DE TRES II

Llegó la primera, con sus pantalones anchos y la camiseta ajustada.

“Te debo un cerebro” dijo, y luego saltó repitiendo: “¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?”

Yo intentaba lavarme los dientes, fregar los cacharros, hacer mi trabajo, preparar el café…

Ella saltando alrededor. “¿Te acuerdas?”

Me hablaba de los sueños imposibles, de canciones, de amores platónicos; de noches en vela rodeada de amigos, de lugares seguros; de pellizquitos en la boca del estómago, de vientos verdes, de lagunas negras.

Al poco vino la segunda, sigilosa y tierna, con su cuaderno bajo el brazo, con el bolígrafo en la mano.

“Te debo un cerebro” dijo, y luego empezó a desatar unicornios, a pedirme ayuda para buscar hadas; a contarme historias, a prender hogueras…

Alrededor de las llamas, la otra bailaba.

“Te debemos un cerebro” coreaban.

Yo seguía intentando lavarme los dientes, fregar los cacharros, hacer mi trabajo, preparar el café… La una saltando: “¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?”; la otra señalando cada idea que se nos escapaba: “Esto merece un poema.” “Esto bien vale un relato.”

“Te debemos un cerebro.”

Y sonreían, y me tendían las manos para que las acompañara.

“Es tarde, chicas” les decía; pero ellas, nada.

“¿Te acuerdas?” “Mira que bonita melodía para narrarla.” “Te debemos un cerebro.”

Y yo intentando hacer la ensalada.

“Te debemos un cerebro.”

Y yo preparando la maleta, limpiando los baños.

“¿Te acuerdas?” “Mira, un duende.”

Casi empano la lechuga, se me olvidó llamar a casa, se me destiñó un calcetín en la lavadora y me tiñó todo lo demás.

“¿Te acuerdas?” “Mira, un hada.” “Te debemos un cerebro.”

Bailé con ellas, escribí poemas, canciones; vimos atardecer, canté duetos imaginarios, hicimos conjuros con hierba de San Juan, nos perdimos en las estrellas.

“¡Basta! Mañana una de las tres tendrá que ir a trabajar e irá cansada.”

“Voy yo” dijo la primera.

“Si tú solo cantas y bailas”

“Voy yo” dijo la segunda.

“Antes de media hora habrás muerto de tedio y desesperación.”

“Tú no puedes ir. Te debemos un cerebro y, sin cerebro, no eres nada.”

Así que hemos venido las tres, a ver qué pasa.

DE CÓMO CONOCÍ A MI MUSO

Rompió el ajetreo de la mañana un zumbido ligero que ahora se posaba cerca de mi oído izquierdo, ahora cerca del derecho; que revolvía los pelos sueltos de mi coleta. Noté un peso pequeño, muy pequeño, sobre un hombro; pero mi trabajo anodino requiere concentración, no me permite lujos como prestar atención a esas cosas. El zumbido se volvió furioso, removió con rudeza mi coleta y se marchó tal y como había venido.

Me estaba despertando de la siesta, y regresó casi dulce cántico que, juraría, se hacía eco de mi nombre. Como aún tenía los párpados cerrados, convino en que sería mejor dejarme por el momento y se marchó tan rápido como había llegado.

A media tarde, mientras me deleitaba con unos albaricoques fresquitos y jugosos, otra vez vino el zumbido, como multiplicado, y fue entonces cuando no solo oí mi nombre con nitidez, sino también un sollozo, una queja, un reproche.

«Si es que así no hay manera.» Decía una diminuta voz.

A esa diminuta voz se le sumaron otras que sonaban a consuelo. Rebusqué en la habitación el origen de aquellos sonidos y, en un rincón, justo entre las partituras, los borradores de los relatos, el mástil de la guitarra y la funda de la lira, había un grupo de seis o siete seres pequeños y brillantes que hacían corro alrededor de uno un poco más grande.

Al darse cuenta de que por fin los veía, se volvieron airados y abrieron el círculo para que pudiera mirar hacia el mayor, que, juraría, crecía por segundos.

«¿Ahora sí?» Me dijo enfadado. «¿Ahora ya me ves?»

No supe qué contestarle. Tenía los ojitos llorosos y negros, como dos bolitas de obsidiana pulida; la nariz chata y unos colmillitos que asomaban graciosos entre los labios, que apenas eran una línea.

«¿Eras tú el de esta mañana?»

«El de esta mañana, el de esta mañana.» Replicó como un niño. «Y el de por la tarde, y el de después de la cena de ayer y el de las cuatro de la madrugada. Es que contigo no hay manera.»

«¿No hay manera de qué?»

«Pues de trabajar.» Respondió otro de los seres, que parecía un garabato de color morado, como un gallifante puesto de perfil.

«Es que luego os venís quejando. Nos echáis la culpa a nosotras…» Añadió otra que enrojecía por segundos.

«Qué fácil culparnos, y lo que pasa es que sois unos vagos, todos.» Sentenció una cuarta con los brazos en jarras; digo yo que serían brazos, porque en realidad eran como vibraciones en el aire.

«Perdón.» Musité sin comprender en qué lío estaba metida.

«Claro. Perdón, perdón. ¡Qué palabra más fácil! Y, mientras, este pobre engordando hasta casi reventar.» Me riñó de nuevo una de ellas señalando a la primera.

«¿Y qué tengo yo que ver con eso?»

Un bufido, juro que sonó como cuando un caballo resopla después de una galopada, se hizo dueño de la habitación y todos aquellos seres se alinearon con cara de pocos amigos hacia mí; todos menos el primero, que seguía mirándome con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

«Perdón.» Repetí.

«Y otra vez con el perdón. ¡Qué hartura de artistas!» Dijo otra, y las demás asintieron con pesar.

«De verdad que no era mi intención. No sé qué he hecho yo para que engorde. Ni siquiera sé quiénes sois.»

«Lo que nos faltaba.» El garabato morado empezó a caminar en círculos moviendo la cabeza con incredulidad. «Si eso nos pasa por idiotas, toda la vida, milenios, al servicio de estos… de estos…»

«Calma, que te pierdes. Nosotros no usamos ese lenguaje.» Intentó apaciguarlo otra.

«Pues bien que se lo soplaste a la oreja a aquel dramaturgo.»

«Soplamos esas palabras, no las usamos.» Insistió. «Y el tema no era ese.»

Volvieron a mirarme todos directamente con cara de mayor disgusto si cabía.

«¿Así que la señora no sabe quiénes somos?»

«De verdad que no, y lo siento mucho, muchísimo.»

Mi cerebro corría buscando información sobre todos los seres mágicos que conozco, y puedo jactarme de que no son pocos: “¿Leprechauns? No. ¿Hadas, anjanas, mouras…? Tampoco. ¿Diañus burlones? Por las pintas podían ser, pero no habían roto nada todavía. ¿Trasgos? Demasiado grandes. ¿Busgosus? Demasiado pequeños. ¿Caballucos del diablo? Ni iban a lomos de libélulas, ni era la noche de San Juan. Piensa, Rori, piensa.”

Mientras yo cavilaba, ellos parecían entretenidos; leía en sus ojos, en sus sonrisillas burlonas, que veían pasar todas mis opciones como una película y les estaba haciendo gracia. Algunos optaron por sentarse, no sé si para estar más cómodos o porque sabían que iba a tardar un rato en dar con la respuesta.

«Musas, somos musas, so melón.» Dijo finalmente el de los ojitos de obsidiana. «Y yo soy el tuyo, personal e intransferible.»

Mi pensamiento tras la revelación debió de ser la mar de divertido, porque el resto de musas se echó a reír, algunos pateando en el suelo, otros con carcajadas tremendas que hicieron temblar las cuerdas de la guitarra.

«Con buena has ido a dar.» Se burló una.

«¡Callaos ya!» Gritó mi muso. «No es mala gente. Solo que ahora está un poco torpe, eso es todo.» Me disculpó, y yo no supe si agradecerlo o sentirme ofendida.

«Pues con torpes no trabajamos.» Espetó otra.

Yo quería replicarles, pero no tenía intención de darles más comedias por el momento.

«¿Y por qué dicen las demás que es culpa mía que engordes?» Opté por preguntar directamente a mi muso para salir del embrollo.

«Mira esta.» Siguió otra. «Distingue un alicornio de un oricuerno y no conoce el funcionamiento básico de la creación. Pues porque no das palo al agua y él se hincha con cada idea que te quiere proponer y no te dejas, acémila.»

«¡Que basta, he dicho!» Repitió mi muso con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

Se acercó y levitó hasta mi hombro izquierdo; apartó con cuidado un mechón de pelo y se acomodó entre la clavícula y el cuello.

«En la playa de Esteiro…»

Sonreí, recordaba el momento preciso en que su vocecilla había pronunciado aquellas palabras por primera vez; hacía tanto tiempo, tras unas vacaciones en Galicia. Mi primer poema con apenas nueve años.

«Tenías el pelo más rubio y menos rizado.»

«Sí que es verdad.» Admití. «Te quedó un poema precioso.»

«Me, no: nos. Hemos crecido juntos, y aquel fue el trabajo de dos mocosos, pero ahora… Ahora vamos a trabajar en serio, querida.»

LUNA-LUNA

Luna-luna está inquieta,

quiere aprender a montar en bicicleta.

Luna-luna tiene hambre

y come bocadillos de fiambre.

Luna-luna es muy lista

y quiere ser malabarista.

Luna-luna se pone elegante

para dar paseos en elefante

Luna-luna, cuando llega el día

se mete en la cama

y se queda dormida.

SASQUATCH

La primera vez que vi un pies grandes yo estaba trabajando en una zapatería y él venía con su pequeño para comprarle unas deportivas porque lo habían apuntado a extraescolares en el polideportivo municipal. Compraron un modelo flexible y poco llamativo, lo que molestó al ¿niño?. Les cobré los zapatos, se fueron, y yo no volví a pensar en ellos hasta un par de meses después, durante una excursión de la Sociedad Ornitológica. Era temprano, muy temprano, esa hora en que los pájaros todavía creen que el mundo se terminó anoche, y yo había conseguido un puesto bastante cuco para ver el vuelo rasante del zarapito. Estaba concentrada en buscar el mejor ángulo cuando una sombra comenzó a cubrirme por detrás; al principio no me dí cuenta, pero pronto fue una sombra difícil de ignorar, después una mano enorme se posó en mi hombro y un extraño gruñido articuló las palabras: “Al final juega al rugby.”

Reconocí enseguida al padre pies grandes y sonreí contenta porque su ¿muchacho? hubiera encontrado un deporte que le gustara.

“Hoy no volarán” articuló con un nuevo gruñido y se alejó entre los árboles sin hacer ruido.

Aunque me alegré por lo del rugby y de que se acordara de mí, no me hizo ninguna gracia que tuviera razón y haberme dado el madrugón para nada.

Recogí mis cosas, regresé al coche donde todos se quejaban porque no habíamos visto ningún pájaro y no volví a pensar en ello hasta esta mañana, que, como estoy trabajando de recepcionista en la consulta de un podólogo, ha llegado el pies grandes a pedir cita. Hemos consultado ambas agendas (los pies grandes son seres la mar de ocupados) y hemos acordado que le vendría bien el jueves que viene a las 10; le he preguntado por cómo le va a su ¿chaval? con el rugby, me ha dicho que lo dejó y ahora quiere tocar el banjo en un grupo folk.

DE VIBRACIONES A CONTRATIEMPO

DE VIBRACIONES A CONTRATIEMPO

Desde el otro lado de la habitación, intimidada por las cuerdas de ukeleles y guitarras, me mira con ternura la lira y, de cuando en cuando, mientras los acordes fuertes inundan el cuarto, ella se hace el eco trémulo de una nota, una sola, que queda suspendida en el aire hasta la hora de irme a dormir. Cuela sus ancianas canciones en mis sueños con dulzura, porque sabe que allí el resto de curvas panzas no osan entrar, y me recuerda que, antes que nadie, fue ella la que acompañaba mis versos, con la firme esperanza de que mañana, cuando despierte, encierre en negras fundas a sus vástagos evolucionados y solo la deje vibrar a ella. Y, cada mañana, cuando despierto, me prometo que hoy será que rescataremos de mi memoria sones de entre círculos de piedra, de orillas de acantilado, de viento entre abedules, pero llega la tarde y acordes más modernos imperan en mis dedos mientras mi mirada la evita de soslayo y su pequeña vibración se me enreda en el pelo dispuesta a intentarlo una noche más.

¿CUÁNTOS CORAZONES TIENE UN PULPO ENAMORADO?

Al principio Pulpo solo tenía un corazón, un corazón que bombeaba su sangre azul (sin que fuera de la realeza). Tan pronto ese corazón se llenó de adoración por el mar, tuvo que salirle otro para hacer las funciones normales de un corazón sin que le quitara un mínimo de espacio para el cariño que tan feliz le hacía; así que, a partir de entonces, Pulpo tuvo dos corazones, que si bien latían al unísono, en nada más se parecían; y no llevaba mucho disfrutando de tan peculiar cualidad cuando conoció a otro pulpo y se enamoró.

LA DAMA SINGULAR

Finalista en el Premio DONBUK 2022

Valentina Lópes Da Rienda fue siempre mujer remilgada en extremo. Se contoneaba por las avenidas con aire condescendiente; poco le importaban las miradas extrañadas por su aspecto, aun pasados los cuarenta vestía tirabuzones artificiados, enaguas de encaje bajo un vestido azul oscuro que acompañaba los domingos con guantes de seda, como sacada de una viñeta de dos siglos atrás.

Compraba la lencería en las mercería antiguas y tenía un ajuar de abuela, de cuyo origen nadie supo jamás, entre el que se hallaba un corsé de ballena de verdad. Esta pieza tan singular la vestía solo los días de fiesta grande, junto con un vestido provocador en otra época que ahora se antojaba trasnochado hasta para una película de ambientación decimonónica. Siempre se paseaba con aquellos aires de grandeza, como si fuera una Sissi o una Maria Antonieta, regalando sonrisas esquivas a los hombres que la miraban más con curiosidad que deseo.

Los domingos por la tarde acudía al parque con una bolsa de restos de pan que echaba de comer a los patos con un gesto al borde del desmayo. Nunca usó maquillaje, si acaso se pellizcaba las mejillas, y nadie vio de su anatomía más allá de las muñecas o el tobillo. En verano evitaba el sol y paseaba por la playa de las Moreras con un largo vestido blanco y una sombrilla de encaje raído que había conocido días mejores por lo menos un siglo atrás. Una digna musa de Sorolla bajo los cielos de Machado.

En invierno enfundaba las manos en un tubo de pellejo que olía a naftalina y, si nevaba, transportaba a una escena de Doctor Zivago. Se recogía los bucles en moños complejos que luego escondía bajo un pequeño sombrero. Había en el barrio quien juraba que, tras el abrigo negro, escondía una banda exigiendo el voto para la mujer y que organizaba meriendas con dulces y té para una sociedad de escritores y otra de seguidores de Sherlock Holmes. Nadie sabía de dónde salía el dinero, aunque las malas lenguas hablaban de un viejo nostálgico que le concedía todos los caprichos a cambio de verle las rodillas una vez por mes. Otros, más románticos, insinuaban una herencia entre cuyas cláusulas se hallaba la explicación a su atuendo y, por último, había una patulea de adolescentes que la veneraban como una visionaria y que se paseaban tras ella con aires de Oscar Wilde, lirio en el ojal incluido. Ninguno de ellos logró sin embargo acercarse a Valentina lo suficiente como para besarle la mano o adularla con ocurrencia, pues ella solo cruzaba palabras con el tendero y poco más.

En su mundo reducido a tres manzanas de casas, hubo quien esperó siempre que montara en una calesa. Jamás nadie la vio en el teatro, la iglesia o la Universidad.

Tras los visillos amarilleados por el tiempo y la lejía, la luz del quinqué apenas llegaba a la mesita de café. Sobre un sinfonier descansaba lánguida la pluma junto al tintero y un cajón lleno de cartas por enviar. Los viernes por la tarde, el olor amargo del lacre inundaba el descansillo y todos los vecinos sabían que el lunes saldría temprano en dirección a la estafeta de correos para enviar unas misivas que siempre tenían remitente y rara vez destinatario. Los martes escuchaba a Mozart, los miércoles leía a Austen o Shelley o alguna de las hermanas Brönte y los jueves se permitía un merengue de Cubero que le empolvaba de manera graciosa la nariz. Nunca dio señales de falta de cordura y era de maneras educadas; preguntaba a doña Filomena, la del tercero, por sus nietos; a don Cosme por el perro, y sonreía con dulzura al bebé de los del cuarto, una pareja igual de anacrónica que ella, salvo que ellos, al menos, habían saltado de siglo y se habían asentado en los setenta de la paz y el amor. El administrador de la finca había cambiado cinco veces y el último, un muchacho recién salido de la facultad, era el único que entendía a tan peculiares vecinos, por otro lado conformes y al día en los pagos, lo que le quitaba bastante trabajo. Solo una condición le ofuscaba, y era el empeño por mantener el papel pintado de las paredes y el ascensor, casi un prototipo, que había que reparar cada veintiún días con precisión suiza y para el que cada vez costaba más encontrar mecánico.

El retrato del edificio lo completaba una imprenta que olía a aceite de engrasar y a tinta vieja, muy acorde con el resto del inmueble, y en la que Valentina se sentía como en casa. Los operarios, casi tan antiguos como las máquinas que manejaban, saludaban con cortesía a la singular dama, quizá inspirados por los vapores, por el ruido, o por la limpieza que despedía en un mundo ennegrecido.

Y es que, en su agenda milimétrica, había un espacio, un espacio privilegiado, en el que Valentina acudía con un mandil de hule y el pelo recogido en descuidada trenza, a imprimir sus pensamientos y los de otros a cambio, y este era el secreto, de un exiguo estipendio que pagaba sus pocos caprichos y sus muchos anhelos. Utilizaba para este menester la hora previa al almuerzo de lunes a sábado y el momento en que otros iban a misa los domingos. Allí escondida, entre tipos y manivelas, daba rienda suelta a sus recuerdos, la mayoría inventados, que compartía en la cita semanal de los sábados por la tarde con los miembros de la Romantic Society, que, a pesar de estar sita en Valladolid, en la acera Recoletos, escogió el nombre en inglés por modernidad y desde cuyas ventanas, acorde con su nombre, se veía la arboleda del Campo Grande y, un poco de refilón, la estatua de José Zorrilla, a quien veneraban como a un dios y a los pies de la que colocaban, cada veintiuno de febrero, un poema que escribían entre todos durante la semana anterior.

Conseguían el material para sus veladas en una vieja papelería que hacía esquina con el Pasaje de Dulcinea y que nadie, excepto ellos, sabía encontrar; un agujero de gusano en medio de una ciudad que se alejaba cada vez más de su modernismo impresionante para sucumbir al siglo XXI sin miramientos ni nostalgias.

Nadie sabe cómo, pero se las ingenió para contraer una tuberculosis que derivó pronto en neumonía; durante tres semanas se turnaron para velarla junto a la cama los socios de la Romantic Society y, llegado el triste momento, tal como dejó dispuesto, doña Filomena la vistió con un traje negro de encaje en el cuello, colocó entre sus manos un pañuelo del mismo color y, en un carro tirado por caballos seguido de una comitiva a pie que hizo las delicias de paisanos y turistas, se condujo su féretro al cementerio del Carmen para darle digna sepultura en el Panteón de los Ilustres donde la Dama Singular hace ahora compañía a Delibes, Rosa Chacel y su amado Zorrilla.