He descubierto en la última semana algo que, como escritora, no había experimentado todavía: el vacío, la soledad, el verdadero miedo; un pánico más atávico que el de la exposición de la obra al lector, que, se dice por ahí, es el mayor de los temores de un autor.
¿Os cuento un secreto?
La obra ya es historia cuando ve la luz, el parto se produjo hace tanto tiempo… Es el momento de sacar al príncipe heredero por la ventana, pero la madre ya hace rato que olvidó el dolor de las contracciones, el desgarro. Eso, como autora, forma parte de lo normal, pero, después de cinco años compartiendo mesa, cama y desvelos con los mismos personajes, veo cercano el momento de decirles adiós y duele, vaya si duele, como una mudanza a un lugar desconocido y nada amable. Casi es más fácil cuando los matas, sabes que han de morir de antemano, el duelo empieza incluso antes de la primera palabra y, cuando llega el momento, se llora, pero menos; hay vacío, pero está justificado.
Estas últimas semanas, mis tres personajes, mis almas gemelas (me he enamorado de ellos, lo admito) han estado más presentes que nunca mientras unía los últimos hilos. Mientras movía las escenas de sitio ellos miraban desde los folios amontonados sobre la mesa, desconcertados, porque antes, llegados a un lugar concreto de la historia, tenían un tatuaje que, de pronto, no aparecerá hasta el final. Uno de ellos llegó a suplicarme, con sus ojos castaños y los brazos descolgados tras los que caían su violín y su arco, que le dijera si ya le tocaba entrar en pánico, como si fuera un actor pendiente de entrar en escena sin libreto para saber el pie.
Los otros dos, de naturaleza más paciente, han perdido los papeles cuando he pospuesto por enésima vez escribir su momento más íntimo. Me han llamado sinvergüenza, y cagada, y cruel, y otras cosas que no puedo repetir, porque lo que más me hería eran sus cuatro ojos verdes clavados en los míos, sobre todo los de ella, que debería entender lo que me pasa, pero no está por la labor y lo comprendo, es su vida la que gobierno sin piedad, yo también me enfadaría.
Ahora me doy cuenta de que los he dejado en la inopia por puro egoísmo; que ellos ignoraran cuándo cantar, cuándo cenar, cuándo besarse, me daba margen para mantenerlos a mi lado un poquito más, y ahora que las líneas, los atajos, ya forman parte de un mapa perfecto con sus ciudades, sus ríos, sus montañas, su norte y su oeste, sin haber escrito aún las últimas palabras, la despedida se me ha hecho cierta y me ha encogido el corazón.
Ahora que ellos son nítidos, sus ojos limpios, sus intenciones claras; sus pasados, sus presentes y sus futuros no tienen secretos para mí, ahora que nos entendíamos a las mil maravillas, precisamente ahora, nos decimos adiós. Ellos se quedarán tumbados junto al tronco del río, y el plano se abrirá alejándome de ellos, que seguirán vivos, en cualquier otro lugar en el que ya no estaré yo.
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