Mi nombre no viene al caso, ni mi origen, ni cualquier otra eventualidad que afecte a mi vida antes de mi existencia o, mejor dicho, mi no existencia, ya que las aventuras que vengo a contarles comenzaron en el preciso instante de mi fallecimiento, y es que no hay nada como hacerse pasar por el fantasma del primer Marqués de Talloviejo para sentirse vivo.
El hijo y segundo Marqués, se tomó mi presencia con filosofía; decía que el espectro de su padre era, con mucho, mejor persona que en efigie y se conformó, aunque diré en su favor que pasaba poco tiempo en casa y los únicos que padecían mis travesuras eran los miembros del servicio. Cuatro doncellas y dos mayordomos eché de la casona sin apenas esfuerzo por mi parte.
El tercer Marqués de Talloviejo (y Conde de Cuelloprieto por parte madre), recibió bautismo con el nombre de Francisco de Borja en la capilla familiar y, pasada la adolescencia (que entre estas gentes se dilata más allá que entre el común de los mortales), estaba tan colgado con el opio que, según sospecho, los fantasmas de la droga le resultaban bastante más aterradores que yo, así que a la que le hice la vida imposible fue a su mujer, una aristócrata venida a menos que se casó con Borjita por mantener el dinero de la familia. Ella siempre creyó que yo era de verdad el fantasma del abuelo y que, además, sabía a ciencia cierta que el niño que tenían no era de mi “nieto”, sino de un poeta, al que nunca vi escribir un verso, que compartió techo con ellos un verano. Siete meses después nació el que estaba destinado a ser el cuarto Marqués de Talloviejo.
Anda que no disfruté con la cara de la gachí cuando, el día siguiente al parto, me planté sobre la cuna y empecé a negar con mi espectral cabeza.
Al niño, todo hay que decirlo, me daba apuro atormentarlo al principio; era tan pequeño, parecía un querubín, pero se me acabaron las reticencias cuando mudó los paletos de leche por otros enormes, que le daban aspecto de castor al jodío, y empezó a disparar con el tirachinas a todo el que se aventuraba por los pasillos. Todavía oigo sus gritos cuando abrí de par en par las puertas del armario y le dejé ver los entresijos del purgatorio como regalo por su Primera Comunión.
Al día siguiente, su madre cogió los trastos que no había heredado de la familia del Marqués y se llevó al niño y al marido. Me pregunto si Borjita se daría cuenta en algún momento de la mudanza o si, tras años de obnubilación voluntaria, todas las paredes le parecían iguales.
La casa permaneció en venta más o menos diez años y, al final, la compró un matrimonio alemán que la usaba de invierneo porque, en su ciudad natal, se llenaban de reumas. Me alegró mucho volver a tener compañía, aunque solo fuera por unos meses al año. Lo malo era que, como no hablaban ni papa de castellano, me las vi y me las deseé para seguir con mi labor (esos germanos son duros de pelar y no basta con un crujir de suelos o un abrir de puertas y ventanas). Lo más que conseguí fue sobresaltar al marido una tarde de febrero en la que me dio por cambiar de sitio los libros de la biblioteca. (Consejo: si quieres que un alemán se dé cuenta de que estás ahí, nada como tocarle el orden).
Al tercer invierno de inquilinos tan desaboridos, empecé a notarme más etéreo, menos sustancial, si es que es algo posible en un fantasma. Aproveché la primavera para leer a Freud y, manteniendo al margen las connotaciones sexuales subyacentes en todos sus diagnósticos (hay que ver qué perra tenía el hombre con el tema), me di cuenta de que mi problema era la falta de motivación. Como tenía tiempo, leí también a Schopenhauer, Nietzsche, Mann… Y, como empezaba a deprimirme cosa mala, en verano me puse con la novela negra, devoré las obras completas de Agatha Christie y Conan Doyle; de este último saqué lo mejor de todo porque el hombre se interesó en un momento determinado de su vida por el espiritismo y, lo crean o no, esas obras que los eruditos tachan de desvaríos, a mí, como espectro rondador, me vinieron de perlas.
Empezó octubre y yo estaba ansioso por el regreso de los alemanes para poner en práctica todo lo aprendido, pero no aparecieron; pasó noviembre y tampoco.
El día antes de Navidad llegaron unos transportistas, metieron la mayoría de las cosas en cajas y se fueron.
El día después de Año Nuevo entró un agente inmobiliario, colocó un cartelón de “SE VENDE” y me dejó allí más solo que la una, y sin libros con los que entretenerme.
Poco más tarde me enteré de que, ante las dificultades para vender la casa, habían decidido alquilarla como escenario cinematográfico. Ya me veía apareciendo en algún fotograma subrepticiamente al más puro estilo Hitchcock, pero se me quitaron las ganas de acercarme al set de rodaje enseguida.
Por solo que me sienta, uno tiene su dignidad, y no quiero mi imagen vinculada al porno. Sí, sí, así como lo leen; un total de veintisiete títulos de cine X se han rodado ante los mismísimos bigotes del retrato del primer Marqués que Talloviejo que, a todo esto, sigue presidiendo el salón sin que ningún descendiente haya venido a reclamarlo.