Primero se oyó el rasgar de una teja que caía a lo largo de la fachada y luego la casa empezó a temblar. El matrimonio dejó sus lecturas y salió al pasillo. Desde allí se oía el crujido de las hojas que el viento estrujaba contra los canalones, el repiqueteo de una contraventana en el dormitorio principal y un goteo leve pero constante en el grifo del patio; aunque por la ventana se veían los árboles quietos, la casa seguía temblando.
Entonces, sobre el tronco de la chimenea, cayó un ladrillo y después otro, y otro más. Se combaron los estantes que había a los lados, una avalancha de libros se precipitó cuando los basares quebraron por la presión. La loza de la alacena acompasaba su tintineo con el grifo del patio, con la contraventana del piso superior, y la casa temblaba.
Hubo un silencio denso, palpable; un estallido bronco que resonó por todas las cañerías.
La casa tosió cenizas y el esqueleto de un pájaro sin dejar de temblar.
El salón se llenó de hollín y pedacitos de cemento.
Por último, a través de la chimenea, entró la luna y apagó el fuego.