FIN DE NANA VIEJA

Al arrullo de nana vieja

le viene faltando el alma, 

que la han invadido los sones;

se llevaron las ovejas

que le permitían entrar en la casa.

Ya no duerme el niño tranquilo

en su cunita de madera

ni en el mejor colchón de plumas,

ni en la almohada más ligera,

porque le han invadido los sones

al arrullo de nana vieja.

REMOTISMO I

Tengo a los seres diminutos que habitan mi cabeza en huelga hartos de correr por una biblioteca interminable, de subir y bajar escaleras, de juntar tomos y tomos de títulos inconexos; la neurona que permite que mi corazón lata y los pulmones respiren, que parpadeen los ojos y trague saliva, parece la única dispuesta a hacer algo por este amanecer nuevo que sopló polvo sobre las tumbas de sus hermanas desaparecidas, huidas de un cansancio que se hacía insostenible.

Rendida ya a la certeza de que nunca volverán, esa diminuta célula nerviosa a veces encuentra un hueco en sus quehaceres para darme un pellizco pequeño justo detrás de la oreja, creo que por mantenernos despiertas, y me pide que salgamos corriendo, lejos, al final del camino, a un abismo remoto en que refugiarnos un día, una semana, el resto de los días.

PREGUNTAS A UN DOLMEN OLVIDADO

Cuéntame, piedra sagrada, quién te puso en este sitio, que secretos cobija tu sombra; si acaso te hicieron cosquillas los pelos de la cola de la raposa o te molestan los trinos de las alondras en primavera; si a tu vera se dieron abrazos los enamorados o un druida te honró como sepultura de unas gentes que murieron décadas antes que él. Si el sol entra furtivo dos veces al año por tu puerta, si la luna se fija en tu postura para saber dónde está. Quizá son las estrellas las que influyen en tus grabados o la caza de un ciervo con el que celebraban la llegada de la vida, o su final.

Cuéntame piedra sagrada, si hubo cinco o cien levantándote del suelo, si ellos hicieron música cuando acabaron la tarea, si fueron niños o ancianos los que encomendaron a tu cuidado o dejaron que cuidaras de ti misma, sin más augurio ni señal. Cuánto de lejos estabas del agua, si la encina que tienes al lado tuvo otra madre en el mismo lugar, o si conociste el calor de las hogueras o las ofrendas más allá de las que yo te dejo. Cuánto hace que nadie te honra, si alguien perturbó tu descanso, si te sentiste herida o permaneciste valiente ante su violación, si te gusta que venga a contarte historias y si se parecen a otras que los antiguos te vinieron a contar.

Justo es que me acuses de preguntona, me escuece demasiado la curiosidad, pero te prometo que este salmón de trapo escucha sin orejas, y está deseando que le cuentes qué vieron tus ojos tallados, si es que algo vieron, o escucharon, pues algo has hecho más que estar ahí clavada.

¿Conociste a las hadas? ¿Es ese espino que tienes enfrente la entrada a su casa o quizá solo la guarida de un conejo que huye del eco de los tiros que se oyen a lo lejos? ¿Te visitan las ánimas por el Samaín? ¿Esa flor blanca ahí a tus pies, la cuidas o te da igual? ¿Sientes el aroma de la lavanda que te roza con la brisa que me revuelve el flequillo? ¿Te molesta que deje por escrito lo que me haces pensar?

SIBERIA

SIBERIA

Sabía que un ramo de flores no iba a arreglar nada, con ella un ramo de flores era casi un sacrilegio. Con otras era más fácil: una joya, unas rosas, una canción… pero con ella no, con ella todo era siempre más complicado, aunque también más excitante. Y, quizá por eso, había optado por lo más ordinario, porque era lo menos esperable entre ellos: algo corriente.

Le sudaban las manos, el papel de seda con el que habían envuelto el ramo se deshacía con la humedad de los tallos y por momentos temió que sus palmas se hubieran teñido de color morado. Volvió a mirar las flores. Llamó al timbre y agachó la cabeza.

¿Cuál era el protocolo a seguir para la entrega de semejante pipa de la paz?

En cualquier caso, a ella no podría engañarla, no en eso, al menos. Le conocía demasiado bien; tan bien como para saber que él ya estaba pensando en otra antes que él mismo se replanteara sus sentimientos. Y, sin embargo, por muy lejos que se sintieran desde hacía tiempo, no debió dejarla marchar sin una explicación, sin una disculpa, sin un “te quiero, pero ya sabes…”

Creyó escuchar su respiración al otro lado de la puerta y le empezaron a temblar las rodillas. Ella abriría con naturalidad y él se sentiría desarmado porque ella nunca mereció nada más que respeto y él, precisamente él, le había faltado a tal.

El picaporte tardó una eternidad en girar, la puerta se demoró un siglo en separarse del marco y la oscuridad le atrapó el aliento.

Ella frente a él con los ojos hinchados de llorar, el pelo enmarañado en una coleta que se había rehecho varias veces sin ser peinada, los surcos de las lágrimas descendiendo por sus mejillas.

A él se le cayeron al suelo las flores y el alma al mismo tiempo y estuvo tentado de ponerse de rodillas para pedir perdón mil veces, de ofrecer su vida en sacrificio por un dolor que había subestimado. Ella, la dueña de su destino, impertérrita en lo alto de su montaña, calma después de la tormenta, huracán justificado, río desbordado, era ahora poco más que los despojos de un gigante, el junco que se quiebra con el viento, la última hoja que se desprende al comenzar el invierno.

Ella recuperando su dignidad, barriendo sus pedazos bajo la alfombra, le invitó a entrar.

—Dime al menos que las flores son para mí— le dijo, y dibujó una sonrisa que no combinaba con la desolación de su rostro.

—Tenía miedo de que no las quisieras.

Y le parecían pequeño pago para una diosa derribada de su altar a golpes.

—Son preciosas.

Ella y su condescendencia, su no querer herirle. Él deseando sacrificar un toro blanco para honrarla, encender todos los altares del mundo en su memoria, ofrecerse a lo más profundo de un volcán; tentado de poner en sus manos un cuchillo y dejar que le arrancara el corazón y que lo pusiera en la repisa, aún palpitante, junto al ramo de flores, el papel de seda desteñido, la última foto juntos, la primera carta de amor.

—Lo siento— masculló él.

—¿El qué?

—Todo.

—¿Todo?

¿El primer beso, la última caricia, los “te amo”, las batallas bajo las sábanas, los versos dedicados, los regalos, los minutos, las ausencias, las excusas?

—Todo.

Ella rio con una risa falta de desespero, de locura, más serena que nunca; rio a carcajadas y desapareció por la puerta de la habitación seguida por el eco de su risa. Regresó en un momento con el pelo recogido en una trenza, con la cara lavada, los ojos brillantes, revestida de misericordia; ave fénix resurgida de unas brasas que él no era capaz de apagar; primer brote entre la nieve, rayo de luz entre las nubes, ángel redentor, jinete del Apocalipsis, lobo desatado, enorme serpiente capaz de engullir el sol.

—Todo es demasiado para lamentarse.

Y él se sintió minúsculo, grillo en medio de una noche eterna que canta a una estrella perdida en el infinito. Sintió la tentación de acariciarla, de iniciar un águila de sangre por la traición perpetrada, de pasar por doce pruebas, de coger el barco hacia Ítaca por ella; cualquier cosa menos la culpa, cualquier palabra menos su perdón.

Le tomó de la mano y le dijo: «Vámonos».

Y se dejó arrastrar como tantas otras veces, dispuesto a seguirla hasta el último confín del mundo conocido, más allá de las constelaciones, al Hades mismo si con ello regresaban su mirada tierna y su pecho abierto; si podía hacer de su sonrisa algo perpetuo.

Comenzó a verse héroe redimido que vuelve con todos los tesoros para alcanzar la honra de su mano, de sus labios, de su amor inquebrantable, pero ella, Medusa desairada, Maeve traicionada, Freya imperturbable, lo condujo al lugar donde se conocieron y allí lo abandonó a su suerte rodeado de todas las ánimas condenadas, de licántropos, vampiros y habitantes de la laguna Estigia para que dispusieran de su alma.