CONFIESA QUE NO HA LEÍDO

A sus treinta y muchos, a caballo entre mozuela y señora, encuentra que, a pesar de todo lo leído, se siente analfabeta. Ahora que la literatura es su vida, más allá de lo que había sido hasta ayer, descubre nombres que conoce, pero que no forman parte de su historia, la de sus lecturas, y se percata de que esto siempre fue, y teme que será, motivo de complejo.

A estas alturas, en que sus rodillas ya no le molestan por su aspecto, pero sí por lo que duelen, que aceptó mis redondeces, se encuentra cara a cara con la falta de conocimiento, de memoria, de pasear la vista por las hojas de los GRANDES de la Literatura. Fíjense si es grave el asunto, que su propósito de año nuevo, el único que ha hecho en toda su vida, es leerse El Quijote. Y tal vez sea este el detonante de su vergüenza. ¿Cómo podría alguien llamarse escritor sin haber leído la obra más grande jamás escrita?

Fácil, porque estaba leyendo otras cosas.

Decía Delibes que «para ser escritor no hace falta haber ido a París o leer El Quijote. Cervantes, cuando lo escribió, no lo había leído.» Y se ha consolado y escudado para justificar su ignorancia, y, lo que es peor, sin haber leído a ninguno de los dos Migueles, hasta ahí llega su desfachatez.

En su casa no había muchos libros, al menos no los había para una edad intermedia, pasaron de los cuentos y Gloria Fuertes a mirar en la estantería un libro de Marguerite Yourcenar cuyo título no recuerda. Sus lecturas, a partir de cierta edad, vinieron de casa de sus abuelos maternos, que compartían biblioteca con su tía, y del colegio, en el que la dejaban leer lo que quisiera y la exoneraban de ciertas “lecturas obligatorias” porque, sin haber leído a los clásicos, lo que es leer, leía.

Es curioso esto de la autoestima y en qué la basamos, pues su complejo, bien mirado, tampoco tiene mucho sentido. Con once años ya había leído El Hobbit y El señor de los anillos, con doce le pusieron en las manos Cien años de soledad, previo peaje por los Doce cuentos peregrinos; ni se acuerda de las noches que dio la vuelta a Colmillo Blanco porque el lobo de la portada le daba miedo y no podía dormir con aquellas fauces brillando en la mesita.

Recuerda que un día, su madre y su hermana se estaban riendo en el salón porque acababan de leer juntas Las orejas del niño Raúl y le dio vergüenza, mucha, que su hermana, a la que no le gustaba mucho leer, acabara de terminar un relato de Camilo José Cela, y que ella no fuera capaz de hacerlo. Ella, que había engullido La Celestina y El lazarillo de Tormes en castellano antiguo; que se sabía el Romancero Gitano de Lorca al dedillo; que seguía fascinada por la mano muerta desposada en las leyendas de Bécquer, que de La Ilíada solo se le resistieron las Naúticas y que acababa de terminar Os Lusíadas de Camoens en portugués. Pero a ella Cela, como Cervantes, como Delibes, como tantos otros, le imponían, y le imponen.

Confiesa que se ha leído antes el Ulyses de Joyce que Los Episodios Nacionales de Pérez Galdós; El retrato de Dorian Grey que El olvidado Rey Gudú y que, hasta hace un par de años, había leído mucho sobre Virginia Woolf, pero nada de ella.

Su adolescencia navegó por la poesía del 98 y el 27 y el teatro de Muñoz Seca, por los cuentos tradicionales irlandeses y, gracias a sus profesoras de literatura en el instituto, descubrió a Eduardo Mendoza y a María Gripe. Se sabe de memoria algunos poemas de Garcilaso y de Quevedo, y la Canción del pirata de Espronceda; por afinidad y orgullo patrio no se dejó un verso de El caballero de Olmedo, y Las leyendas de la Alhambra no tienen secretos para ella. Pero su hermana, sí , su hermana la que no lee, se bebió El Capitán Alatriste en dos días (aunque fuera por obligación) y ella ya había pasado los veinte cuando se enfrentó a El Maestro de Esgrima. Todavía tiene en su biblioteca por estrenar Orgullo y Prejuicio (cuánto daño hace encontrar una adaptación al cine bien hecha) y, sin embargo, se ha leído del tirón toda la obra de Tom Sharpe, la saga de Harry Potter y los libros de Gerard Durrell, a caballo entre la literatura y un buen documental de David Attenborough.

Sabe más de historia de la literatura que de la literatura en sí misma, lo cual, para ser escritor, es casi sacrilegio. Y se ha dado cuenta de que todo es cuestión de miedo. Hace un tiempo, durante un taller de escritura, tenían que leer a Chejov. ¡Chejov! Le imponía tanto que le sudaban las manos, o al menos eso jura. Y luego, después de leerlo, de emularlo, se dio cuenta de que solo era un libro, un buen libro, y de eso se trataba, ni más ni menos, de leer, algo que llevaba haciendo toda la vida y, lo que son las cosas, le daba más miedo que escribir. Ridículo hasta el extremo, impensable, vergonzante más que no haber leído, reconocer que hay autores a los que tiene miedo, por si, después de todo, no sabe leerlos.

DE RINCONES

Texto extraído de mi libro de relatos: Lo que las piedras callan.


Hay rincones pequeños, rincones grandes, de cemento, de árboles, de piel. Hay rincones en la memoria, en el fondo del corazón y rincones de pensar. Hay rincones que no son ni rincones, solo esquinas cóncavas, porque hay que cumplir muchos requisitos para ser rincón.

Una vez me encontré un rincón en un prado; estaba allí, en medio de un trigal. Ha sido, con diferencia, el rincón más extraño que he visto en mi vida. Entre dos espigas bien granadas, habían crecido una amapola y un cardo. Era un rincón precioso, pero me dio pena, mucha pena. Los rincones se sienten muy solos cuando no los guardan paredes, se quedan ahí, desamparados, expuestos a los elementos y ocultos a los ojos. Hay que tener mucha experiencia con los rincones para darse cuenta de que, en realidad, nos rodean.

Un vecino mío, rinconólogo de profesión, me introdujo en el estudio de los rincones. Me explicó cómo eran y todas sus peculiaridades. Me enseñó a distinguirlos y a valorarlos.

No saben lo mucho que se pierden de la vida si no saben de rincones.

Se dice muy a la ligera eso de “hermoso rincón”, parece que se llama rincón a todo y, sin embargo, la mayoría de las veces son simples espacios toscamente delimitados por dos planos. En la comunidad de la rinconología hay verdaderas guerras a este respecto.

Recuerdo un debate muy acalorado a colación de una revista que publicitaba como “El rincón más hermoso del mundo” un pequeño pueblo perdido en una montaña. Los conservadores decían que, estando en el hueco entre dos riscos, era, a todas luces, un rincón. Los más progresistas negaban su rinconidad por la falta de carisma y la masificación.

Sepan que lo de la masificación es un problema grave en esto de los rincones; si hay mucha gente, pasan de ser rincón a plaza.

A mí me interesan más los rincones imperceptibles, los que escapan de los estereotipos, porque son únicos y solo míos. No suelo hablar sobre ellos, los disfruto en soledad y los cuido, los mimo, y los lloro cuando desaparecen.

Si nunca han asistido a la muerte de un rincón les parecerá cosa baladí, pero no lo es. Yo adoraba un rincón que había en mi pueblo, era un gran rincón (por su carácter, no por su tamaño). Allí esperaban los abuelos a los niños al salir del colegio, le daba el sol entre dos edificios y, a un lado, tenía una pastelería que siempre olía a bollos recién hechos. Un buen día, echaron abajo la casa y la pastelería y pusieron una Caja de Ahorros. ¿Entienden ahora lo dramático de perder un rincón así?

Desde entonces me dedico a fotografiar rincones por si se mueren. Es una labor frustrante e ingrata, pero no cejo en mi empeño.

A pesar de mi experiencia, todavía ando en busca de mi rincón favorito, porque, a fin de cuentas, los humanos estamos hechos de rincones.

EN ADOPCIÓN

El sonido del timbre apenas se hizo notar entre el estruendo de la tormenta. Mónica se calzó las zapatillas y acudió a la puerta. ¿Quién podía ser a esas horas? ¿Quién en medio de la lluvia helada?

La mirilla no reveló a nadie al otro lado; abrió, algo le decía que tenía que abrir, y entonces lo vio, una sombra corría calle abajo sin mirar atrás y, sobre el felpudo, una caja de cartón que se oscurecía allí donde caía una gota.

El viento silbó fuerte y ella levantó con temor la manta que cubría lo alto de la entrega.

«Ay, pobres.» Exclamó, recogió la caja y la metió en casa. Su marido, desvelado, la esperaba en las escaleras.

—¿Qué es eso que traes?

—Los han abandonado en la puerta. ¿Qué querías que hiciera? Enciende la estufa, anda, que nos hará falta calor.

Colocó la caja sobre la mesa y quitó de nuevo la manta.

¿Quién podía hacer algo así? Se les veía tan indefensos. La humedad empezaba a hacerles mella.

Se trasladaron al salón donde ya se notaba el calor de la chimenea. Extendieron una alfombra delante del fuego y sacaron a los huérfanos uno por uno, con sumo cuidado.

El matrimonio se sentó en el suelo junto a ellos y empezó a acariciarlos.

—¿Qué vamos a hacer?

—De momento los cuidaremos y luego ya se verá. No podíamos dejarlos ahí fuera. Llueve a mares y está helando.

Su marido asintió. Recolocó al primero más cerca del fuego para que le diera el calor.

—Dime la verdad, estás pensando en quedártelos— le dijo ella entre asustada y conmovida.

—Bueno, son tan pequeños y se ve que han sufrido tanto.

Y así se pasó la noche, con el matrimonio sentado frente al fuego y una caja llena de libros abandonados.

A DIETA

Me he puesto a dieta, pero no la de la pera, ni la de la proteína o la del aguacate, no; me puesto a dieta en serio, sin zarandajas. Y me está costando lo mío, no crean; los escaparates se confabulan en mi contra. Hasta hoy no me había dado cuenta de los suculentos manjares que se exponían por doquier; solo de casa al trabajo hay catorce locales llenitos hasta arriba de tentaciones, y una no es de piedra.

El colmo para mi puesta a prueba ha llegado esta mañana; en la plaza han abierto un mercadillo de esos temporales con todo tipo de géneros, y los vendedores estaban pregonando la mercancía a grito pelado.

—¡Diez por ciento de descuento en todo el mostrador!

—¡Tres por dos solo hoy!

—¡Las tengo de todos los colores, oigan: negras, rosas, amarillas!

Y yo estoica, sorbiendo el café en la terraza de El Vitolo, agradecida por haber cogido el dinero justo para pagar el desayuno.

Soy débil. ¿Qué le voy a hacer?

Tampoco ha ayudado que mi vecino de mesa se haya puesto, sin vergüenza ninguna, a devorar uno de esos caprichos, que olía. ¡Ay, cómo olía! Y brillaba. Se notaba su delicioso contenido cuando lo rozaba con los dedos.

Estaba dispuesta a dejarlo correr, mantenerme en mis trece.

Al levantar la vista, me he encontrado con un cartel que decía: «Aceptamos tarjetas» y, acto seguido, uno de los tenderos gritaba: «¡Tengo lo último de Rosa Montero, las obras completas de García Márquez, J.K. Rowling, Eduardo Mendoza… Gloria Fuertes para niños y no tan niños!»

Y ahí se me han acabado la dieta, la fuerza de voluntad y el poco espacio que me quedaba en la librería del salón. Cinco ejemplares me he comprado de una tacada, y mañana vuelvo.

La dieta, si eso, la empiezo el lunes, que esta semana es la Feria del Libro y todos tenemos derecho a un capricho de vez en cuando.

TRAYECTO

Me llamo Alicia, he tenido que teñirme el pelo por mandato de una reina llena de complejos que no aguanta que le lleven la contraria.

No sé qué edad tengo, el paso del tiempo ha sido confuso desde que caí por un agujero persiguiendo a un conejo.

Ahora, que por fin vuelvo a casa, estoy inventando una excusa creíble para mi ausencia, porque me da que mi madre no se va tragar la verdad si se la cuento y voy a estar castigada para los restos.

REVELACIÓN

Había visto aquel objeto calzando mesas, y hasta como tope para la puerta de la cocina; tales eran los usos que le daban en su casa. Un día, paseando por el parque, vio a un anciano con uno en las manos y le intrigó por qué sonreía.

Al llegar a casa, cogió el que equilibraba su mesita de noche y lo abrió. Estaba lleno de símbolos extraños que no logró descifrar; acababa de aprender cómo era de verdad un libro.

Toda una profesional

Cuento que nace del Primer Taller de la Imaginación de la comunidad en Google+: Isla Imaginada.


 

Rebuscar entre los baúles tus gafas nuevas no tiene gracia, y menos cuando, en medio de la rebelión literaria, se acaba de escapar el troll de debajo del puente que hay frente a tu casa.

En estas estaba Gloria cuando la tortuga llamó a su puerta, la misma tortuga que encontró en el río el día en que se despidió de su trabajo huyendo de una vida mediocre y que la reclutó como guardiana de los cuentos y sus habitantes.

Mentiría si dijera que se sintió capacitada desde el primer instante, tuvo sus dudas ¿Quién no iba a tenerlas cuando te habla una tortuga? Pero, a los cinco minutos, sabía que debía aceptar la proposición. Uno no va encontrándose con reptiles parlantes sin que medie el destino.

Siguió, con mucho trabajo, a su mentora hasta una casita medio derruida donde, según dedujo, se habían alojado todos y cada uno de sus antecesores en el cargo.

No hizo muchas preguntas, bueno, más bien ninguna, se limitó a arrastrar su maleta hasta la buhardilla y se sentó en el sofá de la salita a esperar instrucciones.

Su primera misión fue pan comido, Hansel y Gretel habían escapado de su cuento después de leer un artículo sobre la diabetes infantil en una revista y tuvo que convencerles de que ese tipo de enfermedades no afectaban a los niños de la imaginación.

El segundo encargo fue un poco más complicado, siempre lo es cuando la princesa del cuento no está conforme con el marido que le han asignado. En estos casos la solución pasa por celebrar una cena en el castillo y fomentar el cambio de parejas; no es muy ortodoxo que digamos, pero parece que Blancanieves está encantada con el príncipe azul de la Bella Durmiente y esta última ha abierto una clínica para trastornos del sueño y le va de maravilla. Nadie dijo que guardar cuentos supusiera dejarlos como están.

Sin embargo, nada la había preparado para salir en busca de un troll en medio de una noche de tormenta, aunque es de esperar que, de suceder algo así, no va a ser en una bonita tarde de primavera; sencillamente no pega.

Sobornó al trasgo de la alacena con bollitos de leche para que le encontrara las gafas y salió armada con un tomo impermeabilizado de los cuentos de los hermanos Grimm y una linterna.

Lo bueno de perseguir a un troll es que es fácil saber hacia dónde ha ido, nada que ver con los gnomos, que se esconden en cualquier rincón. Gloria se limitó a caminar entre los árboles tronchados.

Enseguida se encontró con Caperucita, que sollozaba.

—¿Qué ha pasado, Caperucita? ¿Otra vez se comió el lobo a tu abuelita?

—No, es que me he perdido porque no encuentro el árbol que me sirve de guía para volver a casa. ¿Podrías llevarme?

—Ahora no puedo, niñita. Vente conmigo a hacer un recado y luego te llevaré gustosa.

Así que la niña aceptó y siguieron bosque adentro.

A los pocos metros, subido a una rama, encontraron a Pulgarcito tiritando.

—¿Qué ha pasado, Pulgarcito? ¿Se comieron los pájaros tus miguitas de pan?

—No, todos los pájaros se han ido. Es que vi un lobo enorme y me asusté tanto que trepé hasta aquí y ahora no puedo bajar. ¿Me ayudáis?

—Claro que sí, pero luego tendrás que venir con nosotras porque no puedo dejarte solo en medio del bosque con un lobo enorme suelto.

Bajaron al niño del árbol y siguieron la búsqueda.

Había dejado de llover hacía un rato cuando tres osos les cerraron el paso.

—Tienes que venir corriendo a nuestra casa, hay alguien en ella.

—¿Otra vez? Ya os he dicho mil veces que Ricitos de Oro solo es una niña perdida, que la deis de comer, la dejéis dormir un poco y luego la devolváis a la linde del bosque.

—No, no es Ricitos de Oro— dijo el osito, asustado—. Es mucho más grande.

—Y huele fatal— añadió Mamá osa.

Gloria se dio cuenta de que, a buen seguro, sería el troll que andaba buscando y se acercó a la casa de los osos para descubrir que el monstruo estaba en el jardín delantero intentando sacar miel de una piedra. Sus acompañantes se asustaron mucho al verlo; en ninguno de sus cuentos había un ser parecido y, si los osos tenían miedo, ¿qué cabía esperar de Caperucita y Pulgarcito?

—¿Qué te pasa, troll? ¿Por qué te has escapado?

—Porque estoy harto.

—¿De qué?

—De que todo el mundo pase por el puente y no me dé ni los buenos días.

—Bueno, eso tiene arreglo, deberías saludarles tú primero.

—Pero esa niña se puso a llorar al verme.

—Bueno, eso es porque se había perdido, y su mamá la está esperando en casa.

—Pero ese muchachito se ha subido a un árbol de miedo que le he dado.

—No, no. Pulgarcito había visto un lobo enorme y por eso se asustó.

—Pero los osos salieron corriendo.

—Bueno, eso es porque están hartos de una niña que siempre se come su cena y les deshace la cama. Se pensaron que estaba aquí otra vez y corrieron a avisarme.

—Pero nadie quiere vivir cerca de mí, ni ser mi amigo.

—Eso no es verdad. Yo vivo enfrente y he venido porque soy tu amiga.

El troll miró a Gloria, incrédulo al principio, aunque luego aceptó la mano de la guardiana de cuentos que inició el camino de vuelta dejando a los osos tranquilos para que cenaran y se fueran a la cama.

—¿Sabes? Me tenías preocupada— le dijo—. Pensé que me quedaba sin vecino.

De camino a casa, llevaron a Caperucita y a Pulgarcito con sus padres. No hizo falta dar muchas explicaciones sobre por qué habían tardado; en cuanto vieron al troll se alegraron tanto de que no se hubieran comido a sus hijos que ni les castigaron ni nada.

Cuando llegaron al puente, se despidieron con la promesa de desayunar juntos. Ni que decir tiene que los desayunos de un troll distan mucho de ser apetitosos bollos y magdalenas, pero Gloria no quería faltar a su cita para que su vecino no escapara otra vez.

A la mañana siguiente, el troll habia empezado a dar los buenos días a todo el que pasaba y, después, les había invitado a té con pastas. Nadie le dijo que no, ya sabemos lo mucho que gustan estos manjares a los personajes de los cuentos, así que en un pispás estaban allí Caperucita y Pulgarcito con sus padres, la abuelita, el lobo feroz, los tres ositos, Ricitos de oro, Blancanieves, el Principe azul y la Bella Durmiente, que decidió abrir más tarde con tal de pasar un rato con sus amigos. Y Gloria disfrutó como nunca del trabajo bien hecho hasta su próxima aventura.

Lectora en serio

Entre los estantes de madera vencidos por los años y el peso de los libros, una mujer pasea su mano por los lomos. No lee los títulos, solo roza las letras que los identifican.

Se mimetiza con el entorno gracias a la chaqueta de lana, la falda de tweed por debajo de las rodillas y los zapatos de tacón bajo, pero le tiemblan los dedos y cambia de pasillo cuando otro lector se cruza en su camino.

Observa entre los huecos vacíos de las estanterías cómo se mueven los compradores y el dueño de la vieja librería.

Se sube las gafas redondas de pasta que resbalan por su nariz a intervalos de dos minutos exactos.

En la sección de narrativa extranjera pasa de largo los libros más vendidos, a García Márquez, Faulkner y Coelho.

En novela negra, ignora los nombres de Larsson, Conan Doyle y Christie.

Da un respingo al coincidir, en la esquina de literatura infantil, con un mocoso que le muestra con orgullo un ejemplar de páginas de cartón con un hipopótamo azul en la portada.

Le sonríe, revuelve el pelo del niño con gesto mecánico y huye a la derecha, directa hacia la poesía.

El dueño del local se acerca.

—¿La puedo ayudar? Tenemos lo último de Elvira Sastre.

Rechaza el ofrecimiento con un gesto de la mano y una mirada al escaparate, que filtra la luz de la tarde envuelta en partículas de polvo en suspensión.

Regresa al punto de partida.

Mira hacia derecha e izquierda.

Una joven de pantalones estratégicamente rotos le pregunta por la sección de erótica.

Los ojos de la mujer se dilatan y la boca se le tuerce en mueca de disgusto, ofendida. Sin embargo, señala hacia el frente y se aleja con pasos cortos y rápidos.

Rodea cada pasillo, ahora mirando en los estantes que le caen a la altura de los ojos.

Se cierra la chaqueta al pasar junto a un hombre trajeado de mediana edad que hojea un libro sobre teoría económica.

Casi choca con una anciana que rebusca entre los libros de cocina, se aparta y musita una disculpa que la anciana intenta oír ajustando el volumen de su sonotone.

Evita el fondo de la tienda, reservado a la literatura romántica y a los libros de autoayuda.

Se para delante de un voluminoso ejemplar de Derecho Penal y lo aparta para recoger un libro que se esconde detrás.

Mira a ambos lados, no hay nadie más.

Camina deprisa hacia el mostrador de la entrada donde la anciana está pagando el libro de Simone Ortega mientras le cuenta al dueño que se lo va a regalar a su nieta, que se va a vivir sola y no sabe hacer un huevo frito.

La mujer gira el libro de forma que solo queda visible el canto de las páginas.

La anciana se marcha.

Ella vuelve a mirar a su alrededor y deja el libro junto a la caja.

Sus mejillas adquieren un color rojo y su respiración se acelera levemente.

—Lo he leído— dice una voz detrás de ella, el hombre de mediana edad—. No es nada bueno.

Ella saca la cartera del bolso con torpeza.

Se sonroja aún más.

Suelta los billetes sobre el mostrador.

—Su Anna y el highlander, señorita— el librero le acerca la bolsa.

—Es para regalárselo a una amiga— se justifica ella al recogerlo.

Se sube las gafas, se cierra la chaqueta y huye por la puerta sin mirar atrás.

Cazapalabras

Tejía redes con las que atrapar palabras para llenar su nuevo libro, pero era complejo; las letras acababan colándose por los agujeros, separando las sílabas que formaban nuevas palabras en su vuelo hacia la libertad.

Escritor busca piso

El escritor buscaba un nuevo hogar sin éxito. Todo lo que le enseñaba el agente inmobiliario eran espacios abiertos y habitaciones comunicadas.

Él necesitaba una casa con puertas, con todas las que pudieran ponerse en una casa, tantas como fuera necesario. Puertas que separaran la cocina del comedor, el comedor del salón, el salón del pasillo, el pasillo de la habitación, la habitación del cuarto de baño, el cuarto de baño del pasillo; hasta alguna que mediara entre el primer tramo de pasillo y el segundo.

Vivía con el miedo constante a que, si se dejaba una puerta abierta, los protagonistas de sus libros se escaparían por ella para nunca regresar.