EL MUNDO ANTES DE QUE AMANEZCA I

El mundo antes de que amanezca está poblado de silencios extraños que rompe el sonido lejano de un coche, del cantar de los grillos que huyen de los aspersores, de sombras de árbol que no sirven como refugio ante un primer rayo de sol; de tórtolas madrugadoras, de pájaros trasnochados.

El mundo antes de que amanezca somos las estrellas y yo.

LETRAHERIDO

Ensimismado en la contienda que se desarrollaba sobre el papel, no alcanzó a ver cómo, al llegar a la palabra “daga”, esta saltaba de la página para clavarse en su corazón.

LA NOCHE EN QUE LA CASA QUISO SALIR CORRIENDO (ejercicio de intriga)

Primero se oyó el rasgar de una teja que caía a lo largo de la fachada y luego la casa empezó a temblar. El matrimonio dejó sus lecturas y salió al pasillo. Desde allí se oía el crujido de las hojas que el viento estrujaba contra los canalones, el repiqueteo de una contraventana en el dormitorio principal y un goteo leve pero constante en el grifo del patio; aunque por la ventana se veían los árboles quietos, la casa seguía temblando.

Entonces, sobre el tronco de la chimenea, cayó un ladrillo y después otro, y otro más. Se combaron los estantes que había a los lados, una avalancha de libros se precipitó cuando los basares quebraron por la presión. La loza de la alacena acompasaba su tintineo con el grifo del patio, con la contraventana del piso superior, y la casa temblaba.

Hubo un silencio denso, palpable; un estallido bronco que resonó por todas las cañerías.

La casa tosió cenizas y el esqueleto de un pájaro sin dejar de temblar.

El salón se llenó de hollín y pedacitos de cemento.

Por último, a través de la chimenea, entró la luna y apagó el fuego.

TODAY III

Esa pena que arrastro hoy sin sentido (sin secretos porque no es nueva) a veces nace de los sueños, a veces del cambio del viento; esa pena, que me hunde los hombros, me atenaza el pecho sin remilgos porque es mía y sabe de dónde viene, aunque nunca sabemos hasta dónde va, quizá hasta agosto, hasta noviembre…

Esa pena a veces se queda un año sin dejarme dormir y, cuando no está, una parte de mí la echa de menos; no por la pena, sino por el sendero que lleva a ella, a esa pena, que más que pena es cansancio, es saber que no estás donde debes mientras los de tu especie te gritan en sueños: «Vuelve a nosotros, regresa«.

Esa pena de ser de un lugar perdido en el tiempo y en la memoria del resto de mujeres y hombres; de saberse inferior y superior en un mismo momento.

Si tan solo…

Pero la posibilidad no existe, no llega, a pesar de que el viento se ha llevado el verano que parecía estar aquí, a pesar de que el viento (que a veces es mi amigo) se niega a traerme otoño o invierno, solo disfraza a junio de marzo y luego se marcha, tan campante, en dirección opuesta a la que ha venido. Y yo me quedo esperando a las hogueras de agosto, con su crujido entre los trigos maduros, aunque sé que, lo mismo, el mal viento se quedará hasta el tiempo de las calabazas y quizá más allá. Y la idea me aterra, y me consuela, y me encoge los músculos de las piernas para que no pueda salir corriendo o ir más rápido que el calendario.

«Este año será como ellos quieran, como siempre.” Me digo.

Mira que eres terca, mira que no aprendes.» Repiten las voces de los de mi especie que se esconden entre los pétalos de los girasoles como el año pasado se escondieron entre los terruños de los campos en barbecho.

«Mira que no aprendes.» Repiten, como si no les hubiera oído la primera vez.

Y vuelve a rolar el viento, los sueños no cesan, encuentran siempre un atajo entre el hielo o el aire ardiendo, y se presentan, y al principio sonrío murmurando: «De nuevo estás aquí«, aunque sé por experiencia que, pasadas dos o tres noches, empezaré a arrastrar esa pena.

COSAS QUE PUEDEN PASAR UN DOMINGO II

Como si de una plaga de langostas se tratara, una avalancha de científicos se instaló en el único hostal del pueblo.

Unos meses antes, un turista había grabado un vídeo que se hizo viral, y así se propagó la noticia de que, en Villalugos, los vecinos nadaban por las calles dando brazadas en el aire, y esto era así salvo cuando tenían que cargar con cosas, que recurrían a carros pequeños tirados por palomas a las que indicaban el camino tirando al suelo miguitas de pan.

LA FELICIDAD ES UNA CAJA DE CAMPURRIANAS

Hay días que, con el amanecer, se levanta un viento endemoniado, eso ya debería ser señal suficiente para saber que todo va a salir torcido, como si el vendaval fuera capaz de tumbar todo a su paso, aunque no hayan emitido alerta de colores en los partes meteorológicos.

Antes de las ocho de la mañana a una compañera la deja tirada el coche, las otras dos han dormido poco, los ordenadores van a pedales y las neuronas del resto de plantilla ni a eso.

De pronto, en el cerebro se enciende una palabra con luces de neón: «CAMPURRIANAS».

Eres incapaz de pensar en otra cosa; al poco rato se convierte en una obsesión colectiva, una tabla de salvación en medio del inminente naufragio. Empleáis el descanso en correr a supermercados buscando esa boya que os ancle en la tormenta; pero el dichoso viento, que no tiene intención de ceder, parece haber arrastrado consigo todas las existencias de estanterías y almacenes.

La urgencia se hace fuerte con la frustración y entonces comienzan la búsqueda por Internet, la idea de pedir la catalogación de esas galletas en concreto como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, incluso postear el antojo en Instagram por si los fabricantes tienen a bien obsequiaros con una caja, que, en cualquier caso, llegaría demasiado tarde para salvar el día.

Os dais por vencidos, el viento no para. A la mañana siguiente rola de poniente a levante y esa nueva orientación benigna trae consigo todo lo arrastrado el día anterior empezando por las galletas que emergen en estanterías y almacenes como setas en otoño y, solo saber que hay Campurrianas en un cajón, basta para ser felices.