Me he puesto a dieta, pero no la de la pera, ni la de la proteína o la del aguacate, no; me puesto a dieta en serio, sin zarandajas. Y me está costando lo mío, no crean; los escaparates se confabulan en mi contra. Hasta hoy no me había dado cuenta de los suculentos manjares que se exponían por doquier; solo de casa al trabajo hay catorce locales llenitos hasta arriba de tentaciones, y una no es de piedra.
El colmo para mi puesta a prueba ha llegado esta mañana; en la plaza han abierto un mercadillo de esos temporales con todo tipo de géneros, y los vendedores estaban pregonando la mercancía a grito pelado.
—¡Diez por ciento de descuento en todo el mostrador!
—¡Tres por dos solo hoy!
—¡Las tengo de todos los colores, oigan: negras, rosas, amarillas!
Y yo estoica, sorbiendo el café en la terraza de El Vitolo, agradecida por haber cogido el dinero justo para pagar el desayuno.
Soy débil. ¿Qué le voy a hacer?
Tampoco ha ayudado que mi vecino de mesa se haya puesto, sin vergüenza ninguna, a devorar uno de esos caprichos, que olía. ¡Ay, cómo olía! Y brillaba. Se notaba su delicioso contenido cuando lo rozaba con los dedos.
Estaba dispuesta a dejarlo correr, mantenerme en mis trece.
Al levantar la vista, me he encontrado con un cartel que decía: «Aceptamos tarjetas» y, acto seguido, uno de los tenderos gritaba: «¡Tengo lo último de Rosa Montero, las obras completas de García Márquez, J.K. Rowling, Eduardo Mendoza… Gloria Fuertes para niños y no tan niños!»
Y ahí se me han acabado la dieta, la fuerza de voluntad y el poco espacio que me quedaba en la librería del salón. Cinco ejemplares me he comprado de una tacada, y mañana vuelvo.
La dieta, si eso, la empiezo el lunes, que esta semana es la Feria del Libro y todos tenemos derecho a un capricho de vez en cuando.
Yo me puse ayer la excusa de que estaba granizando para no pecar. Es que la tienda de tebeos me pilla justo enfrente del piso y me costó muuuuucho no añadir libros a la lista enooooooooorme que ya tengo.
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Pero sucumbirás, al final siempre caemos.
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