La noche se vio envuelta en un repentino estallido, un crujido seco que logró sacar del más profundo sueño a cualquiera en kilómetros a la redonda.
Después del golpe, un silencio tenso, roto por un chasquido si cabía más fuerte que el anterior.
Un viento salido de la nada agitaba las persianas, colándose bajo ellas y empujando hacia fuera como si quisiera arrancarlas; después llegó el agua, acariciando los cristales de galerías y terrazas, pero no era lluvia, no, era la espuma del mar; pequeñas partículas de hidrógeno y oxígeno mezcladas con sal que se veían arrastradas por la violencia de la galerna.
Quien se despertó, incapaz de seguir en la cama mientras el mundo rugía fuera, y se aventuró a salir a la calle, pudo verlo con claridad: el mar levantaba su furia blanca sobre playas y paseos, engullendo todo a su paso, al menos al principio, para dejar emerger de entre la espuma peñascos y faros que permanecían en su lugar como si no hubiera pasado nada.
Y hubo quien juraba, a pesar de que pareciera una locura, que vio entre las olas, los remolinos y la espuma, a un viejo tocado con un raído sombrero y que, con sus manos, ordenaba mecer al agua y soplar al viento.
No mentían, detrás de aquella tormenta, habían conocido al Nuberu.
A santa Güiqui me he tenido que ir, porque desconocía al tal. Una vez conocido, relato comprendido. Y servidor asustado con todo éxito, tal como pretendía su asalmonada señoría
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