me crecieron ni la cola ni las orejas y, conforme me hacía mayor, también me hacía más alta y lo de trepar a los árboles se complicaba: no es lo mismo pesar medio kilo que cincuenta. Estorban a la hora de saltar.

En lo de ver ciervos, jabalíes, lobos, buitres, águilas y osos no me di por vencida. Hasta me atreví con las ballenas y los delfines porque, ahora que no soy ardilla, sí puedo nadar y montar en barco. Lo de los flamencos ya lo he tachado de la lista. Fue el otoño pasado y fue aún más bonito de lo que imaginaba; me falta el lince y me lo están poniendo difícil, pero yo soy muy cabezona. Un día de estos lo consigo.

VID Y LAS ESTRELLAS

Esta leyenda es mi colaboración para la revista de la Fiesta de la Vendimia de La Palma del Condado 2019


Cuenta la leyenda que, una vez los dioses terminaron de crear el Universo, se reunieron para celebrarlo, todos excepto una diosa que estaba obsesionada con el lugar de las estrellas en el mundo. Tal era su amor por las constelaciones que le parecía injusto que solo existieran en el cielo y, tras muchos días de pensar, decidió buscarles también su reflejo en la tierra.

Probó en la superficie de los ríos, pero la corriente ondeaba y escondía el pálido fulgor de los astros. Lo intentó luego con los copos de nieve, pero eran tan vanidosos que no quisieron hacerle sitio. Pensó en los ojos de los enamorados, pero apenas había lugar en sus pupilas para algo más que la persona amada. Entonces, cuando comenzaba a darse por vencida, encontró ante ella el brote de un pequeño árbol que retorcía sus ramas como en mil abrazos.

Conmovida por la imagen, bajó la primera constelación y la enredó entre las ramas; satisfecha con el resultado, repitió el proceso hasta que el arbolito quedó sembrado de estrellas.

Después, los hombres poblaron la tierra y quedaron fascinados con los frutos de aquel pequeño árbol. En honor a la diosa, le dieron el nombre de Vid, y decidieron que, a partir de entonces, no habría celebración completa sin el jugo fermentado de aquellas estrellas bajadas al suelo.

HACIA ADELANTE

Aseguró los tacones de sus botas en el polvo y se llevó la mano a la frente, haciendo visera para eludir el brillo del sol. Ni siquiera sabía qué estaba buscando, pero pensó que en algún momento lo descubriría.

El horizonte se dibujó en un borroso color dorado. Arena y más arena hasta donde llegaba la vista; algún matojo desperdigado y un par de cerros que se antojaban amenazantes por lo que pudieran esconder en lo alto.

El viejo le había hablado de un río pero, ni su rumor, ni su frescura hacían acto de presencia en aquel páramo; quizá si seguía cabalgando hacia el oeste…

En un mundo sin caminos es difícil perderse, pues no hay ruta que ignorar, no hay cruces que lleven allí a donde no queremos llegar; aunque también es fácil sucumbir al desaliento.

¿Sería así como se sentían los hombres que navegaban cruzando océanos?

¿Huérfanos de punto cardinal?

Volvió a subir al caballo y arrancó al paso, siempre mirando al frente, nunca hacia atrás; nunca hacia lo que representaba el pueblucho dominado por el temor en que se había criado y del que huía tras asesinar al sheriff.