LA DAMA SINGULAR

Finalista en el Premio DONBUK 2022

Valentina Lópes Da Rienda fue siempre mujer remilgada en extremo. Se contoneaba por las avenidas con aire condescendiente; poco le importaban las miradas extrañadas por su aspecto, aun pasados los cuarenta vestía tirabuzones artificiados, enaguas de encaje bajo un vestido azul oscuro que acompañaba los domingos con guantes de seda, como sacada de una viñeta de dos siglos atrás.

Compraba la lencería en las mercería antiguas y tenía un ajuar de abuela, de cuyo origen nadie supo jamás, entre el que se hallaba un corsé de ballena de verdad. Esta pieza tan singular la vestía solo los días de fiesta grande, junto con un vestido provocador en otra época que ahora se antojaba trasnochado hasta para una película de ambientación decimonónica. Siempre se paseaba con aquellos aires de grandeza, como si fuera una Sissi o una Maria Antonieta, regalando sonrisas esquivas a los hombres que la miraban más con curiosidad que deseo.

Los domingos por la tarde acudía al parque con una bolsa de restos de pan que echaba de comer a los patos con un gesto al borde del desmayo. Nunca usó maquillaje, si acaso se pellizcaba las mejillas, y nadie vio de su anatomía más allá de las muñecas o el tobillo. En verano evitaba el sol y paseaba por la playa de las Moreras con un largo vestido blanco y una sombrilla de encaje raído que había conocido días mejores por lo menos un siglo atrás. Una digna musa de Sorolla bajo los cielos de Machado.

En invierno enfundaba las manos en un tubo de pellejo que olía a naftalina y, si nevaba, transportaba a una escena de Doctor Zivago. Se recogía los bucles en moños complejos que luego escondía bajo un pequeño sombrero. Había en el barrio quien juraba que, tras el abrigo negro, escondía una banda exigiendo el voto para la mujer y que organizaba meriendas con dulces y té para una sociedad de escritores y otra de seguidores de Sherlock Holmes. Nadie sabía de dónde salía el dinero, aunque las malas lenguas hablaban de un viejo nostálgico que le concedía todos los caprichos a cambio de verle las rodillas una vez por mes. Otros, más románticos, insinuaban una herencia entre cuyas cláusulas se hallaba la explicación a su atuendo y, por último, había una patulea de adolescentes que la veneraban como una visionaria y que se paseaban tras ella con aires de Oscar Wilde, lirio en el ojal incluido. Ninguno de ellos logró sin embargo acercarse a Valentina lo suficiente como para besarle la mano o adularla con ocurrencia, pues ella solo cruzaba palabras con el tendero y poco más.

En su mundo reducido a tres manzanas de casas, hubo quien esperó siempre que montara en una calesa. Jamás nadie la vio en el teatro, la iglesia o la Universidad.

Tras los visillos amarilleados por el tiempo y la lejía, la luz del quinqué apenas llegaba a la mesita de café. Sobre un sinfonier descansaba lánguida la pluma junto al tintero y un cajón lleno de cartas por enviar. Los viernes por la tarde, el olor amargo del lacre inundaba el descansillo y todos los vecinos sabían que el lunes saldría temprano en dirección a la estafeta de correos para enviar unas misivas que siempre tenían remitente y rara vez destinatario. Los martes escuchaba a Mozart, los miércoles leía a Austen o Shelley o alguna de las hermanas Brönte y los jueves se permitía un merengue de Cubero que le empolvaba de manera graciosa la nariz. Nunca dio señales de falta de cordura y era de maneras educadas; preguntaba a doña Filomena, la del tercero, por sus nietos; a don Cosme por el perro, y sonreía con dulzura al bebé de los del cuarto, una pareja igual de anacrónica que ella, salvo que ellos, al menos, habían saltado de siglo y se habían asentado en los setenta de la paz y el amor. El administrador de la finca había cambiado cinco veces y el último, un muchacho recién salido de la facultad, era el único que entendía a tan peculiares vecinos, por otro lado conformes y al día en los pagos, lo que le quitaba bastante trabajo. Solo una condición le ofuscaba, y era el empeño por mantener el papel pintado de las paredes y el ascensor, casi un prototipo, que había que reparar cada veintiún días con precisión suiza y para el que cada vez costaba más encontrar mecánico.

El retrato del edificio lo completaba una imprenta que olía a aceite de engrasar y a tinta vieja, muy acorde con el resto del inmueble, y en la que Valentina se sentía como en casa. Los operarios, casi tan antiguos como las máquinas que manejaban, saludaban con cortesía a la singular dama, quizá inspirados por los vapores, por el ruido, o por la limpieza que despedía en un mundo ennegrecido.

Y es que, en su agenda milimétrica, había un espacio, un espacio privilegiado, en el que Valentina acudía con un mandil de hule y el pelo recogido en descuidada trenza, a imprimir sus pensamientos y los de otros a cambio, y este era el secreto, de un exiguo estipendio que pagaba sus pocos caprichos y sus muchos anhelos. Utilizaba para este menester la hora previa al almuerzo de lunes a sábado y el momento en que otros iban a misa los domingos. Allí escondida, entre tipos y manivelas, daba rienda suelta a sus recuerdos, la mayoría inventados, que compartía en la cita semanal de los sábados por la tarde con los miembros de la Romantic Society, que, a pesar de estar sita en Valladolid, en la acera Recoletos, escogió el nombre en inglés por modernidad y desde cuyas ventanas, acorde con su nombre, se veía la arboleda del Campo Grande y, un poco de refilón, la estatua de José Zorrilla, a quien veneraban como a un dios y a los pies de la que colocaban, cada veintiuno de febrero, un poema que escribían entre todos durante la semana anterior.

Conseguían el material para sus veladas en una vieja papelería que hacía esquina con el Pasaje de Dulcinea y que nadie, excepto ellos, sabía encontrar; un agujero de gusano en medio de una ciudad que se alejaba cada vez más de su modernismo impresionante para sucumbir al siglo XXI sin miramientos ni nostalgias.

Nadie sabe cómo, pero se las ingenió para contraer una tuberculosis que derivó pronto en neumonía; durante tres semanas se turnaron para velarla junto a la cama los socios de la Romantic Society y, llegado el triste momento, tal como dejó dispuesto, doña Filomena la vistió con un traje negro de encaje en el cuello, colocó entre sus manos un pañuelo del mismo color y, en un carro tirado por caballos seguido de una comitiva a pie que hizo las delicias de paisanos y turistas, se condujo su féretro al cementerio del Carmen para darle digna sepultura en el Panteón de los Ilustres donde la Dama Singular hace ahora compañía a Delibes, Rosa Chacel y su amado Zorrilla.

DE ÁBRETE SÉSAMO

No todas las puertas tienen mirilla, ni pomo, ni picaporte, ni cerradura. No todas las puertas son visibles, algunas, como la que custodia la barrera del sonido, solo hacen un ruido tremendo; otras se sabe que están ahí por lo que encuentras al otro lado, como las que van de una dimensión a otra; las hay chulas, llenas de colores, como las que hay que traspasar cuando viajas en el tiempo, o la que usas para entrar en el mar, que es tan grande que parece que siempre está abierta.

Hay también puertas más puñeteras, como las de las cuevas con tesoros, que precisan de palabras mágicas para franquearlas, o las que llevan al final de una aventura, que solo pueden abrir los puros de corazón.

Finalmente, están las puertas que nadie diría que son puertas, como la que se encontró Alex el día de su décimo cumpleaños y que, a ojos de cualquier otro, era una simple rendija entre dos piedras enormes. Solo Alex intuyó que aquello era una puerta y solo Alex tenía la capacidad de abrirla, porque era su puerta y de nadie más, así que, después de soplar las velas, comer la tarta y jugar con sus amigos, Alex se colocó frente a las piedras y decidió que era la hora.

Utilizó el “ábrete sésamo” de los cuentos, los “santo y seña” de algún cómic, buscó incluso un interruptor secreto, pero nada. Al final del día, cuando su madre gritó “¡La cena!”, Alex vio que se le acababa el tiempo, porque hemos de decir que aquella puerta, su puerta, solo podía ser abierta el día de su cumpleaños. Hay puertas tan especiales que tienen un único momento para abrirlas.

Alex miró hacia la puerta de su casa, una puerta bastante normal, con pomo, mirilla, cerradura y picaporte, y luego miró a la rendija. ¿Cómo no se le había ocurrido? Era tan sencillo.

Empujó una de las piedras y ésta cedió con un sonido extraño, mientras la rendija se iba haciendo más y más grande.

Solo Alex sabe lo que se veía a través de su puerta, es lo que tienen los pasadizos personales, que lo que hay detrás queda al único alcance del dueño legítimo. Sin embargo, todos nos encontramos alguna vez con una de esas puertas que están destinadas a nosotros en exclusiva, y el secreto, como comprobó Alex, está en empujar un poquito y poner toda nuestra voluntad en abrirlas.

PREGUNTAS A UN DOLMEN OLVIDADO

Cuéntame, piedra sagrada, quién te puso en este sitio, que secretos cobija tu sombra; si acaso te hicieron cosquillas los pelos de la cola de la raposa o te molestan los trinos de las alondras en primavera; si a tu vera se dieron abrazos los enamorados o un druida te honró como sepultura de unas gentes que murieron décadas antes que él. Si el sol entra furtivo dos veces al año por tu puerta, si la luna se fija en tu postura para saber dónde está. Quizá son las estrellas las que influyen en tus grabados o la caza de un ciervo con el que celebraban la llegada de la vida, o su final.

Cuéntame piedra sagrada, si hubo cinco o cien levantándote del suelo, si ellos hicieron música cuando acabaron la tarea, si fueron niños o ancianos los que encomendaron a tu cuidado o dejaron que cuidaras de ti misma, sin más augurio ni señal. Cuánto de lejos estabas del agua, si la encina que tienes al lado tuvo otra madre en el mismo lugar, o si conociste el calor de las hogueras o las ofrendas más allá de las que yo te dejo. Cuánto hace que nadie te honra, si alguien perturbó tu descanso, si te sentiste herida o permaneciste valiente ante su violación, si te gusta que venga a contarte historias y si se parecen a otras que los antiguos te vinieron a contar.

Justo es que me acuses de preguntona, me escuece demasiado la curiosidad, pero te prometo que este salmón de trapo escucha sin orejas, y está deseando que le cuentes qué vieron tus ojos tallados, si es que algo vieron, o escucharon, pues algo has hecho más que estar ahí clavada.

¿Conociste a las hadas? ¿Es ese espino que tienes enfrente la entrada a su casa o quizá solo la guarida de un conejo que huye del eco de los tiros que se oyen a lo lejos? ¿Te visitan las ánimas por el Samaín? ¿Esa flor blanca ahí a tus pies, la cuidas o te da igual? ¿Sientes el aroma de la lavanda que te roza con la brisa que me revuelve el flequillo? ¿Te molesta que deje por escrito lo que me haces pensar?

SIBERIA

SIBERIA

Sabía que un ramo de flores no iba a arreglar nada, con ella un ramo de flores era casi un sacrilegio. Con otras era más fácil: una joya, unas rosas, una canción… pero con ella no, con ella todo era siempre más complicado, aunque también más excitante. Y, quizá por eso, había optado por lo más ordinario, porque era lo menos esperable entre ellos: algo corriente.

Le sudaban las manos, el papel de seda con el que habían envuelto el ramo se deshacía con la humedad de los tallos y por momentos temió que sus palmas se hubieran teñido de color morado. Volvió a mirar las flores. Llamó al timbre y agachó la cabeza.

¿Cuál era el protocolo a seguir para la entrega de semejante pipa de la paz?

En cualquier caso, a ella no podría engañarla, no en eso, al menos. Le conocía demasiado bien; tan bien como para saber que él ya estaba pensando en otra antes que él mismo se replanteara sus sentimientos. Y, sin embargo, por muy lejos que se sintieran desde hacía tiempo, no debió dejarla marchar sin una explicación, sin una disculpa, sin un “te quiero, pero ya sabes…”

Creyó escuchar su respiración al otro lado de la puerta y le empezaron a temblar las rodillas. Ella abriría con naturalidad y él se sentiría desarmado porque ella nunca mereció nada más que respeto y él, precisamente él, le había faltado a tal.

El picaporte tardó una eternidad en girar, la puerta se demoró un siglo en separarse del marco y la oscuridad le atrapó el aliento.

Ella frente a él con los ojos hinchados de llorar, el pelo enmarañado en una coleta que se había rehecho varias veces sin ser peinada, los surcos de las lágrimas descendiendo por sus mejillas.

A él se le cayeron al suelo las flores y el alma al mismo tiempo y estuvo tentado de ponerse de rodillas para pedir perdón mil veces, de ofrecer su vida en sacrificio por un dolor que había subestimado. Ella, la dueña de su destino, impertérrita en lo alto de su montaña, calma después de la tormenta, huracán justificado, río desbordado, era ahora poco más que los despojos de un gigante, el junco que se quiebra con el viento, la última hoja que se desprende al comenzar el invierno.

Ella recuperando su dignidad, barriendo sus pedazos bajo la alfombra, le invitó a entrar.

—Dime al menos que las flores son para mí— le dijo, y dibujó una sonrisa que no combinaba con la desolación de su rostro.

—Tenía miedo de que no las quisieras.

Y le parecían pequeño pago para una diosa derribada de su altar a golpes.

—Son preciosas.

Ella y su condescendencia, su no querer herirle. Él deseando sacrificar un toro blanco para honrarla, encender todos los altares del mundo en su memoria, ofrecerse a lo más profundo de un volcán; tentado de poner en sus manos un cuchillo y dejar que le arrancara el corazón y que lo pusiera en la repisa, aún palpitante, junto al ramo de flores, el papel de seda desteñido, la última foto juntos, la primera carta de amor.

—Lo siento— masculló él.

—¿El qué?

—Todo.

—¿Todo?

¿El primer beso, la última caricia, los “te amo”, las batallas bajo las sábanas, los versos dedicados, los regalos, los minutos, las ausencias, las excusas?

—Todo.

Ella rio con una risa falta de desespero, de locura, más serena que nunca; rio a carcajadas y desapareció por la puerta de la habitación seguida por el eco de su risa. Regresó en un momento con el pelo recogido en una trenza, con la cara lavada, los ojos brillantes, revestida de misericordia; ave fénix resurgida de unas brasas que él no era capaz de apagar; primer brote entre la nieve, rayo de luz entre las nubes, ángel redentor, jinete del Apocalipsis, lobo desatado, enorme serpiente capaz de engullir el sol.

—Todo es demasiado para lamentarse.

Y él se sintió minúsculo, grillo en medio de una noche eterna que canta a una estrella perdida en el infinito. Sintió la tentación de acariciarla, de iniciar un águila de sangre por la traición perpetrada, de pasar por doce pruebas, de coger el barco hacia Ítaca por ella; cualquier cosa menos la culpa, cualquier palabra menos su perdón.

Le tomó de la mano y le dijo: «Vámonos».

Y se dejó arrastrar como tantas otras veces, dispuesto a seguirla hasta el último confín del mundo conocido, más allá de las constelaciones, al Hades mismo si con ello regresaban su mirada tierna y su pecho abierto; si podía hacer de su sonrisa algo perpetuo.

Comenzó a verse héroe redimido que vuelve con todos los tesoros para alcanzar la honra de su mano, de sus labios, de su amor inquebrantable, pero ella, Medusa desairada, Maeve traicionada, Freya imperturbable, lo condujo al lugar donde se conocieron y allí lo abandonó a su suerte rodeado de todas las ánimas condenadas, de licántropos, vampiros y habitantes de la laguna Estigia para que dispusieran de su alma.

PAULA QUE TODO LO LEE

En sus estanterías hay una amalgama increíble de géneros y épocas. Es difícil mantener un orden lógico cuando tu biblioteca la habitan cantares de juglaría y lo último de Eduardo Mendoza.

«Ayer estaba aburrida y me puse a leer unas jarchas medievales.» «El sábado pasé la tarde leyendo a Chéjov.» «Tengo un amigo que ha escrito un libro inspirado en la licuefacción sísmica de Port Royal. Me ha gustado.» «Me encontré unos poemas del siglo XIV en una librería de viejo cuando estaba de vacaciones.»

Y, cuando se aburre de esto, estudia leyes, para desintoxicar. Lo mismo se pone con el RD 1/2015 que le echa un ojo, por curiosidad, a la Ley de Propiedad Horizontal.

Sus amigos encontramos adorable su amor por las letras, aunque se le esté yendo de las manos. En secreto, y con cariño, la llamamos “Paula la que todo lo lee”.

La semana pasada quedé con ella, me contó sus últimas adquisiciones. Reconozco que me da envidia, y un poco de vergüenza, que ella lea tanto, y tan variado, y yo tan poco en comparación, aunque dudo que haya en el planeta alguien que lea lo que Paula lee.

Luego me contó que unos pajaritos han decidido convertir en corrala de vecinos el biombo de la persiana de su habitación; para echarlos, ha probado con el sonido de un halcón, con Bach y con golpes de palo de escoba, pero nada, ahí siguen, cada vez más a gusto y cada vez más ruidosos.

Así que ayer, dispuesta a echarle una mano, y de paso contribuir a la extensión de su biblioteca, le he comprado un tratado de ornitología, para que se entretenga cuando se canse de jarchas y leyes.

EL SABOR DE LAS NUBES

Cuento en colaboración con Teo Marcos Losa, experto en cócteles en el Gastrobar Los Álamos de Peñaranda de Bracamonte, y mejor persona.

Esta es una historia que le oí a un músico ambulante sobre algo extraordinario que sucedió en un pueblo cercano, (claro, que puede que no fuera en un pueblo tan cercano, y, ahora que lo pienso, creo que tampoco se la oí a un músico ambulante, puede que me la contara un maquinista de tren, que a su vez la oyó en una cantina y que el pueblo no estuviera ni en España, vaya usted a saber), el caso es que voy a contárosla como me la contaron a mí y como yo se la conté a mi amigo Teo un día a la sombra de unos álamos.

Mi amigo Teo, (que lo mismo no es solo mi amigo, puede que también sea mi primo lejano), quedó tan fascinado con ella, que decidió obrar su magia y el resultado lo veréis al final del cuento.

Fue en una mañana de mediados de noviembre que se formaron en el cielo unas nubes de tormenta, al principio grises y luego negras como boca de lobo, precedidas por un viento que agitaba las copas de los árboles y arrancaba las últimas hojas. Los caballos y las vacas barruntaron la lluvia antes que nadie, como suele suceder, y se protegieron de la mejor manera para aguantar el chaparrón, también lo hicieron las gentes del pueblo, de modo que, cuando el aire empezó a amainar, no quedaba nadie en las calles, bueno, puede que nadie no, porque si no esta historia habría permanecido escondida de la voz de los hombres para siempre. Digamos que quedó un joven pastor bajo el techo de una cabaña y que desde allí vio lo que os cuento.

Después de que las nubes se volvieran más oscuras que la noche misma, salió un arcoíris brillante como no se había visto otro en siglos y sucedió que, al tocarlo, las nubes fueron cambiando su color. La que rozó el rojo, se tiñó de rojo; de naranja, la que tocó el naranja; y lo mismo pasó con cada una de las que tocaron el amarillo, el verde, los dos azules y el violeta. Podéis imaginar el espectáculo de un cielo vestido de esta guisa, lástima que nuestro pastor no tuviera una cámara a mano, porque entonces no existía la fotografía y mucho menos los móviles.

Un trueno tremendo, de esos que parecen terremotos, hizo temblar todo en muchos kilómetros a la redonda y, cuando las cosas por fin se quedaron quietas, empezó a llover.

Cerca de la cabaña donde se refugió el pastor había un campo de maíz con sus mazorcas ya maduras a punto de ser recogidas y la lluvia de colores cayó allí, solo allí y, conforme la lluvia mojaba el campo, las plantas se fueron tiñendo del color que las tocaba (menos mal que solo pasó con el maíz, imaginad por un momento, que lo mismo hubiera sucedido con las ovejas).

Como cualquier tormenta, descargó con todas sus ganas en unos minutos, luego el sol se fue abriendo camino y empezó a hacer mucho calor, tanto calor, que las mazorcas que estaban en las lindes del campo estallaron en pequeñas nubes de un olorcillo delicioso que atrajo al pastor hasta ellas.

Ya habréis adivinado que eran palomitas y, si que salgan las palomitas directamente en el campo ya es algo nunca visto, imaginad la sorpresa del muchacho al notar que cada una sabía diferente dependiendo de la tonalidad que la adornaba. Así, las que tiraban a rojo, sabían a granadina; las que parecían más amarillas, a piña; las verdes, a maracuyá; las violetas, a fruto de la pasión; las naranjas, obviamente, a naranja; las azul oscuro, no preguntéis por qué, sabían a coco; y las de azul clarito… Bueno, esas no sabían a nada, pero estaban como congeladas.

El pastor corrió al pueblo a contar lo que había visto y todos los vecinos se apresuraron a comprobar que era cierto. Menuda fiesta montaron con la cosecha, estuvieron días comiendo de aquellos frutos bautizados por el arcoíris, hicieron tortas de maíz, copos de maíz, maíz dulce y todo lo que se os ocurra que se pueda hacer con maíz.

Aquel milagro nunca más volvió a repetirse y, en ese pueblo, y en los de alrededor, todavía cuentan con tristeza la historia del día que el cielo se tiñó de colores y llovieron sabores sobre un campo de maíz.

Cuando le conté esta historia a mi amigo Teo, él me dijo: “Yo puedo hacer una bebida que sepa igual que aquel campo.”

Todavía no os he dicho que mi amigo Teo, entre otras cosas, es muy hábil en eso de mezclar sabores en una coctelera, y días después me regaló esta receta que ahora compartimos con vosotros.

RECETA DEL CÓCTEL POP-CORN (de Teo Marcos Losa)

1 onza de zumo de la Pasión

1 onza de zumo de naranja y maracuyá

1 onza de zumo de piña y coco

1 golpe de sirope de palomitas de maíz

1 golpe de granadina.

Elaboración:

Introducimos todos los ingredientes en una coctelera, echamos hielo macizo, cerramos nuestra coctelera y la agitamos enérgicamente durante 25 segundos.

Depositamos la mezcla en un vaso, metemos ese vaso en una cajita decorada y lo terminamos con unas palomitas de maíz.

JUANA, REINA DE CASTILLA

Juana nació niña, que no loca. La casaron, le dolió; murió su marido, murió su madre.

Su padre y sus hijos la guardaron en un cajón. Veía desde su cárcel el Duero, y reyna a sí misma se llamaba.

Su hijo Carlos llegó de viaje desde Alemania. Se levantaron en armas los caballeros de Castilla más fieles a su dama y muchos pusieron pies en polvorosa mientras ardían Segovia y Medina.

Llegaron los Comuneros para nombrarla reina y señora, legítima heredera de Castilla, de España entera y de lo que no se veía desde la costa.

De poco sirvió.

Tras cruenta batalla, rodaron las cabezas de los líderes de la revuelta y Juana se perdió para la historia como reina, pero quedó como loca.

DIARIO

Con el amanecer, cuando el ruido de los coches todavía no había eclipsado el canto de cortejo de los pájaros, todo permanecía cubierto de un dorado amoroso y el aire era más aire, limpio y vigorizante, sin el picor hiriente que emanaba de los tubos de escape y las chimeneas; en ese instante en que el mundo daba la sensación de ser todavía un niño en pañales, primitivo y virgen, respiró profundo despidiéndose del brillo de la luna para dar la bienvenida a un nuevo día y su corazón se inundó de versos de poeta sin pluma con la que escribir, anclada a una rutina que nada tenía de romanticismo, que no entendía de almas suspirantes ante el espectáculo de la primavera abriéndose paso.

A media mañana, el descanso en su trabajo, repetitivo como el tic-tac del reloj, la arrastró hasta una cafetería llena de vida escurriéndose por los bordes de las tazas, y deseó convertirse en cineasta que contara, en 8 milímetros, las historias de cada vecino de mesa: la de los abuelos que sacaron a los niños del colegio, la embarazada que recibió buenas noticias del médico, los compañeros que debatían sobre los pormenores del fin de semana y la muchacha que leía, apartada de todo lo demás, dando breves sorbos a un vaso de zumo sin despegar la vista de las letras. La del camarero que, envuelto en el halo de vapor de la cafetera y bayeta en mano, con su labor inherente de psicólogo, escuchaba al anciano que daba señas del finado de turno por el que las campanas sonaban y que veía inevitable el canto del metal por su persona, a lo que el barman siempre respondía con una sonrisa y el halagador «Estás hecho un chaval, Manolo.»

Al salir, se vio sorprendida por la lluvia, persistente y fresca, que inundaba los recovecos. Se vio impulsada a retratar con acuarelas el reflejo de las luces, de las hojas, de los zapatos. La paz infinita que despedía el romper de las gotas en los charcos, los círculos concéntricos que intentaban hipnotizar con su dibujo a los que se pararon a contemplarlos, recordaban el verano, las olas en las calas y los barquitos de pesca volviendo a puerto.

El paseo de la tarde con el perro, perdida por los caminos entre lomas pardas de invierno, futuros trigales y campos de amapolas, con el olor a tierra mojada, la serenidad siniestra del barro, el brotar de los tréboles en las cunetas y la firmeza crujiente del suelo bajo sus botas, la inspiraron para hacerse fotógrafa capaz de inmortalizar los surcos hirientes del arado; o bailarina que homenajeara a la vida sobre las puntas de los dedos de los pies.

Pero fue al calor de la hoguera, con el brillo de las llamas y su ritmo embriagador, con la danza anaranjada y el chisporroteo sorpresivo, el que la llevó a tocar la guitarra y componer una balada dedicada al estar en casa después de la rutina, a la historia de los amantes del libro de la chica del bar, refugiados de la lluvia que golpeaba los cristales, enamorados del fuego, desnudos a su calor. Con las espaldas sobre un suelo que reclamaba el tributo a la fertilidad.

PAREJAS DE ASES Y OCHOS

Su falta de supersticiones llamaba la atención en los círculos de jugadores, él nunca había cedido a la presión del hado; si tenía una mala noche no se le ocurría culpar a sus calcetines o a la ausencia del colgante que le dio aquella muchacha tan adorable antes de subirse al tren para nunca regresar.

Si tenía una buena noche no lo achacaba al pie con el que entró en el salón o a la chaqueta que vestía. Aunque, a decir verdad, solía ser el más elegante de sus compañeros de mesa: la barba bien recortada, el traje impoluto y los puños de la camisa blancos y tiesos.

No era para atraer a la suerte, si no las miradas. Alrededor de la mesa solían rondar mujeres hermosas que, si bien no buscaban al amor de sus vidas, podían proporcionarle una noche divertida y, algunas veces, conversación interesante aderezada con un buen whisky.

La invitación había llegado tarde y tuvo que parar un taxi para llegar a tiempo. Acostumbrado a los antros cochambrosos, a los santo y seña, al humo de puro y a los rivales malolientes, le sorprendió encontrarse en un club de caballeros distinguidos, la flor y nata de la sociedad; y eso le puso nervioso.

Dejó su gabardina en el ropero y disfrutó de las obras de arte que colgaban de las paredes. Hasta el murmullo de las conversaciones resultaba gratificante, lejos de los gritos y la chabacanería de sus habituales salones de juego.

Una joven vestida con recato le invitó a acompañarle y recogió su copa vacía. Sin duda todo el glamur quedaba al otro lado de la puerta, un trampantojo que vestía de dignidad la falta de honor de aquellos que salían de la partida más pobres, cuando no arruinados.

El mismo ganado de siempre, con otros nombres, pero iguales en lo esencial: hombres de negocios, ricos herederos y, ¿cómo no?, el nuevo millonario que se hacía notar con un atuendo llamativo y al que los demás sonreían por educación y despellejaban en la intimidad. Desconocía quién de aquellos prohombres había enviado su invitación, pero estaba claro que no se hallaba en la sala.

Después de tres manos catastróficas, algunos de los jugadores comenzaban a relajar sus faroles. Pidió el segundo whisky y estudió a sus compañeros, ahora en serio.

El error de principiante más común era juzgar nada más sentarse a la mesa, un esfuerzo inútil, su abuelo se lo había enseñado de pequeño: “Todo empieza como un baile de máscaras, hay que esperar un par de copas para que la gente deje de acordarse de que lleva un disfraz.”

Y el método no le había fallado hasta ahora.

El que parecía llevar la voz cantante, a buen seguro socio fundador del club, llevaba un rato haciendo girar de forma compulsiva una de las fichas. Luego estaba el iniciado, un púber que acudió a la partida presionado por el peso de las generaciones anteriores de su familia y que no mostraba el más mínimo interés por lo que sucedía sobre el tapete, los ojos se le iban detrás del culo de la camarera. Cerraba el elenco un escritor de novela negra con fama de palmar cada moneda que se jugaba; con él había que tener cuidado. Suele pasar que el más desgraciado te hunde la vida en una noche de suerte única en su existencia.

Decidió hacerse el pardillo sin pasarse, seguía ignorando de dónde había venido su invitación y hasta qué punto se le conocía en la mesa.

«Aguarda» se dijo «esto, como pescar. Tú tira el cebo, que ya picarán.»

En la quinta mano empezó a echar en falta su ambiente habitual. Las bromas, los insultos bienintencionados y las risas de las chicas no tenían cabida en ese salón, y llevaba un rato con la sensación de estar viviendo una obra de teatro muy bien orquestada en la que él era el único actor que no se había leído el guion. Por poco acostumbrado, mejor dicho nada, que estuviera a las partidas entre “señores”, le resultaba sospechosa la entereza con que perdían; ni una mueca de disgusto, ni un suspiro, ni un temblor de manos, ni dudas a la hora de apostar cinco de los grandes.

La camarera se paseaba cerca de él con demasiada frecuencia, pero estaba claro que no chivaba sus cartas o él no iría ganando. En cualquier otro lugar, su presencia le habría resultado hasta agradable, puede que incluso hubiera bromeado con ella, pero había algo cuando abría la puerta que le erizaba el vello de la nuca, aunque también podía ser que la corriente le diera de lleno.

Intentó aplacar sus nervios y concentrarse en lo que sucedía sobre la mesa.

Repartieron la última mano y, antes de levantar las cartas, un escalofrío le recorrió la columna. Dobló ligeramente los naipes para ver las esquinas como si no fueran con él, pero esta vez iban, vaya que si iban.

Miró con miedo al resto de jugadores y entonces el estallido le atravesó el corazón, su cuerpo cayó de la silla todavía con las cartas entre los dedos, parejas de ases y ochos: la mano del hombre muerto.

LA LUNA DE ODÍN

Tengo una amiga arqueóloga y hace tres días quedamos después de meses sin vernos aprovechando que ella ha venido a la ciudad a dar una charla y yo estoy preparando la presentación de mi último libro. Últimamente nos resulta difícil encontrar hueco para tomar un café entre mis escritos y sus expediciones, pero esta vez se obró el milagro y nuestras agendas han coincidido.

Me hacía mucha ilusión el reencuentro porque normalmente, aunque estemos lejos, seguimos en contacto por las redes sociales o por mail, pero mi amiga, en su última excavación, ha estado en la luna y allí no hay buena cobertura.

Nos conocimos el segundo año de universidad en una charla sobre la degradación del hábitat del escarabajo pelotero y fue un flechazo. Al final, ella hizo su doctorado en cultura escandinava y yo me puse a trabajar de columnista en un periódico local.

Siempre me pongo sentimental cuando me acuerdo de aquellos días, rodeadas de copas de vino y tapas a medianoche. Nos convertimos en unas snobs que soñaban con carreras prometedoras: ella como Indiana Jones y yo como la nueva Virginia Woolf (a ser posible, sin suicidio al final).

Hace un par de años me dijo que se iba a la luna, que tenía una corazonada y que no podía contarme más. Mentiría si dijera que no me preocupé; los viajes a la luna están a la orden del día, yo misma estuve el año pasado de vacaciones, pero temía por su reputación. ¿Qué pretendía encontrar allí? ¿La huella de Neil Armstrong?

Pues, contra todo pronóstico, encontró algo, algo muy gordo. Y, a pesar de que puede ser el descubrimiento de sus sueños, también se ha convertido en su peor pesadilla.

Para empezar, la conferencia que iba a dar se ha suspendido y ayer me llamó muy asustada. Dos tipos con cara de pocos amigos se personaron en su casa blandiendo unas identificaciones de la NASA y le dieron la invitación para una reunión con la mismísima presidenta de los Estados Unidos. De entrada le han prohibido divulgar su descubrimiento y le han secuestrado las muestras arqueológicas que había recogido. Estaba desesperada, y me ha pedido que vaya con ella. Dudo que me dejen entrar pero, si llegamos juntas hasta la puerta, ya habré cumplido como amiga.

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Mira qué majos son en la Casa Blanca. Mientras esperas, te dan té con pastas y, si la cosa se alarga, te hacen una ruta turística por el edificio. Yo estaba encantada, hasta que mi amiga salió de la reunión. Menuda cara traía. Se ve que lo que ha encontrado pone en peligro la estabilidad mundial y se ha clasificado como TOP SECRET. Vamos, que ha pasado a coger polvo con algunas reliquias masonas y los alienígenas del Área 51.

Ni las gracias le han dado.

Cuando hemos vuelto a España yo ya no podía más. Hemos parado en un café y le he preguntado a bocajarro qué coño había encontrado.

«Vikingos.» Me ha dicho. «Los vikingos estuvieron en la luna.»

A mí se me ha puesto en mente el gallego aquel que ha venido de El Ferrol a conquistar las marcianas, sí, a conquistar las marcianas… Que no creo que fuera vikingo, pero vaya usted a saber.

Le he comentado a mi amiga, dentro de mi ignorancia en la materia, que una cosa es que los fornidos nórdicos tuvieran barcos que lo mismo te navegaban por mar que por río, y otra muy distinta, por no decir una barbaridad, que hubieran conseguido subir hasta la luna a golpe de remo.

Ella me ha explicado como, en una de las sagas, se relata el viaje de Nosequién Noséquesson a una tierra de suelos grises y sin viento más allá de las nubes y las estrellas. Mi amiga, que había invertido todos sus esfuerzos en encontrar el destino de aquel viaje, se vio una noche mirando a la luna y lo entendió.

Los primeros meses de excavación fueron un infierno, físico y psicológico, hasta que una tarde, bajo las cerdas de su pincel, asomó algo brillante: un hacha en perfecto estado, y no un hacha cualquiera, un hacha vikinga de no recuerdo qué periodo.

Después todo fue coser y cepillar: brazalete, escudo, broche y, por último, un esqueleto inhumado con toda su parafernalia sin incinerar (huelga decir que en la luna no se puede hacer fuego).

Yo la he escuchado embelesada, aunque para mis adentros pensara que, mejor que a la Casa Blanca, la tendrían que haber enviado a la consulta de un psiquiatra.

Cuando ha terminado de contarme su hallazgo, se ha dado cuenta de que me costaba tragarme su aventura y, con cara de suficiencia, me ha mostrado unas fotografías en su móvil. Allí estaban todas las piezas descritas y, por si todavía albergaba alguna duda, en una de las imágenes aparecía ella de cuclillas frente a los tesoros con la Tierra de fondo.

Hasta yo, que estoy poco puesta en este tipo de avatares, comprendo que se trata de un descubrimiento a la altura de la tumba de Tut-ankh-amon. ¿Cómo pueden silenciarlo?

Por lo visto, después de la que habían montado Rusia y Estados Unidos con la carrera espacial en los sesenta del siglo XX, y lo mucho que les había costado encontrar la paz, no es plan que el viaje de un señor hace dos mil años desentierre el hacha de guerra. Mi amiga replicó que el hacha ya se había desenterrado y que, se pusieran como se pusieran, además era vikinga, pero la han despedido con una amenaza nada velada y un “buenas tardes” muy educado.

Así que aquí estamos las dos, conscientes de un secreto que podría cambiar la historia de la Humanidad, pero que nunca saldrá a la luz; por eso les ruego que no digan nada ni a familiares ni a amigos, que estos de la NASA tienen muy mala baba y nunca sabe una dónde tienen un espía.