LA NOCHE EN QUE LA CASA QUISO SALIR CORRIENDO (ejercicio de intriga)

Primero se oyó el rasgar de una teja que caía a lo largo de la fachada y luego la casa empezó a temblar. El matrimonio dejó sus lecturas y salió al pasillo. Desde allí se oía el crujido de las hojas que el viento estrujaba contra los canalones, el repiqueteo de una contraventana en el dormitorio principal y un goteo leve pero constante en el grifo del patio; aunque por la ventana se veían los árboles quietos, la casa seguía temblando.

Entonces, sobre el tronco de la chimenea, cayó un ladrillo y después otro, y otro más. Se combaron los estantes que había a los lados, una avalancha de libros se precipitó cuando los basares quebraron por la presión. La loza de la alacena acompasaba su tintineo con el grifo del patio, con la contraventana del piso superior, y la casa temblaba.

Hubo un silencio denso, palpable; un estallido bronco que resonó por todas las cañerías.

La casa tosió cenizas y el esqueleto de un pájaro sin dejar de temblar.

El salón se llenó de hollín y pedacitos de cemento.

Por último, a través de la chimenea, entró la luna y apagó el fuego.

TODAY III

Esa pena que arrastro hoy sin sentido (sin secretos porque no es nueva) a veces nace de los sueños, a veces del cambio del viento; esa pena, que me hunde los hombros, me atenaza el pecho sin remilgos porque es mía y sabe de dónde viene, aunque nunca sabemos hasta dónde va, quizá hasta agosto, hasta noviembre…

Esa pena a veces se queda un año sin dejarme dormir y, cuando no está, una parte de mí la echa de menos; no por la pena, sino por el sendero que lleva a ella, a esa pena, que más que pena es cansancio, es saber que no estás donde debes mientras los de tu especie te gritan en sueños: «Vuelve a nosotros, regresa«.

Esa pena de ser de un lugar perdido en el tiempo y en la memoria del resto de mujeres y hombres; de saberse inferior y superior en un mismo momento.

Si tan solo…

Pero la posibilidad no existe, no llega, a pesar de que el viento se ha llevado el verano que parecía estar aquí, a pesar de que el viento (que a veces es mi amigo) se niega a traerme otoño o invierno, solo disfraza a junio de marzo y luego se marcha, tan campante, en dirección opuesta a la que ha venido. Y yo me quedo esperando a las hogueras de agosto, con su crujido entre los trigos maduros, aunque sé que, lo mismo, el mal viento se quedará hasta el tiempo de las calabazas y quizá más allá. Y la idea me aterra, y me consuela, y me encoge los músculos de las piernas para que no pueda salir corriendo o ir más rápido que el calendario.

«Este año será como ellos quieran, como siempre.” Me digo.

Mira que eres terca, mira que no aprendes.» Repiten las voces de los de mi especie que se esconden entre los pétalos de los girasoles como el año pasado se escondieron entre los terruños de los campos en barbecho.

«Mira que no aprendes.» Repiten, como si no les hubiera oído la primera vez.

Y vuelve a rolar el viento, los sueños no cesan, encuentran siempre un atajo entre el hielo o el aire ardiendo, y se presentan, y al principio sonrío murmurando: «De nuevo estás aquí«, aunque sé por experiencia que, pasadas dos o tres noches, empezaré a arrastrar esa pena.

COSAS QUE PUEDEN PASAR UN DOMINGO II

Como si de una plaga de langostas se tratara, una avalancha de científicos se instaló en el único hostal del pueblo.

Unos meses antes, un turista había grabado un vídeo que se hizo viral, y así se propagó la noticia de que, en Villalugos, los vecinos nadaban por las calles dando brazadas en el aire, y esto era así salvo cuando tenían que cargar con cosas, que recurrían a carros pequeños tirados por palomas a las que indicaban el camino tirando al suelo miguitas de pan.

LA FELICIDAD ES UNA CAJA DE CAMPURRIANAS

Hay días que, con el amanecer, se levanta un viento endemoniado, eso ya debería ser señal suficiente para saber que todo va a salir torcido, como si el vendaval fuera capaz de tumbar todo a su paso, aunque no hayan emitido alerta de colores en los partes meteorológicos.

Antes de las ocho de la mañana a una compañera la deja tirada el coche, las otras dos han dormido poco, los ordenadores van a pedales y las neuronas del resto de plantilla ni a eso.

De pronto, en el cerebro se enciende una palabra con luces de neón: «CAMPURRIANAS».

Eres incapaz de pensar en otra cosa; al poco rato se convierte en una obsesión colectiva, una tabla de salvación en medio del inminente naufragio. Empleáis el descanso en correr a supermercados buscando esa boya que os ancle en la tormenta; pero el dichoso viento, que no tiene intención de ceder, parece haber arrastrado consigo todas las existencias de estanterías y almacenes.

La urgencia se hace fuerte con la frustración y entonces comienzan la búsqueda por Internet, la idea de pedir la catalogación de esas galletas en concreto como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, incluso postear el antojo en Instagram por si los fabricantes tienen a bien obsequiaros con una caja, que, en cualquier caso, llegaría demasiado tarde para salvar el día.

Os dais por vencidos, el viento no para. A la mañana siguiente rola de poniente a levante y esa nueva orientación benigna trae consigo todo lo arrastrado el día anterior empezando por las galletas que emergen en estanterías y almacenes como setas en otoño y, solo saber que hay Campurrianas en un cajón, basta para ser felices.

EL CLUB DE LAS MEDIAS SONRISAS

En el Club de las medias sonrisas hay miradas cómplices, besos furtivos almacenados en tarritos de cristal y tapetes de ganchillo en los respaldos de los sofás; los retratos de sus miembros (pasados y presentes) a contraluz, un grifo que gotea y unas cortinas de macramé; un portero sin guantes ni elegancia y un libro de visitas; una colección de ramos de novia desecados y de puntas de corbata de recién casado; hay también un pozo seco con las cartas de amor no correspondido y todos los domingos sirven pastas con el té.

En el Club de las medias sonrisas hay murmullos de “tequieros” que nunca se dicen del todo y de suspiros de primer beso entre dos enamorados; hay una banda de jazz todos los jueves y, una vez al mes, se hace limpieza general.

LOS INSTANTES PREVIOS AL FIN DEL MUNDO

El camión que iba delante de él encendió los cuatro intermitentes y redujo la velocidad, en el carril de al lado, una furgoneta de reparto hizo lo mismo; pocos metros más adelante el tráfico se detuvo por completo. Pasaron los primeros quince minutos y lo único que se había movido era el halcón que planeaba sobre la mediana buscando un ratón entre las adelfas.

Durante el siguiente cuarto de hora los motores fueron apagándose para no elevar más la temperatura de por sí difícil de soportar incluso para una tarde de mediados de mayo.

Pasó una hora completa sin que hubiera visos de que el parón tuviera un final cercano y sin que la guardia, una ambulancia o una grúa hicieran acto de presencia. Los pasajeros de los coches que iban sentido sur se dieron cuenta de que ya hacía rato que no circulaba ninguno dirección norte.

¿Qué podía haber pasado que obligara a cortar los cuatro carriles de una autopista?

Algún conductor decidió poner la radio, aún a riesgo de quedarse sin batería, por si en las noticias decían algo sobre la causa de la interrupción del tráfico. No sin trabajo, pues un ruido estático emanaba de los altavoces moviera hacia donde moviera el dial, sintonizó una cadena local que advertía (a buenas horas) que desde la una del mediodía se recomendaba no circular por la Z-32 debido al vuelco de un camión; sin embargo no se habían habilitado vías alternativas ni se había restringido el acceso a la misma, por lo que los carriles de incorporación y las carreteras secundarias de entrada estaban saturadas y los mismos vehículos que intentaban entrar en la autopista habían terminado por taponar las salidas.

El conductor miró por el retrovisor y comprobó que, efectivamente, el puente que servía para hacer el cambio de sentido estaba lleno de coches, en concreto: un camión naranja, tres furgonetas blancas (dos de ellas rotuladas) intercaladas con un par de turismos, uno azul y otro verde lima y, justo en medio de todos, un coche de la Guardia de Tráfico que, a pesar de su autoridad, tenía las mismas probabilidades de moverse que el resto, todos ellos parte de un arcoíris que se envolvía a sí mismo en una nube de humo negruzco.

La locutora continuó hablando de una reunión de urgencia en la Universidad de Pelogordo donde el Departamento de Física trazaba un plan para devolver la normalidad a la vía a la mayor brevedad.

A pesar de que podía resultar extraño que fuera ese departamento y no el de Ingeniería de caminos el que tomara las riendas del asunto, la mayoría de los atascados habría dado por buena cualquier intervención por tal de salir de allí, incluso la de un santo dedicado a la protección de los viajeros; de hecho, cuando se cumplía la hora siete desde el inicio del atasco, hubo una espontánea y masiva petición a San Bartolito de Aquitania, patrón de los arrieros, que incluyó una oración, diez plegarias, dos rosarios y tres letanías.

Su efectividad se demostró nula al cumplirse la hora novena sin que nadie hubiera avanzado medio centímetro.

Se hizo de noche y optaron por turnarse para encender las luces por tramos. A lo lejos se intuía un resplandor verde que emanaba de la propia carretera y que nadie fue capaz de entender como el origen de todo aquel caos automovilístico. Sin embargo, el departamento de Física vigilaba aquel resplandor con imágenes por satélite combinadas con las que les cedía el centro de control de tráfico.

—El tono verdoso es mejor señal que el azulado —decía el doctor Mariano Telón, experto en la fusión de partículas.

—¿Qué vendría después del azulado? —preguntó con preocupación extrema el Delegado del Gobierno.

—Después del azulado… La nada —respondió Telón sin inmutarse.

El camión que estaba al principio del atasco se comunicó por radio con los demás vehículos de gran tonelaje atrapados.

—Parece que esto se mueve. Cambio.

—¿Salimos por fin? Cambio.

—No, que el camión cisterna que volcó se mueve y el suelo está temblando. Cambio y corto.

Se movía, pero no del modo en que todos los conductores y pasajeros querían; tampoco de un modo, digamos, natural para un objeto tan grande sobre una superficie sólida, y, desde luego, no de la forma en que el Delegado del Gobierno hubiera querido o el señor Telón hubiera preferido; de hecho, se movía de la peor de las maneras a juicio de cualquiera en el departamento de Física de la universidad de Pelogordo y, ya puestos, de cualquier universidad del mundo, porque comenzó a moverse como el segundero de un reloj analógico emitiendo primero un chirrido propio de la fricción del aluminio contra el asfalto que, tan pronto cogió fluidez en la rotación, se fue apagando en proporción inversa a la velocidad del giro hasta que, con un destello azul oscuro, el camión cisterna desapareció. Tras él fueron las balizas que habían mantenido el tráfico a una distancia que ahora se demostraba menos prudencial de lo esperado, y las adelfas de la mediana y los quitamiedos.

—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —preguntó el Delegado preocupado por las imágenes que llegaban y que, si bien tenían la calidad de las cámaras de vigilancia de un aparcamiento de gasolinera, no necesitaban la alta definición para dar testimonio de la gravedad del asunto.

—¿Ahora? Esperar —respondió Telón.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué? —volvió a preguntar el Delegado en un gallo propio de un adolescente dando sus primeros pasos hacia la voz adulta.

—A ver qué pasa después —Telón se encogió de hombros.

Uno de los adjuntos del departamento, claramente más empático que su director, ofreció al Delegado una tila e intentó tranquilizarlo explicando que habían avisado al Colisionador de Hadrones Europeo para que les ayudaran con el suceso; el hombre pareció contentarse con eso y el adjunto agradeció que no pidiera más explicaciones porque en Suiza, en realidad, estaban simulando con una maqueta a escala cómo de grande podía llegar a ser el vórtice cuántico que ya había empezado a engullir lo que le rodeaba y trataban, sin éxito, de encontrar una forma de bloquearlo.

Entre tanto, el primer camionero dejó de responder a las solicitudes por radio de sus compañeros, y después el segundo, el tercero…

Los demás vehículos dejaron de preocuparse cuando pudieron ver el gran agujero ausente de luz que se abría ante ellos y que se tragaba todo lo que les separaba de él.

Varios conductores se santiguaron cuando el campanario de la iglesia de un pueblo cercano se hundió entre aquellas fauces sin dientes seguido de las tumbas del cementerio cuyo último cadáver desapareció con una mano en alto como un ahogado en medio de un mal remolino; luego les tocó el turno a la estación de ferrocarril, las ovejas, el cerro, unas ruinas romanas, la puerta de la muralla de Pelogordo y la muralla en sí, y más coches, aceras, una mercería que sucumbió rendida con el ondear de unas bragas blancas de cintura alta tamaño XXL.

El aparcamiento de bicicletas del campus universitario fue lo siguiente y, poco más tarde, el mobiliario del departamento de Física y el de Ingeniería de caminos, el Delegado del Gobierno, la provincia, la Comunidad Autónoma, el país y los países limítrofes en orden estricto hasta que empezó a tragarse el CERN suizo con todos sus científicos, que quedaron sorprendidos al ver a Mariano Telón anclado mágicamente en el horizonte de sucesos tomando nota pormenorizada de lo que acontecía.

Se tragó océanos, la luna, los satélites meteorológicos y de telecomunicaciones, la Estación Espacial Internacional…

Bajo el leve fulgor de mil estrellas lejanas, el sol también desapareció en aquel pozo sin fondo.

El físico hizo la última anotación en su cuaderno: “Esto es lo que sucede cuando se derrama el contenido de un camión lleno de hadrones”.

Y, un segundo después, el agujero negro engulló a Mariano Telón.