LA FELICIDAD ES UNA CAJA DE CAMPURRIANAS

Hay días que, con el amanecer, se levanta un viento endemoniado, eso ya debería ser señal suficiente para saber que todo va a salir torcido, como si el vendaval fuera capaz de tumbar todo a su paso, aunque no hayan emitido alerta de colores en los partes meteorológicos.

Antes de las ocho de la mañana a una compañera la deja tirada el coche, las otras dos han dormido poco, los ordenadores van a pedales y las neuronas del resto de plantilla ni a eso.

De pronto, en el cerebro se enciende una palabra con luces de neón: «CAMPURRIANAS».

Eres incapaz de pensar en otra cosa; al poco rato se convierte en una obsesión colectiva, una tabla de salvación en medio del inminente naufragio. Empleáis el descanso en correr a supermercados buscando esa boya que os ancle en la tormenta; pero el dichoso viento, que no tiene intención de ceder, parece haber arrastrado consigo todas las existencias de estanterías y almacenes.

La urgencia se hace fuerte con la frustración y entonces comienzan la búsqueda por Internet, la idea de pedir la catalogación de esas galletas en concreto como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, incluso postear el antojo en Instagram por si los fabricantes tienen a bien obsequiaros con una caja, que, en cualquier caso, llegaría demasiado tarde para salvar el día.

Os dais por vencidos, el viento no para. A la mañana siguiente rola de poniente a levante y esa nueva orientación benigna trae consigo todo lo arrastrado el día anterior empezando por las galletas que emergen en estanterías y almacenes como setas en otoño y, solo saber que hay Campurrianas en un cajón, basta para ser felices.


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