EL PERRO POETA

Veintiséis días de paz y dos noches sin pegar ojo.

Lo sé, no debería quejarme.

Soy la insomne propietaria de un perro poeta que solo ladra para ofrecer recitales en verso a la luna llena.

A LOS GATOS LES GUSTA EL JAZZ

Mi nombre es Arístides y soy gato pardo por las noches y adorable siamés durante el día. Nací junto a una chimenea, acompañado de los ronroneos de mi madre y otros cinco hermanos que fueron saliendo de la casa, uno por uno, hasta que solo quedamos mi descuidada progenitora y yo.

Contaba con un mes de existencia cuando, persiguiendo el sonido de un abejorro, caí por la ventana. Ahí perdí mi primera vida.

Lo bueno de ser gato es que eso de morirse, al menos las primeras seis veces, no es gran cosa. Me levanté, me sacudí el polvo y volví a casa para descubrir que el abejorro no era tal, sino una perversa obra de Rimski-Kórsakov que mi dueño, el melómano, había puesto en el tocadiscos. Desde ese día odio la música clásica.

Un par de semanas después, harto de la tortura de unas gaitas que retumbaban por todo el salón, me escondí en la despensa. Cuando la cocinera me encontró, me arreó con una lata de conserva en la sesera y así se fue mi segunda vida, tan rápido como vino. Desde entonces no soporto la música folk y las sardinas en escabeche me producen migrañas.

Un día de primavera me vi poseído por un ritmo caribeño, perdí pie en un giro y rodé librería abajo, con tan mala pata, que un ejemplar de los más gordos hizo el descenso tras de mí, sospecho que por solidaridad, y cayó, cuan largo y pesado era, sobre mi lomo. Ahora me cuido mucho de bailar bachata y aborrezco la literatura.

Los acordes de una guitarra dieron al traste con mi cuarta vida. No diré cómo por lo embarazoso de la situación; pero por mí, el rock y su rey, pueden estar muertos y bien muertos.

El fin de mi quinta vida se lo debo a John Lennon. Me dio por emularle sin salir de la cama y me relajé hasta tal punto que el corazón dejó de latir. Tanto mejor, porque estaba a un paso de convertirme en gato de angora con la excusa de dejarme crecer el pelo.

Viví sin preocupaciones los siguientes dos años gracias a que me mantuve alejado de música, sardinas en lata y libros por igual. Coincidieron con el ascenso de mi dueño en el trabajo, lo que le dejaba poco tiempo para poner el dichoso tocadiscos. Sin embargo, se mudó un vecino al piso de al lado que se deleitaba pregonando sus gustos musicales y así fue que, estaba yo tan cómodo al sol en el alfeizar de la ventana, cuando una cosa llamada reaggetón me despertó de un brinco. Intenté clavar mis uñas en el hormigón de la fachada pero resbalé hasta la calle, donde el autobús que hacía la línea trece me pasó por encima, dejándome el rabo hecho un cuatro y finiquitando mi penúltima vida.

Pasé una semana entera deambulando por los tejados y comiendo de la basura hasta que, una noche, un sonido mezcla del piano de la música clásica, la base rítmica del folk, la guitarra del rock antiguo, el bajo del pop y ese toque étnico de la música latina llamó mi atención; aquellos estilos que, por separado, casi habían terminado con mi existencia, me guiaron hasta una plaza donde cuatro músicos hacían de las suyas sobre el escenario. Al final del concierto, el trompetista decidió adoptarme como mascota. Me pusieron de apellido Coltraine, porque mi rabo les recodaba a la forma de un saxofón, y me contaron que lo que tocaban se llamaba jazz.

Desde entonces vago con ellos de garito en garito. Y, a cambio de la comida, yo les he dado una imagen para su grupo e inspiración para más de un tema.

Cuando eres el protagonista, esto de la música no está tan mal.

EL CONEJO QUE VIVÍA EN UNA BIBLIOTECA

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Para Piccola Pi, que dio la bienvenida al otoño y se despidió de nosotros.

 

Después de toda una vida saltando y escarbando, la coneja blanca y peludita, se hizo mayor. Ya no corría, ya no saltaba y, de lo de escarbar, se cansaba enseguida. Apenas quería salir de su jaula, y sus dueños, pensando en darle algo que hacer, colocaron su casita en la biblioteca.

Su nombre matemático de decimales infinitos podría no haber encajado entre tantas palabras, o sí, teniendo en cuenta que, antes que una sucesión de cifras detrás de una coma, aquel nombre había sido una simple letra que los antiguos griegos llamaban Pi.

La edad se encargó de despejar los pelitos que le tapaban los ojos y ella, muy contenta, empezó a leer cada libro; cuidaba de que la novela histórica no se mezclara con la de misterio, ni la romántica con el humor.

Su estantería favorita era la que guardaba los libros raros y especiales, porque, con ellos, aprendió idiomas y cuentos de todo el mundo; incluso conoció a otro conejo blanco con chaleco y reloj de bolsillo que siempre tenía prisa.

Así hizo una nueva rutina, más descansada; roía y leía, roía y leía… Roía las delicias que sus dueños le ponían y leía embelesada los libros. Ojo, no al revés.

Había gente que sentía lástima de la coneja, porque no salía de la biblioteca, pero ella ya había corrido fuera y ahora tenía toda una galaxia por la que viajar sin moverse de su jaula.

DE DO DO DO, DE DA DA DA

Me siento a escribir viendo un documental sobre Alaska y sus osos. Alguien comparte conmigo en Facebook, cosas de la vida, que esta mañana pescaron al Campanu y mi mente divaga.

¡Desdichado salmón!

El cursor parpadea en la página de texto del portátil, en blanco, como mi mente; como el ámbar de un semáforo que nunca va a pasar a rojo.

Apago el televisor. Imposible concentrarse con esos pobres peces siendo devorados. Pongo música.

Mi gusto por las letras es casi tan viejo como el que siento por los documentales.

Me enamoré de la naturaleza recogiendo piñotes con mis abuelos, montando a caballo con mi padre, por el ecologismo de mi tía, las manualidades con reciclaje de mi madre, el visionado de Capitán Planeta con mi hermana.

La primera canción hace más por la nostalgia.

No sé si es Sting, el Campanu, o los osos, pero recuerdo los viajes a Asturias con Police como banda sonora.

“De do do do”

Las cinco de la madrugada entrando dormida en el coche.

Los “¿falta mucho?”.

Celorio, su playa.

Llanes y el espigón sin cubos de Ibarrola.

Buscar caracoles.

No hablar francés.

Ser niña langosta.

Y el olor a lluvia que mi hermana y yo bautizamos para siempre como “huele a Asturias”.

“De da da da”

Mis dedos corren por el teclado.

Corren veloces, sin dar tiempo a parpadear a esa maldita raya vertical.

“Is all I want to say to you”

Y cuentan Asturias.

Los pinares.

Los zorros huidizos.

Los libros en verano.

El olor a castañas asadas en la caldera.

El hámster que se me murió.

“De do do do”

El respirar del caballo bajo mis piernas.

Librerías repletas en casa de los abuelos.

Y una vez que vi una raya en manos de un buzo con escafandra.

O lo mismo no.

“De da da da”

Montar en bici con mi hermana.

Mi primera vez con “El señor de los Anillos” o “Cien años de soledad”.

Los patines de hierro heredados.

Cómo escocía la piel quemada por el sol.

Hacerme grande y no olvidarme de bailar.

“They’re meaningless and all that’s true”

El enemigo, un exloro y Frank Sinatra

Texto para el taller de Literautas. Intenté un pequeño tributo a Gila y los Monty Python, quedó absurdo, pero ¿no se trataba de eso?

-Hola, ¿podría hablar con Paolo Milano?

[…]

–Sí, espero.

[…]

–Hola, Paolo. Soy Miranda, la del duplex del centro.

[…]

–Desde luego. Vaya cambio, chico, no me lo imaginaba así, tienes razón.

[…]

–Sí, ya imagino que te has esforzado al máximo. Que has consultado las tendencias. La cuestión es que no entiendo muy bien el estilo.

[…]

–¿Estilo industrial, dices? Pero es que me resulta un poco frío. Bueno, frío no, es que es entrar en casa y me dan ganas de ponerme a fundir metal.

[…]

–Ya, si está muy bien que sea lo último en salones, pero es que yo soy abogada y no me pega mucho.

[…]

–¿Y la jaula esa que hay en el dormitorio, con un pájaro disecado?

[…]

–Un toque de vida, de color. Ya. Pero está muerto.

[…]

–No, no, yo mascotas no quiero, que no tengo tiempo de cuidarlas.

[…]

–Sí, a lo mejor. ¿Y el borsalino que me has dejado de recuerdo en el perchero?

[…]

–Un toque de distinción, a lo Frank Sinatra, ya.

[…]

–No soy yo muy de Frank Sinatra. Ni de sombreros.

[…]

–Pues no. No creo que un sombrero y un ex-loro me quiten las ganas de invitar a todos mis amigos a comernos un bocadillo subidos en la viga que me has dejado a la vista en la cocina.

[…]

–Sí, me he fijado en la bobina gigante que hace de mesita de café, era una broma.

[…]

–¿Y las fotos de mis viajes que te pedí que pusieras?

[…]

–¿El marco digital?

[…]

–Vaya, no, no, si está muy bien, pero claro, con ese tamaño, yo creí que era otra cosa.

[…]

–Pues otra cosa, yo qué sé, está todo tan moderno que ya no sabe una qué esperar.

[…]

–No, pero no me llores. Es sólo en lo que me acostumbro, que así, en frío.

[…]

–Pues no, en la habitación de invitados todavía no he entrado, pero miedo me está dando.

[…]

–Ya veo.

[…]

–No, no me convence demasiado. No sé si alguien va a querer venir si le cuento eso.

[…]

–Hombre, una cosa es que no quiera que se apalanquen y otra muy distinta que no vuelvan.

[…]

–Pues no, no estoy contenta con tu trabajo. Me siento extraña, alienígena, esto último en sentido literal.

[…]

–Pues tendremos que buscar la forma de ponernos de acuerdo.

[…]

–Si yo lo entiendo, pero es que no quiero que mi casa parezca el laboratorio del jovencito Frankenstein. Quiero que parezca mi casa.

[…]

–Me da lo mismo si está demodé o te resulta rancio. No quiero más acero inoxidable que el de los electrodomésticos. ¡Joder! Que entro en el baño y ya no sé si voy a ducharme o son los encuentros en la tercera fase y me van a meter una sonda por el…

[…]

–Pues ¿tú me dirás? Te pago un dineral para que me dejes el piso para entrar a vivir y me encuentro con esto. ¡Y no me llores, coño, que es a mí a quien le has dejado la casa como una siderurgia!

[…]

–Bien, pues las paredes en amarillo Sáhara y los muebles retro, pero ojito con eso de retro, que tampoco quiero que parezca esto la guarida del Superagente 86.

[…]

–Ya, si era solo una broma, Paolo. No me llores.