LIBRO DE RELATOS YA DISPONIBLE

Los escritores somo así, a veces escribimos dos libros al mismo tiempo (más o menos), sobre todo si son tan distintos. Así que, después de presentaros la prosa poética, llega el libro de relatos Instrucciones para sobrevivir en un bosque encantado. (Ya lo sé, no soy capaz de poner títulos cortos)

Está disponible en Amazon y es una antología de 18 relatos en los que descubriréis los diferentes tipos de bosques encantados (spoiler: no todos los bosques encantados tienen árboles), sus habitantes y distintas formas de sobrevivir en ellos.

¿Os atrevéis a entrar?

DE CÓMO CONOCÍ A MI MUSO

Rompió el ajetreo de la mañana un zumbido ligero que ahora se posaba cerca de mi oído izquierdo, ahora cerca del derecho; que revolvía los pelos sueltos de mi coleta. Noté un peso pequeño, muy pequeño, sobre un hombro; pero mi trabajo anodino requiere concentración, no me permite lujos como prestar atención a esas cosas. El zumbido se volvió furioso, removió con rudeza mi coleta y se marchó tal y como había venido.

Me estaba despertando de la siesta, y regresó casi dulce cántico que, juraría, se hacía eco de mi nombre. Como aún tenía los párpados cerrados, convino en que sería mejor dejarme por el momento y se marchó tan rápido como había llegado.

A media tarde, mientras me deleitaba con unos albaricoques fresquitos y jugosos, otra vez vino el zumbido, como multiplicado, y fue entonces cuando no solo oí mi nombre con nitidez, sino también un sollozo, una queja, un reproche.

«Si es que así no hay manera.» Decía una diminuta voz.

A esa diminuta voz se le sumaron otras que sonaban a consuelo. Rebusqué en la habitación el origen de aquellos sonidos y, en un rincón, justo entre las partituras, los borradores de los relatos, el mástil de la guitarra y la funda de la lira, había un grupo de seis o siete seres pequeños y brillantes que hacían corro alrededor de uno un poco más grande.

Al darse cuenta de que por fin los veía, se volvieron airados y abrieron el círculo para que pudiera mirar hacia el mayor, que, juraría, crecía por segundos.

«¿Ahora sí?» Me dijo enfadado. «¿Ahora ya me ves?»

No supe qué contestarle. Tenía los ojitos llorosos y negros, como dos bolitas de obsidiana pulida; la nariz chata y unos colmillitos que asomaban graciosos entre los labios, que apenas eran una línea.

«¿Eras tú el de esta mañana?»

«El de esta mañana, el de esta mañana.» Replicó como un niño. «Y el de por la tarde, y el de después de la cena de ayer y el de las cuatro de la madrugada. Es que contigo no hay manera.»

«¿No hay manera de qué?»

«Pues de trabajar.» Respondió otro de los seres, que parecía un garabato de color morado, como un gallifante puesto de perfil.

«Es que luego os venís quejando. Nos echáis la culpa a nosotras…» Añadió otra que enrojecía por segundos.

«Qué fácil culparnos, y lo que pasa es que sois unos vagos, todos.» Sentenció una cuarta con los brazos en jarras; digo yo que serían brazos, porque en realidad eran como vibraciones en el aire.

«Perdón.» Musité sin comprender en qué lío estaba metida.

«Claro. Perdón, perdón. ¡Qué palabra más fácil! Y, mientras, este pobre engordando hasta casi reventar.» Me riñó de nuevo una de ellas señalando a la primera.

«¿Y qué tengo yo que ver con eso?»

Un bufido, juro que sonó como cuando un caballo resopla después de una galopada, se hizo dueño de la habitación y todos aquellos seres se alinearon con cara de pocos amigos hacia mí; todos menos el primero, que seguía mirándome con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

«Perdón.» Repetí.

«Y otra vez con el perdón. ¡Qué hartura de artistas!» Dijo otra, y las demás asintieron con pesar.

«De verdad que no era mi intención. No sé qué he hecho yo para que engorde. Ni siquiera sé quiénes sois.»

«Lo que nos faltaba.» El garabato morado empezó a caminar en círculos moviendo la cabeza con incredulidad. «Si eso nos pasa por idiotas, toda la vida, milenios, al servicio de estos… de estos…»

«Calma, que te pierdes. Nosotros no usamos ese lenguaje.» Intentó apaciguarlo otra.

«Pues bien que se lo soplaste a la oreja a aquel dramaturgo.»

«Soplamos esas palabras, no las usamos.» Insistió. «Y el tema no era ese.»

Volvieron a mirarme todos directamente con cara de mayor disgusto si cabía.

«¿Así que la señora no sabe quiénes somos?»

«De verdad que no, y lo siento mucho, muchísimo.»

Mi cerebro corría buscando información sobre todos los seres mágicos que conozco, y puedo jactarme de que no son pocos: “¿Leprechauns? No. ¿Hadas, anjanas, mouras…? Tampoco. ¿Diañus burlones? Por las pintas podían ser, pero no habían roto nada todavía. ¿Trasgos? Demasiado grandes. ¿Busgosus? Demasiado pequeños. ¿Caballucos del diablo? Ni iban a lomos de libélulas, ni era la noche de San Juan. Piensa, Rori, piensa.”

Mientras yo cavilaba, ellos parecían entretenidos; leía en sus ojos, en sus sonrisillas burlonas, que veían pasar todas mis opciones como una película y les estaba haciendo gracia. Algunos optaron por sentarse, no sé si para estar más cómodos o porque sabían que iba a tardar un rato en dar con la respuesta.

«Musas, somos musas, so melón.» Dijo finalmente el de los ojitos de obsidiana. «Y yo soy el tuyo, personal e intransferible.»

Mi pensamiento tras la revelación debió de ser la mar de divertido, porque el resto de musas se echó a reír, algunos pateando en el suelo, otros con carcajadas tremendas que hicieron temblar las cuerdas de la guitarra.

«Con buena has ido a dar.» Se burló una.

«¡Callaos ya!» Gritó mi muso. «No es mala gente. Solo que ahora está un poco torpe, eso es todo.» Me disculpó, y yo no supe si agradecerlo o sentirme ofendida.

«Pues con torpes no trabajamos.» Espetó otra.

Yo quería replicarles, pero no tenía intención de darles más comedias por el momento.

«¿Y por qué dicen las demás que es culpa mía que engordes?» Opté por preguntar directamente a mi muso para salir del embrollo.

«Mira esta.» Siguió otra. «Distingue un alicornio de un oricuerno y no conoce el funcionamiento básico de la creación. Pues porque no das palo al agua y él se hincha con cada idea que te quiere proponer y no te dejas, acémila.»

«¡Que basta, he dicho!» Repitió mi muso con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

Se acercó y levitó hasta mi hombro izquierdo; apartó con cuidado un mechón de pelo y se acomodó entre la clavícula y el cuello.

«En la playa de Esteiro…»

Sonreí, recordaba el momento preciso en que su vocecilla había pronunciado aquellas palabras por primera vez; hacía tanto tiempo, tras unas vacaciones en Galicia. Mi primer poema con apenas nueve años.

«Tenías el pelo más rubio y menos rizado.»

«Sí que es verdad.» Admití. «Te quedó un poema precioso.»

«Me, no: nos. Hemos crecido juntos, y aquel fue el trabajo de dos mocosos, pero ahora… Ahora vamos a trabajar en serio, querida.»

SASQUATCH

La primera vez que vi un pies grandes yo estaba trabajando en una zapatería y él venía con su pequeño para comprarle unas deportivas porque lo habían apuntado a extraescolares en el polideportivo municipal. Compraron un modelo flexible y poco llamativo, lo que molestó al ¿niño?. Les cobré los zapatos, se fueron, y yo no volví a pensar en ellos hasta un par de meses después, durante una excursión de la Sociedad Ornitológica. Era temprano, muy temprano, esa hora en que los pájaros todavía creen que el mundo se terminó anoche, y yo había conseguido un puesto bastante cuco para ver el vuelo rasante del zarapito. Estaba concentrada en buscar el mejor ángulo cuando una sombra comenzó a cubrirme por detrás; al principio no me dí cuenta, pero pronto fue una sombra difícil de ignorar, después una mano enorme se posó en mi hombro y un extraño gruñido articuló las palabras: “Al final juega al rugby.”

Reconocí enseguida al padre pies grandes y sonreí contenta porque su ¿muchacho? hubiera encontrado un deporte que le gustara.

“Hoy no volarán” articuló con un nuevo gruñido y se alejó entre los árboles sin hacer ruido.

Aunque me alegré por lo del rugby y de que se acordara de mí, no me hizo ninguna gracia que tuviera razón y haberme dado el madrugón para nada.

Recogí mis cosas, regresé al coche donde todos se quejaban porque no habíamos visto ningún pájaro y no volví a pensar en ello hasta esta mañana, que, como estoy trabajando de recepcionista en la consulta de un podólogo, ha llegado el pies grandes a pedir cita. Hemos consultado ambas agendas (los pies grandes son seres la mar de ocupados) y hemos acordado que le vendría bien el jueves que viene a las 10; le he preguntado por cómo le va a su ¿chaval? con el rugby, me ha dicho que lo dejó y ahora quiere tocar el banjo en un grupo folk.

LAS BODAS DE VID Y OLIVO

Cuentan que Vid y Olivo se enamoraron por mediación de los girasoles y estos encomendaron al ratoncito de campo que organizara la boda. Ni corto ni perezoso, el pequeño ratón recorrió todos los sembrados y barbechos buscando el mejor lugar donde celebrar las nupcias, pero llegó al límite del mundo de los humanos sin haber encontrado un rincón lo suficientemente especial como para acoger el evento. Vio entonces a la salamanquesa que trepaba por la pared de la primera casa.

—Hermana salamanquesa— le dijo—. ¿No sabrás por casualidad, tú que recorres tantos lugares, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco—- respondió altanera—, pero no sé si servirá, pues estará dentro del territorio de los hombres.

—Si merece la pena, correremos el riesgo— sentenció el ratón.

—Entonces lo buscaré y mañana lo cuento— se comprometió la salamanquesa, y desapareció tras la farola.

Escurridiza como ninguna, pasó de muro a muro y descendió hasta la plaza del pueblo donde las palmeras se elevaban sin más límite que el cielo. Observó con calma todas las fachadas y entonces vio a la cigüeña descansando en su nido sobre el tejado blanco y azul de la iglesia.

—Hermana cigüeña— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo ves desde tan alto, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la cigüeña—, pero no sé si servirá, pues estará muy arriba.

—Si merece la pena, dice el ratón que correrán el riesgo— repitió la salamanquesa.

—Entonces lo buscaré y mañana te lo cuento— se comprometió la cigüeña.

La cigüeña sobrevoló el pueblo, con su sombra persiguiéndola por los adoquines, pero las calles eran estrechas y a veces no alcanzaba a ver lo que había en ellas. Fue entonces cuando vio a las golondrinas.

—Hermana golondrina— le dijo a una de ellas— ¿No sabrás por casualidad, tú que anidas bajo los aleros, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la golondrina—, pero no sé si servirá, pues estará en el medio del pueblo.

—Si merece la pena, dice la salamanquesa que ratón está dispuesto a correr el riesgo— informó la cigüeña.

—Entonces mis hermanas y yo lo buscaremos y mañana te lo cuento— se comprometió la golondrina.

El eco corrió de balcón en balcón, de alero en alero, y todas las golondrinas y vencejos se afanaron en buscar un lugar digno de tal honor.

Encontraron un rincón lleno de flores custodiadas por leones, pero pronto lo descartaron por pequeño; a la sombra del teatro encontraron espacio suficiente, pero les pareció demasiado grande; los limoneros frente a la ermita daban buena sombra, pero les pareció demasiado peligroso; bajo el palio de cerámica de una vírgen vestida de pastora les pareció sacrílego; el parque viejo lo descartaron por el graznido de los patos y el nuevo, a pesar de sus colores, por el ruido del tren.

—¿Será posible?— se entristeció la golondrina— ¿Es que no hay donde casar a esos dos?

Entonces vio a la luna en el cielo.

—Hermana luna— le dijo— ¿No sabrás por casualidad, tú que todo lo iluminas en la oscuridad de la noche, de un sitio donde celebrar las bodas de Vid y Olivo?

—Alguno conozco— respondió la luna—, pero no sé si servirá, pues está más allá de las vías y la carretera.

—Si merece la pena, me ha dicho la cigüeña que salamanquesa y ratón están dispuestos a correr el riesgo— informó la golondrina.

—Entonces diles que, hacia el norte, hay un río del color del atardecer, y que yo les iluminaré el camino, si me dejan ser la madrina— se comprometió la luna.

La golodrina le dio las gracias y voló al campanario donde vivía la cigüeña para darle la buena nueva; ésta le agradeció el trabajo con el crotar de su pico y buscó a la salamanquesa que, tan pronto fue informada, reptó hasta la última casa del pueblo para contárselo todo al ratoncito.

¡Qué contento se puso el ratón! Estaba tan feliz mientras corría a contárselo a los girasoles que ni el halcón se dignó en molestarle.

Decidieron celebrar la boda a la noche siguiente y lo prepararon todo para partir con el último rayo de sol. Pero hete aquí que las gentes del pueblo, con tanto trasiego, se enteraron de las incipientes bodas de Vid y Olivo y también quisieron participar, así que alfombraron las calles con flores y sacaron sus macetas a las puertas, gritaron vivas desde sus ventanas y balcones e hicieron tocar las campanas de las ermitas y la iglesia mientras la comitiva de los novios atravesaba el pueblo amparada por los rayos de luna llena. Les cantaron coplas viejas que hicieron sonrojar a la novia, hermosa con su corona de hojas y uvas, mientras el novio lucía orgulloso sus aceitunas al tenue brillo de las estrellas y, en agradecimiento, Vid y Olivo se comprometieron a regalar cada año su vino y su aceite.

Como, sin la ayuda de los animales, nada de esto habría sucedido, el ayuntamiento decretó por bando municipal que la cigüeña tendría siempre un hogar en lo alto del campanario, que la salamanquesa quedaría retratada en la fachada del teatro, que golondrinas y vencejos anidarían bajo los balcones a placer y que el pequeño ratoncito… Bueno, al pequeño ratoncito decidieron dejarlo correr por los campos tranquilo y él se puso la mar de contento.

TRIBULACIONES DE UN FANTASMA DE RANCIO ABOLENGO.

Mi nombre no viene al caso, ni mi origen, ni cualquier otra eventualidad que afecte a mi vida antes de mi existencia o, mejor dicho, mi no existencia, ya que las aventuras que vengo a contarles comenzaron en el preciso instante de mi fallecimiento, y es que no hay nada como hacerse pasar por el fantasma del primer Marqués de Talloviejo para sentirse vivo.

El hijo y segundo Marqués, se tomó mi presencia con filosofía; decía que el espectro de su padre era, con mucho, mejor persona que en efigie y se conformó, aunque diré en su favor que pasaba poco tiempo en casa y los únicos que padecían mis travesuras eran los miembros del servicio. Cuatro doncellas y dos mayordomos eché de la casona sin apenas esfuerzo por mi parte.

El tercer Marqués de Talloviejo (y Conde de Cuelloprieto por parte madre), recibió bautismo con el nombre de Francisco de Borja en la capilla familiar y, pasada la adolescencia (que entre estas gentes se dilata más allá que entre el común de los mortales), estaba tan colgado con el opio que, según sospecho, los fantasmas de la droga le resultaban bastante más aterradores que yo, así que a la que le hice la vida imposible fue a su mujer, una aristócrata venida a menos que se casó con Borjita por mantener el dinero de la familia. Ella siempre creyó que yo era de verdad el fantasma del abuelo y que, además, sabía a ciencia cierta que el niño que tenían no era de mi “nieto”, sino de un poeta, al que nunca vi escribir un verso, que compartió techo con ellos un verano. Siete meses después nació el que estaba destinado a ser el cuarto Marqués de Talloviejo.

Anda que no disfruté con la cara de la gachí cuando, el día siguiente al parto, me planté sobre la cuna y empecé a negar con mi espectral cabeza.

Al niño, todo hay que decirlo, me daba apuro atormentarlo al principio; era tan pequeño, parecía un querubín, pero se me acabaron las reticencias cuando mudó los paletos de leche por otros enormes, que le daban aspecto de castor al jodío, y empezó a disparar con el tirachinas a todo el que se aventuraba por los pasillos. Todavía oigo sus gritos cuando abrí de par en par las puertas del armario y le dejé ver los entresijos del purgatorio como regalo por su Primera Comunión.

Al día siguiente, su madre cogió los trastos que no había heredado de la familia del Marqués y se llevó al niño y al marido. Me pregunto si Borjita se daría cuenta en algún momento de la mudanza o si, tras años de obnubilación voluntaria, todas las paredes le parecían iguales.

La casa permaneció en venta más o menos diez años y, al final, la compró un matrimonio alemán que la usaba de invierneo porque, en su ciudad natal, se llenaban de reumas. Me alegró mucho volver a tener compañía, aunque solo fuera por unos meses al año. Lo malo era que, como no hablaban ni papa de castellano, me las vi y me las deseé para seguir con mi labor (esos germanos son duros de pelar y no basta con un crujir de suelos o un abrir de puertas y ventanas). Lo más que conseguí fue sobresaltar al marido una tarde de febrero en la que me dio por cambiar de sitio los libros de la biblioteca. (Consejo: si quieres que un alemán se dé cuenta de que estás ahí, nada como tocarle el orden).

Al tercer invierno de inquilinos tan desaboridos, empecé a notarme más etéreo, menos sustancial, si es que es algo posible en un fantasma. Aproveché la primavera para leer a Freud y, manteniendo al margen las connotaciones sexuales subyacentes en todos sus diagnósticos (hay que ver qué perra tenía el hombre con el tema), me di cuenta de que mi problema era la falta de motivación. Como tenía tiempo, leí también a Schopenhauer, Nietzsche, Mann… Y, como empezaba a deprimirme cosa mala, en verano me puse con la novela negra, devoré las obras completas de Agatha Christie y Conan Doyle; de este último saqué lo mejor de todo porque el hombre se interesó en un momento determinado de su vida por el espiritismo y, lo crean o no, esas obras que los eruditos tachan de desvaríos, a mí, como espectro rondador, me vinieron de perlas.

Empezó octubre y yo estaba ansioso por el regreso de los alemanes para poner en práctica todo lo aprendido, pero no aparecieron; pasó noviembre y tampoco.

El día antes de Navidad llegaron unos transportistas, metieron la mayoría de las cosas en cajas y se fueron.

El día después de Año Nuevo entró un agente inmobiliario, colocó un cartelón de “SE VENDE” y me dejó allí más solo que la una, y sin libros con los que entretenerme.

Poco más tarde me enteré de que, ante las dificultades para vender la casa, habían decidido alquilarla como escenario cinematográfico. Ya me veía apareciendo en algún fotograma subrepticiamente al más puro estilo Hitchcock, pero se me quitaron las ganas de acercarme al set de rodaje enseguida.

Por solo que me sienta, uno tiene su dignidad, y no quiero mi imagen vinculada al porno. Sí, sí, así como lo leen; un total de veintisiete títulos de cine X se han rodado ante los mismísimos bigotes del retrato del primer Marqués que Talloviejo que, a todo esto, sigue presidiendo el salón sin que ningún descendiente haya venido a reclamarlo.

CUBRIR LAS PISTAS

Cuando recogió la ropa tendida y logró recuperar la vista tras el repentino fulgor del sol sobre el blanco de las sábanas, le llamó la atención el reguero de huellas que huía del tendal, como si los fantasmas que las habitaban hubieran aprovechado la noche para escapar de sus vestidos y correr desnudos hacia el bosque cercano.