DIAGNÓSTICO: SINIESTRO TOTAL

—Venga, Paula, dame algo bueno del cadáver que hemos encontrado en la tumba abierta. El Inspector Jefe me tiene cogido de los huevos, como si fuera poco tener que trabajar en Nochevieja.

—Cadáver sin identificar número 534. Hora de la muerte: sin concluir.

—¡No me jodas!

—Y ¿qué querías, si me traes un amasijo de carne? Aplastamiento torácico y abdominal con objeto grande, pesado y de superficie plana. Fractura abierta de ambos fémures. La parte inferior de las piernas y la cabeza quedaron fuera. ¿Dónde está el hígado? Vaya usted a saber, seguramente hecho foie en alguna parte.

—Vale, vale. Entonces murió aplastado.

—No exactamente. Degollamiento con objeto afilado sin evidencias de empuñadura. Marcas de estrangulamiento sobre la zona cercenada del cuello. Tenía adheridas fibras negras y brillantes de algodón. Marcas de ligaduras postmortem bajo la zona cercenada del cuello. Se extraen fibras de nailon rosa. Todas están en laboratorio para su análisis. Heridas en frente y parietales. Forma de zapato. Masculino. Diría que un 40 o 41. Suela lisa con remaches en puntera y talón.

—¿Claqué, danzas irlandesas?

—A saber. En brazos y muslos falta la capa externa de la dermis. Desollamiento con instrumento tosco y romo, pero delgado. Una chapuza.

—Por Dios, ¿también?

—También. Cavidad bucal obstruida por cinta de casete. Partículas de hierro y cromo adheridas. Imposible determinar autor o género musical.

—¿De dónde las habrán sacado a estas alturas?

—Todavía hay algunas pululando por las gasolineras, y todas igual de cutres. Herida inciso-contusa en parte posterior de la cabeza y lesión similar en el pecho que atraviesa costillas a la altura del corazón. De ahí hemos sacado parte del mástil y las clavijas de una Fender eléctrica.

—¡Coño! ¿De una Fender? Eso tuvo que ser lo que lo mató.

—Si tú lo dices. Yo no podría confirmar el arma homicida, todas las lesiones son mortales de necesidad. Creo que tiene que ver con las cintas.

—No me extrañaría; si se parece a mi vecino, que tiene un gusto horrible y se dedica a pregonarlo. A veces me dan ganas de matarlo, pero esto me da que se excede un poco.

—Depende de lo que te obligue a escuchar. Si me cascan reaggeton a todo meter, me da igual la hora del día, lo de este pobre me parece poco.

—Vale, vale, entendido. No vuelvo a ponerlo en el coche. ¿Diagnóstico?

—Siniestro total.

Basado en “Bailaré sobre tu tumba” de Siniestro Total.

LIBRO DE RELATOS YA DISPONIBLE

Los escritores somo así, a veces escribimos dos libros al mismo tiempo (más o menos), sobre todo si son tan distintos. Así que, después de presentaros la prosa poética, llega el libro de relatos Instrucciones para sobrevivir en un bosque encantado. (Ya lo sé, no soy capaz de poner títulos cortos)

Está disponible en Amazon y es una antología de 18 relatos en los que descubriréis los diferentes tipos de bosques encantados (spoiler: no todos los bosques encantados tienen árboles), sus habitantes y distintas formas de sobrevivir en ellos.

¿Os atrevéis a entrar?

A BALCOEIRA

Oculta entre las rocas, se moja los pies con la espuma de las olas que a veces se entregan a ella, a veces se van; como el brillo del sol o de la luna que la hacen guiñar los ojitos cuando mira a la ría,

más allá del estrecho de mar.

Hace tiempo que el viento no agita su pecho, que no pide permiso a las ramas para pasar; ya no se apartan de su camino las caracolas ni la dejan tranquila las gaviotas con su graznar.

Y aún así, que pareciera triste y sola, cuenta sus monedas con cuidado, entrega suspiros a los marineros que pasan por allá.

Y tiembla, (oh, claro que tiembla), con el recuerdo de los ojos que la llevaron a ese lugar.

Si se hiciera noche un día en su pecho, si dieran con ella los turistas, los curiosos, los que la buscan para preguntar… pues cuentan, dicen, que ve el futuro, que adivina los amores y las muertes, que puede crear tempestades a voluntad.

Y ella se sonríe de los ilusos, pues ella solo es moura, como si no fuera ya suficiente, y su único poder es hacer compañía al mar.

Texto inspirado en A Balcoeira de Pancho Álvarez.

LA FELICIDAD ES UNA CAJA DE CAMPURRIANAS

Hay días que, con el amanecer, se levanta un viento endemoniado, eso ya debería ser señal suficiente para saber que todo va a salir torcido, como si el vendaval fuera capaz de tumbar todo a su paso, aunque no hayan emitido alerta de colores en los partes meteorológicos.

Antes de las ocho de la mañana a una compañera la deja tirada el coche, las otras dos han dormido poco, los ordenadores van a pedales y las neuronas del resto de plantilla ni a eso.

De pronto, en el cerebro se enciende una palabra con luces de neón: «CAMPURRIANAS».

Eres incapaz de pensar en otra cosa; al poco rato se convierte en una obsesión colectiva, una tabla de salvación en medio del inminente naufragio. Empleáis el descanso en correr a supermercados buscando esa boya que os ancle en la tormenta; pero el dichoso viento, que no tiene intención de ceder, parece haber arrastrado consigo todas las existencias de estanterías y almacenes.

La urgencia se hace fuerte con la frustración y entonces comienzan la búsqueda por Internet, la idea de pedir la catalogación de esas galletas en concreto como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, incluso postear el antojo en Instagram por si los fabricantes tienen a bien obsequiaros con una caja, que, en cualquier caso, llegaría demasiado tarde para salvar el día.

Os dais por vencidos, el viento no para. A la mañana siguiente rola de poniente a levante y esa nueva orientación benigna trae consigo todo lo arrastrado el día anterior empezando por las galletas que emergen en estanterías y almacenes como setas en otoño y, solo saber que hay Campurrianas en un cajón, basta para ser felices.

LOS INSTANTES PREVIOS AL FIN DEL MUNDO

El camión que iba delante de él encendió los cuatro intermitentes y redujo la velocidad, en el carril de al lado, una furgoneta de reparto hizo lo mismo; pocos metros más adelante el tráfico se detuvo por completo. Pasaron los primeros quince minutos y lo único que se había movido era el halcón que planeaba sobre la mediana buscando un ratón entre las adelfas.

Durante el siguiente cuarto de hora los motores fueron apagándose para no elevar más la temperatura de por sí difícil de soportar incluso para una tarde de mediados de mayo.

Pasó una hora completa sin que hubiera visos de que el parón tuviera un final cercano y sin que la guardia, una ambulancia o una grúa hicieran acto de presencia. Los pasajeros de los coches que iban sentido sur se dieron cuenta de que ya hacía rato que no circulaba ninguno dirección norte.

¿Qué podía haber pasado que obligara a cortar los cuatro carriles de una autopista?

Algún conductor decidió poner la radio, aún a riesgo de quedarse sin batería, por si en las noticias decían algo sobre la causa de la interrupción del tráfico. No sin trabajo, pues un ruido estático emanaba de los altavoces moviera hacia donde moviera el dial, sintonizó una cadena local que advertía (a buenas horas) que desde la una del mediodía se recomendaba no circular por la Z-32 debido al vuelco de un camión; sin embargo no se habían habilitado vías alternativas ni se había restringido el acceso a la misma, por lo que los carriles de incorporación y las carreteras secundarias de entrada estaban saturadas y los mismos vehículos que intentaban entrar en la autopista habían terminado por taponar las salidas.

El conductor miró por el retrovisor y comprobó que, efectivamente, el puente que servía para hacer el cambio de sentido estaba lleno de coches, en concreto: un camión naranja, tres furgonetas blancas (dos de ellas rotuladas) intercaladas con un par de turismos, uno azul y otro verde lima y, justo en medio de todos, un coche de la Guardia de Tráfico que, a pesar de su autoridad, tenía las mismas probabilidades de moverse que el resto, todos ellos parte de un arcoíris que se envolvía a sí mismo en una nube de humo negruzco.

La locutora continuó hablando de una reunión de urgencia en la Universidad de Pelogordo donde el Departamento de Física trazaba un plan para devolver la normalidad a la vía a la mayor brevedad.

A pesar de que podía resultar extraño que fuera ese departamento y no el de Ingeniería de caminos el que tomara las riendas del asunto, la mayoría de los atascados habría dado por buena cualquier intervención por tal de salir de allí, incluso la de un santo dedicado a la protección de los viajeros; de hecho, cuando se cumplía la hora siete desde el inicio del atasco, hubo una espontánea y masiva petición a San Bartolito de Aquitania, patrón de los arrieros, que incluyó una oración, diez plegarias, dos rosarios y tres letanías.

Su efectividad se demostró nula al cumplirse la hora novena sin que nadie hubiera avanzado medio centímetro.

Se hizo de noche y optaron por turnarse para encender las luces por tramos. A lo lejos se intuía un resplandor verde que emanaba de la propia carretera y que nadie fue capaz de entender como el origen de todo aquel caos automovilístico. Sin embargo, el departamento de Física vigilaba aquel resplandor con imágenes por satélite combinadas con las que les cedía el centro de control de tráfico.

—El tono verdoso es mejor señal que el azulado —decía el doctor Mariano Telón, experto en la fusión de partículas.

—¿Qué vendría después del azulado? —preguntó con preocupación extrema el Delegado del Gobierno.

—Después del azulado… La nada —respondió Telón sin inmutarse.

El camión que estaba al principio del atasco se comunicó por radio con los demás vehículos de gran tonelaje atrapados.

—Parece que esto se mueve. Cambio.

—¿Salimos por fin? Cambio.

—No, que el camión cisterna que volcó se mueve y el suelo está temblando. Cambio y corto.

Se movía, pero no del modo en que todos los conductores y pasajeros querían; tampoco de un modo, digamos, natural para un objeto tan grande sobre una superficie sólida, y, desde luego, no de la forma en que el Delegado del Gobierno hubiera querido o el señor Telón hubiera preferido; de hecho, se movía de la peor de las maneras a juicio de cualquiera en el departamento de Física de la universidad de Pelogordo y, ya puestos, de cualquier universidad del mundo, porque comenzó a moverse como el segundero de un reloj analógico emitiendo primero un chirrido propio de la fricción del aluminio contra el asfalto que, tan pronto cogió fluidez en la rotación, se fue apagando en proporción inversa a la velocidad del giro hasta que, con un destello azul oscuro, el camión cisterna desapareció. Tras él fueron las balizas que habían mantenido el tráfico a una distancia que ahora se demostraba menos prudencial de lo esperado, y las adelfas de la mediana y los quitamiedos.

—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —preguntó el Delegado preocupado por las imágenes que llegaban y que, si bien tenían la calidad de las cámaras de vigilancia de un aparcamiento de gasolinera, no necesitaban la alta definición para dar testimonio de la gravedad del asunto.

—¿Ahora? Esperar —respondió Telón.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué? —volvió a preguntar el Delegado en un gallo propio de un adolescente dando sus primeros pasos hacia la voz adulta.

—A ver qué pasa después —Telón se encogió de hombros.

Uno de los adjuntos del departamento, claramente más empático que su director, ofreció al Delegado una tila e intentó tranquilizarlo explicando que habían avisado al Colisionador de Hadrones Europeo para que les ayudaran con el suceso; el hombre pareció contentarse con eso y el adjunto agradeció que no pidiera más explicaciones porque en Suiza, en realidad, estaban simulando con una maqueta a escala cómo de grande podía llegar a ser el vórtice cuántico que ya había empezado a engullir lo que le rodeaba y trataban, sin éxito, de encontrar una forma de bloquearlo.

Entre tanto, el primer camionero dejó de responder a las solicitudes por radio de sus compañeros, y después el segundo, el tercero…

Los demás vehículos dejaron de preocuparse cuando pudieron ver el gran agujero ausente de luz que se abría ante ellos y que se tragaba todo lo que les separaba de él.

Varios conductores se santiguaron cuando el campanario de la iglesia de un pueblo cercano se hundió entre aquellas fauces sin dientes seguido de las tumbas del cementerio cuyo último cadáver desapareció con una mano en alto como un ahogado en medio de un mal remolino; luego les tocó el turno a la estación de ferrocarril, las ovejas, el cerro, unas ruinas romanas, la puerta de la muralla de Pelogordo y la muralla en sí, y más coches, aceras, una mercería que sucumbió rendida con el ondear de unas bragas blancas de cintura alta tamaño XXL.

El aparcamiento de bicicletas del campus universitario fue lo siguiente y, poco más tarde, el mobiliario del departamento de Física y el de Ingeniería de caminos, el Delegado del Gobierno, la provincia, la Comunidad Autónoma, el país y los países limítrofes en orden estricto hasta que empezó a tragarse el CERN suizo con todos sus científicos, que quedaron sorprendidos al ver a Mariano Telón anclado mágicamente en el horizonte de sucesos tomando nota pormenorizada de lo que acontecía.

Se tragó océanos, la luna, los satélites meteorológicos y de telecomunicaciones, la Estación Espacial Internacional…

Bajo el leve fulgor de mil estrellas lejanas, el sol también desapareció en aquel pozo sin fondo.

El físico hizo la última anotación en su cuaderno: “Esto es lo que sucede cuando se derrama el contenido de un camión lleno de hadrones”.

Y, un segundo después, el agujero negro engulló a Mariano Telón.

DE CÓMO CONOCÍ A MI MUSO

Rompió el ajetreo de la mañana un zumbido ligero que ahora se posaba cerca de mi oído izquierdo, ahora cerca del derecho; que revolvía los pelos sueltos de mi coleta. Noté un peso pequeño, muy pequeño, sobre un hombro; pero mi trabajo anodino requiere concentración, no me permite lujos como prestar atención a esas cosas. El zumbido se volvió furioso, removió con rudeza mi coleta y se marchó tal y como había venido.

Me estaba despertando de la siesta, y regresó casi dulce cántico que, juraría, se hacía eco de mi nombre. Como aún tenía los párpados cerrados, convino en que sería mejor dejarme por el momento y se marchó tan rápido como había llegado.

A media tarde, mientras me deleitaba con unos albaricoques fresquitos y jugosos, otra vez vino el zumbido, como multiplicado, y fue entonces cuando no solo oí mi nombre con nitidez, sino también un sollozo, una queja, un reproche.

«Si es que así no hay manera.» Decía una diminuta voz.

A esa diminuta voz se le sumaron otras que sonaban a consuelo. Rebusqué en la habitación el origen de aquellos sonidos y, en un rincón, justo entre las partituras, los borradores de los relatos, el mástil de la guitarra y la funda de la lira, había un grupo de seis o siete seres pequeños y brillantes que hacían corro alrededor de uno un poco más grande.

Al darse cuenta de que por fin los veía, se volvieron airados y abrieron el círculo para que pudiera mirar hacia el mayor, que, juraría, crecía por segundos.

«¿Ahora sí?» Me dijo enfadado. «¿Ahora ya me ves?»

No supe qué contestarle. Tenía los ojitos llorosos y negros, como dos bolitas de obsidiana pulida; la nariz chata y unos colmillitos que asomaban graciosos entre los labios, que apenas eran una línea.

«¿Eras tú el de esta mañana?»

«El de esta mañana, el de esta mañana.» Replicó como un niño. «Y el de por la tarde, y el de después de la cena de ayer y el de las cuatro de la madrugada. Es que contigo no hay manera.»

«¿No hay manera de qué?»

«Pues de trabajar.» Respondió otro de los seres, que parecía un garabato de color morado, como un gallifante puesto de perfil.

«Es que luego os venís quejando. Nos echáis la culpa a nosotras…» Añadió otra que enrojecía por segundos.

«Qué fácil culparnos, y lo que pasa es que sois unos vagos, todos.» Sentenció una cuarta con los brazos en jarras; digo yo que serían brazos, porque en realidad eran como vibraciones en el aire.

«Perdón.» Musité sin comprender en qué lío estaba metida.

«Claro. Perdón, perdón. ¡Qué palabra más fácil! Y, mientras, este pobre engordando hasta casi reventar.» Me riñó de nuevo una de ellas señalando a la primera.

«¿Y qué tengo yo que ver con eso?»

Un bufido, juro que sonó como cuando un caballo resopla después de una galopada, se hizo dueño de la habitación y todos aquellos seres se alinearon con cara de pocos amigos hacia mí; todos menos el primero, que seguía mirándome con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

«Perdón.» Repetí.

«Y otra vez con el perdón. ¡Qué hartura de artistas!» Dijo otra, y las demás asintieron con pesar.

«De verdad que no era mi intención. No sé qué he hecho yo para que engorde. Ni siquiera sé quiénes sois.»

«Lo que nos faltaba.» El garabato morado empezó a caminar en círculos moviendo la cabeza con incredulidad. «Si eso nos pasa por idiotas, toda la vida, milenios, al servicio de estos… de estos…»

«Calma, que te pierdes. Nosotros no usamos ese lenguaje.» Intentó apaciguarlo otra.

«Pues bien que se lo soplaste a la oreja a aquel dramaturgo.»

«Soplamos esas palabras, no las usamos.» Insistió. «Y el tema no era ese.»

Volvieron a mirarme todos directamente con cara de mayor disgusto si cabía.

«¿Así que la señora no sabe quiénes somos?»

«De verdad que no, y lo siento mucho, muchísimo.»

Mi cerebro corría buscando información sobre todos los seres mágicos que conozco, y puedo jactarme de que no son pocos: “¿Leprechauns? No. ¿Hadas, anjanas, mouras…? Tampoco. ¿Diañus burlones? Por las pintas podían ser, pero no habían roto nada todavía. ¿Trasgos? Demasiado grandes. ¿Busgosus? Demasiado pequeños. ¿Caballucos del diablo? Ni iban a lomos de libélulas, ni era la noche de San Juan. Piensa, Rori, piensa.”

Mientras yo cavilaba, ellos parecían entretenidos; leía en sus ojos, en sus sonrisillas burlonas, que veían pasar todas mis opciones como una película y les estaba haciendo gracia. Algunos optaron por sentarse, no sé si para estar más cómodos o porque sabían que iba a tardar un rato en dar con la respuesta.

«Musas, somos musas, so melón.» Dijo finalmente el de los ojitos de obsidiana. «Y yo soy el tuyo, personal e intransferible.»

Mi pensamiento tras la revelación debió de ser la mar de divertido, porque el resto de musas se echó a reír, algunos pateando en el suelo, otros con carcajadas tremendas que hicieron temblar las cuerdas de la guitarra.

«Con buena has ido a dar.» Se burló una.

«¡Callaos ya!» Gritó mi muso. «No es mala gente. Solo que ahora está un poco torpe, eso es todo.» Me disculpó, y yo no supe si agradecerlo o sentirme ofendida.

«Pues con torpes no trabajamos.» Espetó otra.

Yo quería replicarles, pero no tenía intención de darles más comedias por el momento.

«¿Y por qué dicen las demás que es culpa mía que engordes?» Opté por preguntar directamente a mi muso para salir del embrollo.

«Mira esta.» Siguió otra. «Distingue un alicornio de un oricuerno y no conoce el funcionamiento básico de la creación. Pues porque no das palo al agua y él se hincha con cada idea que te quiere proponer y no te dejas, acémila.»

«¡Que basta, he dicho!» Repitió mi muso con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

Se acercó y levitó hasta mi hombro izquierdo; apartó con cuidado un mechón de pelo y se acomodó entre la clavícula y el cuello.

«En la playa de Esteiro…»

Sonreí, recordaba el momento preciso en que su vocecilla había pronunciado aquellas palabras por primera vez; hacía tanto tiempo, tras unas vacaciones en Galicia. Mi primer poema con apenas nueve años.

«Tenías el pelo más rubio y menos rizado.»

«Sí que es verdad.» Admití. «Te quedó un poema precioso.»

«Me, no: nos. Hemos crecido juntos, y aquel fue el trabajo de dos mocosos, pero ahora… Ahora vamos a trabajar en serio, querida.»

EL HOMBRE POLILLA

Seguro que habéis oído hablar de un ser de aspecto humano, enormes alas y ojos rojos que aparece justo antes de una desgracia, sobre todo aquí, en Estados Unidos. La mayoría lo conoceréis por mothman; yo lo conozco como papá, y eso, aunque parezca increíble, me convierte en mothkid o algo así, vosotros elegís, aunque yo preferiría que me llamárais Paul Beckett o simplemente Paul.

Ya imaginaréis que nuestra vida no es fácil, bueno, no lo es cuando no lo es, el resto del tiempo, la verdad, es como la de cualquier otro: mi madre va a trabajar a la morgue, donde es una reputada forense; mi hermana Kathy empieza este año la universidad, y yo voy al instituto como cualquier niño de doce años, y me preocupo por sacar buenas notas, como cualquier niño de doce años. Vamos de vacaciones a la playa en verano y a esquiar en invierno; paseamos al perro, cortamos el césped, recibimos llamadas comerciales, hacemos la compra…

Mi hermana es campeona estatal de deletreo y ha conseguido muchos créditos como presidenta del club de debate y columnista en un periódico local. Yo estoy en el grupo de teatro y juego al béisbol en el equipo del insti. No se me da mal, sobre todo desde que he aprendido a equilibrar el peso de las alas.

Los domingos vamos a la iglesia y luego hacemos picnic en el parque, salvo en invierno, que el lago se hiela y entonces patinamos o jugamos al hockey. Me gusta una chica de mi clase, Olivia Chesterton, y ya me ha dicho que irá conmigo al baile de primavera.

Mi padre, cuando no tiene que volar precediendo catástrofes, trabaja como guía en el Museo de Historia.

El año pasado, por mi cumpleaños, fuimos al Disneyworld de Orlando y este año iremos a ver el Gran Cañón del Colorado; lo que os decía, una familia normal, salvo porque en mi casa no ganamos para mantas de lana y, como es lógico, no hay lámparas ni luz artificial.

LA DAMA SINGULAR

Finalista en el Premio DONBUK 2022

Valentina Lópes Da Rienda fue siempre mujer remilgada en extremo. Se contoneaba por las avenidas con aire condescendiente; poco le importaban las miradas extrañadas por su aspecto, aun pasados los cuarenta vestía tirabuzones artificiados, enaguas de encaje bajo un vestido azul oscuro que acompañaba los domingos con guantes de seda, como sacada de una viñeta de dos siglos atrás.

Compraba la lencería en las mercería antiguas y tenía un ajuar de abuela, de cuyo origen nadie supo jamás, entre el que se hallaba un corsé de ballena de verdad. Esta pieza tan singular la vestía solo los días de fiesta grande, junto con un vestido provocador en otra época que ahora se antojaba trasnochado hasta para una película de ambientación decimonónica. Siempre se paseaba con aquellos aires de grandeza, como si fuera una Sissi o una Maria Antonieta, regalando sonrisas esquivas a los hombres que la miraban más con curiosidad que deseo.

Los domingos por la tarde acudía al parque con una bolsa de restos de pan que echaba de comer a los patos con un gesto al borde del desmayo. Nunca usó maquillaje, si acaso se pellizcaba las mejillas, y nadie vio de su anatomía más allá de las muñecas o el tobillo. En verano evitaba el sol y paseaba por la playa de las Moreras con un largo vestido blanco y una sombrilla de encaje raído que había conocido días mejores por lo menos un siglo atrás. Una digna musa de Sorolla bajo los cielos de Machado.

En invierno enfundaba las manos en un tubo de pellejo que olía a naftalina y, si nevaba, transportaba a una escena de Doctor Zivago. Se recogía los bucles en moños complejos que luego escondía bajo un pequeño sombrero. Había en el barrio quien juraba que, tras el abrigo negro, escondía una banda exigiendo el voto para la mujer y que organizaba meriendas con dulces y té para una sociedad de escritores y otra de seguidores de Sherlock Holmes. Nadie sabía de dónde salía el dinero, aunque las malas lenguas hablaban de un viejo nostálgico que le concedía todos los caprichos a cambio de verle las rodillas una vez por mes. Otros, más románticos, insinuaban una herencia entre cuyas cláusulas se hallaba la explicación a su atuendo y, por último, había una patulea de adolescentes que la veneraban como una visionaria y que se paseaban tras ella con aires de Oscar Wilde, lirio en el ojal incluido. Ninguno de ellos logró sin embargo acercarse a Valentina lo suficiente como para besarle la mano o adularla con ocurrencia, pues ella solo cruzaba palabras con el tendero y poco más.

En su mundo reducido a tres manzanas de casas, hubo quien esperó siempre que montara en una calesa. Jamás nadie la vio en el teatro, la iglesia o la Universidad.

Tras los visillos amarilleados por el tiempo y la lejía, la luz del quinqué apenas llegaba a la mesita de café. Sobre un sinfonier descansaba lánguida la pluma junto al tintero y un cajón lleno de cartas por enviar. Los viernes por la tarde, el olor amargo del lacre inundaba el descansillo y todos los vecinos sabían que el lunes saldría temprano en dirección a la estafeta de correos para enviar unas misivas que siempre tenían remitente y rara vez destinatario. Los martes escuchaba a Mozart, los miércoles leía a Austen o Shelley o alguna de las hermanas Brönte y los jueves se permitía un merengue de Cubero que le empolvaba de manera graciosa la nariz. Nunca dio señales de falta de cordura y era de maneras educadas; preguntaba a doña Filomena, la del tercero, por sus nietos; a don Cosme por el perro, y sonreía con dulzura al bebé de los del cuarto, una pareja igual de anacrónica que ella, salvo que ellos, al menos, habían saltado de siglo y se habían asentado en los setenta de la paz y el amor. El administrador de la finca había cambiado cinco veces y el último, un muchacho recién salido de la facultad, era el único que entendía a tan peculiares vecinos, por otro lado conformes y al día en los pagos, lo que le quitaba bastante trabajo. Solo una condición le ofuscaba, y era el empeño por mantener el papel pintado de las paredes y el ascensor, casi un prototipo, que había que reparar cada veintiún días con precisión suiza y para el que cada vez costaba más encontrar mecánico.

El retrato del edificio lo completaba una imprenta que olía a aceite de engrasar y a tinta vieja, muy acorde con el resto del inmueble, y en la que Valentina se sentía como en casa. Los operarios, casi tan antiguos como las máquinas que manejaban, saludaban con cortesía a la singular dama, quizá inspirados por los vapores, por el ruido, o por la limpieza que despedía en un mundo ennegrecido.

Y es que, en su agenda milimétrica, había un espacio, un espacio privilegiado, en el que Valentina acudía con un mandil de hule y el pelo recogido en descuidada trenza, a imprimir sus pensamientos y los de otros a cambio, y este era el secreto, de un exiguo estipendio que pagaba sus pocos caprichos y sus muchos anhelos. Utilizaba para este menester la hora previa al almuerzo de lunes a sábado y el momento en que otros iban a misa los domingos. Allí escondida, entre tipos y manivelas, daba rienda suelta a sus recuerdos, la mayoría inventados, que compartía en la cita semanal de los sábados por la tarde con los miembros de la Romantic Society, que, a pesar de estar sita en Valladolid, en la acera Recoletos, escogió el nombre en inglés por modernidad y desde cuyas ventanas, acorde con su nombre, se veía la arboleda del Campo Grande y, un poco de refilón, la estatua de José Zorrilla, a quien veneraban como a un dios y a los pies de la que colocaban, cada veintiuno de febrero, un poema que escribían entre todos durante la semana anterior.

Conseguían el material para sus veladas en una vieja papelería que hacía esquina con el Pasaje de Dulcinea y que nadie, excepto ellos, sabía encontrar; un agujero de gusano en medio de una ciudad que se alejaba cada vez más de su modernismo impresionante para sucumbir al siglo XXI sin miramientos ni nostalgias.

Nadie sabe cómo, pero se las ingenió para contraer una tuberculosis que derivó pronto en neumonía; durante tres semanas se turnaron para velarla junto a la cama los socios de la Romantic Society y, llegado el triste momento, tal como dejó dispuesto, doña Filomena la vistió con un traje negro de encaje en el cuello, colocó entre sus manos un pañuelo del mismo color y, en un carro tirado por caballos seguido de una comitiva a pie que hizo las delicias de paisanos y turistas, se condujo su féretro al cementerio del Carmen para darle digna sepultura en el Panteón de los Ilustres donde la Dama Singular hace ahora compañía a Delibes, Rosa Chacel y su amado Zorrilla.

DE ÁBRETE SÉSAMO

No todas las puertas tienen mirilla, ni pomo, ni picaporte, ni cerradura. No todas las puertas son visibles, algunas, como la que custodia la barrera del sonido, solo hacen un ruido tremendo; otras se sabe que están ahí por lo que encuentras al otro lado, como las que van de una dimensión a otra; las hay chulas, llenas de colores, como las que hay que traspasar cuando viajas en el tiempo, o la que usas para entrar en el mar, que es tan grande que parece que siempre está abierta.

Hay también puertas más puñeteras, como las de las cuevas con tesoros, que precisan de palabras mágicas para franquearlas, o las que llevan al final de una aventura, que solo pueden abrir los puros de corazón.

Finalmente, están las puertas que nadie diría que son puertas, como la que se encontró Alex el día de su décimo cumpleaños y que, a ojos de cualquier otro, era una simple rendija entre dos piedras enormes. Solo Alex intuyó que aquello era una puerta y solo Alex tenía la capacidad de abrirla, porque era su puerta y de nadie más, así que, después de soplar las velas, comer la tarta y jugar con sus amigos, Alex se colocó frente a las piedras y decidió que era la hora.

Utilizó el “ábrete sésamo” de los cuentos, los “santo y seña” de algún cómic, buscó incluso un interruptor secreto, pero nada. Al final del día, cuando su madre gritó “¡La cena!”, Alex vio que se le acababa el tiempo, porque hemos de decir que aquella puerta, su puerta, solo podía ser abierta el día de su cumpleaños. Hay puertas tan especiales que tienen un único momento para abrirlas.

Alex miró hacia la puerta de su casa, una puerta bastante normal, con pomo, mirilla, cerradura y picaporte, y luego miró a la rendija. ¿Cómo no se le había ocurrido? Era tan sencillo.

Empujó una de las piedras y ésta cedió con un sonido extraño, mientras la rendija se iba haciendo más y más grande.

Solo Alex sabe lo que se veía a través de su puerta, es lo que tienen los pasadizos personales, que lo que hay detrás queda al único alcance del dueño legítimo. Sin embargo, todos nos encontramos alguna vez con una de esas puertas que están destinadas a nosotros en exclusiva, y el secreto, como comprobó Alex, está en empujar un poquito y poner toda nuestra voluntad en abrirlas.

PREGUNTAS A UN DOLMEN OLVIDADO

Cuéntame, piedra sagrada, quién te puso en este sitio, que secretos cobija tu sombra; si acaso te hicieron cosquillas los pelos de la cola de la raposa o te molestan los trinos de las alondras en primavera; si a tu vera se dieron abrazos los enamorados o un druida te honró como sepultura de unas gentes que murieron décadas antes que él. Si el sol entra furtivo dos veces al año por tu puerta, si la luna se fija en tu postura para saber dónde está. Quizá son las estrellas las que influyen en tus grabados o la caza de un ciervo con el que celebraban la llegada de la vida, o su final.

Cuéntame piedra sagrada, si hubo cinco o cien levantándote del suelo, si ellos hicieron música cuando acabaron la tarea, si fueron niños o ancianos los que encomendaron a tu cuidado o dejaron que cuidaras de ti misma, sin más augurio ni señal. Cuánto de lejos estabas del agua, si la encina que tienes al lado tuvo otra madre en el mismo lugar, o si conociste el calor de las hogueras o las ofrendas más allá de las que yo te dejo. Cuánto hace que nadie te honra, si alguien perturbó tu descanso, si te sentiste herida o permaneciste valiente ante su violación, si te gusta que venga a contarte historias y si se parecen a otras que los antiguos te vinieron a contar.

Justo es que me acuses de preguntona, me escuece demasiado la curiosidad, pero te prometo que este salmón de trapo escucha sin orejas, y está deseando que le cuentes qué vieron tus ojos tallados, si es que algo vieron, o escucharon, pues algo has hecho más que estar ahí clavada.

¿Conociste a las hadas? ¿Es ese espino que tienes enfrente la entrada a su casa o quizá solo la guarida de un conejo que huye del eco de los tiros que se oyen a lo lejos? ¿Te visitan las ánimas por el Samaín? ¿Esa flor blanca ahí a tus pies, la cuidas o te da igual? ¿Sientes el aroma de la lavanda que te roza con la brisa que me revuelve el flequillo? ¿Te molesta que deje por escrito lo que me haces pensar?