Traspasamos las fronteras de la vigilia y el sueño. El alma se me hacía pedazos entre tus dedos y tú recogías las caricias que me resbalaban por la piel en un odre que luego devolvías al río, pobre ofrenda para las ondinas que siempre adornan con sus cantos el lugar.
Yo quitaba el musgo que te crecía en la espalda de tanto estar quietos, de la humedad que nacía de los besos. Se nos hizo de roble la corteza, de raíces los pies, de canto de alondras los mechones de pelo. Y, en un último suspiro, entrelazamos las ramas y dejamos de ser.