10 AÑOS DE REMONTE, PARECE MENTIRA

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Cuando, hace diez años, creé La desdicha de ser salmón no pensé que llegaría el día de cumplir una década remontando letras, ni que, a lo largo de este tiempo, mantendría la actividad del blog con la misma ilusión que aquel primer día (salvo contadísima excepción).

Mucho menos me podía imaginar que aquel salmón virtual (o su fotogénica imagen de trapo) tendría unos hermanitos físicos con vida propia, tan diversos y a la vez tan parecidos a nosotros dos.

Nadar junto a este pez me ha enseñado a sacar fuerzas de donde creía no tenerlas cuando llegaban las cascadas; a ignorar a las gaviotas, las focas, los tiburones y los osos que siempre aguardan un descuido, y a tomarme algún que otro descanso en los pocos remansos que han jalonado nuestro recorrido.

Nos hemos hecho uno parte del otro; él se mudó a vivir hecho tinta bajo mi piel, yo reconozco que a veces se me tornan los pellejos escamas, y ambos hemos aprendido a respirar dentro y fuera del agua, ya sea dulce o salada.

También hemos conocido a otros autores, a muchos lectores, a infinitos artistas de las más variadas disciplinas y, de todos ellos, hemos intentado recoger un poco de inspiración, algún pellizco de magia prestada para seguir nuestro camino con un poco más de aliento.

GRACIAS A TODOS VOSOTROS SEGUIMOS AQUÍ.

Esperamos poder seguir remontando algunos años más en vuestra compañía y resguardo, porque este escribir bajo las aguas se hace menos pesado con vosotros en las orillas.

GRACIAS DE TODO CORAZÓN.

DE CÓMO CONOCÍ A MI MUSO

Rompió el ajetreo de la mañana un zumbido ligero que ahora se posaba cerca de mi oído izquierdo, ahora cerca del derecho; que revolvía los pelos sueltos de mi coleta. Noté un peso pequeño, muy pequeño, sobre un hombro; pero mi trabajo anodino requiere concentración, no me permite lujos como prestar atención a esas cosas. El zumbido se volvió furioso, removió con rudeza mi coleta y se marchó tal y como había venido.

Me estaba despertando de la siesta, y regresó casi dulce cántico que, juraría, se hacía eco de mi nombre. Como aún tenía los párpados cerrados, convino en que sería mejor dejarme por el momento y se marchó tan rápido como había llegado.

A media tarde, mientras me deleitaba con unos albaricoques fresquitos y jugosos, otra vez vino el zumbido, como multiplicado, y fue entonces cuando no solo oí mi nombre con nitidez, sino también un sollozo, una queja, un reproche.

«Si es que así no hay manera.» Decía una diminuta voz.

A esa diminuta voz se le sumaron otras que sonaban a consuelo. Rebusqué en la habitación el origen de aquellos sonidos y, en un rincón, justo entre las partituras, los borradores de los relatos, el mástil de la guitarra y la funda de la lira, había un grupo de seis o siete seres pequeños y brillantes que hacían corro alrededor de uno un poco más grande.

Al darse cuenta de que por fin los veía, se volvieron airados y abrieron el círculo para que pudiera mirar hacia el mayor, que, juraría, crecía por segundos.

«¿Ahora sí?» Me dijo enfadado. «¿Ahora ya me ves?»

No supe qué contestarle. Tenía los ojitos llorosos y negros, como dos bolitas de obsidiana pulida; la nariz chata y unos colmillitos que asomaban graciosos entre los labios, que apenas eran una línea.

«¿Eras tú el de esta mañana?»

«El de esta mañana, el de esta mañana.» Replicó como un niño. «Y el de por la tarde, y el de después de la cena de ayer y el de las cuatro de la madrugada. Es que contigo no hay manera.»

«¿No hay manera de qué?»

«Pues de trabajar.» Respondió otro de los seres, que parecía un garabato de color morado, como un gallifante puesto de perfil.

«Es que luego os venís quejando. Nos echáis la culpa a nosotras…» Añadió otra que enrojecía por segundos.

«Qué fácil culparnos, y lo que pasa es que sois unos vagos, todos.» Sentenció una cuarta con los brazos en jarras; digo yo que serían brazos, porque en realidad eran como vibraciones en el aire.

«Perdón.» Musité sin comprender en qué lío estaba metida.

«Claro. Perdón, perdón. ¡Qué palabra más fácil! Y, mientras, este pobre engordando hasta casi reventar.» Me riñó de nuevo una de ellas señalando a la primera.

«¿Y qué tengo yo que ver con eso?»

Un bufido, juro que sonó como cuando un caballo resopla después de una galopada, se hizo dueño de la habitación y todos aquellos seres se alinearon con cara de pocos amigos hacia mí; todos menos el primero, que seguía mirándome con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

«Perdón.» Repetí.

«Y otra vez con el perdón. ¡Qué hartura de artistas!» Dijo otra, y las demás asintieron con pesar.

«De verdad que no era mi intención. No sé qué he hecho yo para que engorde. Ni siquiera sé quiénes sois.»

«Lo que nos faltaba.» El garabato morado empezó a caminar en círculos moviendo la cabeza con incredulidad. «Si eso nos pasa por idiotas, toda la vida, milenios, al servicio de estos… de estos…»

«Calma, que te pierdes. Nosotros no usamos ese lenguaje.» Intentó apaciguarlo otra.

«Pues bien que se lo soplaste a la oreja a aquel dramaturgo.»

«Soplamos esas palabras, no las usamos.» Insistió. «Y el tema no era ese.»

Volvieron a mirarme todos directamente con cara de mayor disgusto si cabía.

«¿Así que la señora no sabe quiénes somos?»

«De verdad que no, y lo siento mucho, muchísimo.»

Mi cerebro corría buscando información sobre todos los seres mágicos que conozco, y puedo jactarme de que no son pocos: “¿Leprechauns? No. ¿Hadas, anjanas, mouras…? Tampoco. ¿Diañus burlones? Por las pintas podían ser, pero no habían roto nada todavía. ¿Trasgos? Demasiado grandes. ¿Busgosus? Demasiado pequeños. ¿Caballucos del diablo? Ni iban a lomos de libélulas, ni era la noche de San Juan. Piensa, Rori, piensa.”

Mientras yo cavilaba, ellos parecían entretenidos; leía en sus ojos, en sus sonrisillas burlonas, que veían pasar todas mis opciones como una película y les estaba haciendo gracia. Algunos optaron por sentarse, no sé si para estar más cómodos o porque sabían que iba a tardar un rato en dar con la respuesta.

«Musas, somos musas, so melón.» Dijo finalmente el de los ojitos de obsidiana. «Y yo soy el tuyo, personal e intransferible.»

Mi pensamiento tras la revelación debió de ser la mar de divertido, porque el resto de musas se echó a reír, algunos pateando en el suelo, otros con carcajadas tremendas que hicieron temblar las cuerdas de la guitarra.

«Con buena has ido a dar.» Se burló una.

«¡Callaos ya!» Gritó mi muso. «No es mala gente. Solo que ahora está un poco torpe, eso es todo.» Me disculpó, y yo no supe si agradecerlo o sentirme ofendida.

«Pues con torpes no trabajamos.» Espetó otra.

Yo quería replicarles, pero no tenía intención de darles más comedias por el momento.

«¿Y por qué dicen las demás que es culpa mía que engordes?» Opté por preguntar directamente a mi muso para salir del embrollo.

«Mira esta.» Siguió otra. «Distingue un alicornio de un oricuerno y no conoce el funcionamiento básico de la creación. Pues porque no das palo al agua y él se hincha con cada idea que te quiere proponer y no te dejas, acémila.»

«¡Que basta, he dicho!» Repitió mi muso con sus ojitos de obsidiana pulida y su nariz chata, y los colmillitos asomando por los labios que apenas eran una línea.

Se acercó y levitó hasta mi hombro izquierdo; apartó con cuidado un mechón de pelo y se acomodó entre la clavícula y el cuello.

«En la playa de Esteiro…»

Sonreí, recordaba el momento preciso en que su vocecilla había pronunciado aquellas palabras por primera vez; hacía tanto tiempo, tras unas vacaciones en Galicia. Mi primer poema con apenas nueve años.

«Tenías el pelo más rubio y menos rizado.»

«Sí que es verdad.» Admití. «Te quedó un poema precioso.»

«Me, no: nos. Hemos crecido juntos, y aquel fue el trabajo de dos mocosos, pero ahora… Ahora vamos a trabajar en serio, querida.»

CAMPANU

Iba en cabeza en la desembocadura y ya soñaba con una medalla de oro.

Primer premio: ser plato de postín en un restaurante asturiano.

CONFIESA QUE NO HA LEÍDO

A sus treinta y muchos, a caballo entre mozuela y señora, encuentra que, a pesar de todo lo leído, se siente analfabeta. Ahora que la literatura es su vida, más allá de lo que había sido hasta ayer, descubre nombres que conoce, pero que no forman parte de su historia, la de sus lecturas, y se percata de que esto siempre fue, y teme que será, motivo de complejo.

A estas alturas, en que sus rodillas ya no le molestan por su aspecto, pero sí por lo que duelen, que aceptó mis redondeces, se encuentra cara a cara con la falta de conocimiento, de memoria, de pasear la vista por las hojas de los GRANDES de la Literatura. Fíjense si es grave el asunto, que su propósito de año nuevo, el único que ha hecho en toda su vida, es leerse El Quijote. Y tal vez sea este el detonante de su vergüenza. ¿Cómo podría alguien llamarse escritor sin haber leído la obra más grande jamás escrita?

Fácil, porque estaba leyendo otras cosas.

Decía Delibes que «para ser escritor no hace falta haber ido a París o leer El Quijote. Cervantes, cuando lo escribió, no lo había leído.» Y se ha consolado y escudado para justificar su ignorancia, y, lo que es peor, sin haber leído a ninguno de los dos Migueles, hasta ahí llega su desfachatez.

En su casa no había muchos libros, al menos no los había para una edad intermedia, pasaron de los cuentos y Gloria Fuertes a mirar en la estantería un libro de Marguerite Yourcenar cuyo título no recuerda. Sus lecturas, a partir de cierta edad, vinieron de casa de sus abuelos maternos, que compartían biblioteca con su tía, y del colegio, en el que la dejaban leer lo que quisiera y la exoneraban de ciertas “lecturas obligatorias” porque, sin haber leído a los clásicos, lo que es leer, leía.

Es curioso esto de la autoestima y en qué la basamos, pues su complejo, bien mirado, tampoco tiene mucho sentido. Con once años ya había leído El Hobbit y El señor de los anillos, con doce le pusieron en las manos Cien años de soledad, previo peaje por los Doce cuentos peregrinos; ni se acuerda de las noches que dio la vuelta a Colmillo Blanco porque el lobo de la portada le daba miedo y no podía dormir con aquellas fauces brillando en la mesita.

Recuerda que un día, su madre y su hermana se estaban riendo en el salón porque acababan de leer juntas Las orejas del niño Raúl y le dio vergüenza, mucha, que su hermana, a la que no le gustaba mucho leer, acabara de terminar un relato de Camilo José Cela, y que ella no fuera capaz de hacerlo. Ella, que había engullido La Celestina y El lazarillo de Tormes en castellano antiguo; que se sabía el Romancero Gitano de Lorca al dedillo; que seguía fascinada por la mano muerta desposada en las leyendas de Bécquer, que de La Ilíada solo se le resistieron las Naúticas y que acababa de terminar Os Lusíadas de Camoens en portugués. Pero a ella Cela, como Cervantes, como Delibes, como tantos otros, le imponían, y le imponen.

Confiesa que se ha leído antes el Ulyses de Joyce que Los Episodios Nacionales de Pérez Galdós; El retrato de Dorian Grey que El olvidado Rey Gudú y que, hasta hace un par de años, había leído mucho sobre Virginia Woolf, pero nada de ella.

Su adolescencia navegó por la poesía del 98 y el 27 y el teatro de Muñoz Seca, por los cuentos tradicionales irlandeses y, gracias a sus profesoras de literatura en el instituto, descubrió a Eduardo Mendoza y a María Gripe. Se sabe de memoria algunos poemas de Garcilaso y de Quevedo, y la Canción del pirata de Espronceda; por afinidad y orgullo patrio no se dejó un verso de El caballero de Olmedo, y Las leyendas de la Alhambra no tienen secretos para ella. Pero su hermana, sí , su hermana la que no lee, se bebió El Capitán Alatriste en dos días (aunque fuera por obligación) y ella ya había pasado los veinte cuando se enfrentó a El Maestro de Esgrima. Todavía tiene en su biblioteca por estrenar Orgullo y Prejuicio (cuánto daño hace encontrar una adaptación al cine bien hecha) y, sin embargo, se ha leído del tirón toda la obra de Tom Sharpe, la saga de Harry Potter y los libros de Gerard Durrell, a caballo entre la literatura y un buen documental de David Attenborough.

Sabe más de historia de la literatura que de la literatura en sí misma, lo cual, para ser escritor, es casi sacrilegio. Y se ha dado cuenta de que todo es cuestión de miedo. Hace un tiempo, durante un taller de escritura, tenían que leer a Chejov. ¡Chejov! Le imponía tanto que le sudaban las manos, o al menos eso jura. Y luego, después de leerlo, de emularlo, se dio cuenta de que solo era un libro, un buen libro, y de eso se trataba, ni más ni menos, de leer, algo que llevaba haciendo toda la vida y, lo que son las cosas, le daba más miedo que escribir. Ridículo hasta el extremo, impensable, vergonzante más que no haber leído, reconocer que hay autores a los que tiene miedo, por si, después de todo, no sabe leerlos.

5 años navegando

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Cada veintiocho de abril miro hacia atrás y me parece que fue hace nada que rellené la casilla de wordpress con “ladesdichadesersalmon”, sin embargo, hoy, mi salmón y yo cumplimos un lustro de vadeo y remonte que nunca sería posible sin vosotros.

Así que, un año más, gracias.

Y, si ya es algo grande para nosotros (siempre mi salmón y yo) ir avanzando en años como en un suspiro, de lo que sí hemos sido más conscientes ha sido de todas las cosas que nos han ido pasando desde que nos atrevimos a recibir el bautismo en el ciberespacio.

Ampliamos ríos con Twitter, Facebook y el desaparecido Google+, encontramos un afluente divertido y dinámico en Instagram y un millón de ideas en Pinterest, nos unimos al capital humano y literario de Valencia Escribe, Martes de Cuento y su Isla Imaginada; pero, además, salimos del agua para presentar Lo que las piedras callan (cualquier salmón que se precie debe saber mucho sobre rocas, pedruscos y granitos), Haremos que llueva (un álbum de microrrelatos ilustrados por Elena Gromaz) y, para los alevines que empiezan a navegar por las letras, la misma Elena dio color a los cuentos Lobo y el Pedro, y Vecino Nuevo.

No contentos con eso, este año, esperamos que salga a la luz el principio de nuestro proyecto más ambicioso. ¿Qué sería de un blog que recibe el nombre de un mito irlandés sin contar una historia sobre el mundo que le dio forma? En breve podremos hablaros de El viento sobre las colinas de Éire, el primer libro de una trilogía de ficción histórica ambientada en la Irlanda precristiana.

Así que repetimos hasta la saciedad: gracias, gracias y gracias, porque sin vuestra compañía en el blog no nos habríamos atrevido con tanto.

El blog del salmón cumple 4 años

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Cuatro años nadando por las redes son bastantes para un salmón, incluso para el más avezado.

Lejos de las metáforas con osos, focas y gaviotas, no puedo con menos que daros las gracias por acompañarnos en esta aventura, pero, sobre todo, quiero daros las gracias por participar en los retos de esta semana.

Ahora, el salmón y yo, tenemos una enorme lista de lectura por delante y nos encanta.

Además estoy segura de que más de uno ha encontrado sugerencias interesantes que aprovechará al máximo.

¡Qué bonitos son los regalos que sirven para muchas personas al mismo tiempo y no cuestan dinero!

Y como dicen que de bien nacidos es ser agradecidos, aparte de haber remozado la imagen del blog, os quiero hacer mis propias recomendaciones:

Relato: Instrucciones para subir una escalera, Julio Cortázar.

Clásico: La hija de Robert Poste, Stella Gibbons.

Una vez más: GRACIAS, gracias de todo corazón y toda aleta.

Esperamos seguir remontando a vuestro lado, por lo menos, otro año más y, para los más despistados, os dejo los enlaces de los diferentes ríos por los que navegamos.

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