SHORT FOLK I
Me contaron las cucharas que la sartén se aliaba con el dedal y la lata de aceite en las noches de invierno para llenar de música los estómagos vacíos de los vecinos.
Me contaron las cucharas que la sartén se aliaba con el dedal y la lata de aceite en las noches de invierno para llenar de música los estómagos vacíos de los vecinos.
Al arrullo de nana vieja
le viene faltando el alma,
que la han invadido los sones;
se llevaron las ovejas
que le permitían entrar en la casa.
Ya no duerme el niño tranquilo
en su cunita de madera
ni en el mejor colchón de plumas,
ni en la almohada más ligera,
porque le han invadido los sones
al arrullo de nana vieja.
Bajóse del caballo y brillaron las espuelas al chocar con el suelo. Se acercó a la niña que le seguía unos pasos por detrás, el pelo dorado en larga trenza y coronado de flores. En las mejillas el rubor de la adolescencia y en sus ojos una malicia titilando entre las pestañas, engrandecido por el asomar de sus dientes como perlas entre la rosa de sus labios.
—Te amo, niña preciosa, pero miedo tengo de la maldición que me llevas.
—Demonios peores que una pobre muchacha habrás conocido.
—Caballeros sanguinarios he vencido. Jamás me di por rendido en combate hasta hoy, que me desarman tus desvelos.
Algo había en sus susurros, en el lánguido caer de sus párpados que le impulsaba a besarla, pero no podía. Le temblaban las rodillas ante la visión de sus huesos hechos cenizas en medio del camino. Su madre le había advertido sobre el peligro de la belleza inocente y la niña no había mentido sobre su condena, pero era tan bonita. El caballo resopló sacándolo del embrujo de sus brazos desnudos y de la promesa de amor y dicha que emanaba de su cuello.
—No podría tenerte aunque quisiera, pues he de desposarme con la princesa de Francia de aquí a tres días.
—Déjame pues, ¿qué voy a poder darte yo, pobre como una avellana, que no pueda darte ella multiplicado por mil, salvo desgracias?
—Con ella me casaré, pero mi corazón será siempre tuyo.
Volvió a subirse a la montura y arrancó unos pasos por delante de la niña. Notaba en la nuca sus ojos azules, el aroma de su vestido, le susurraban sus pies acariciando el suelo.
A las puertas de París, volvió a bajar de la montura y descubrió que ella reía; de su rostro había desaparecido la inocencia y todo él reflejaba ahora enojo y malicia.
—Tonto caballero. Yo soy la princesa que habrías de desposar en tres días de haberme dado una oportunidad de amarte, pero la princesa de París no se casa con cobardes que se asustan de maldiciones escupidas sobre muchachitas hermosas.
Basado en el Romance de El caballero burlado.
Tras horas levantando piedras y listones de madera, empujó con suavidad para comprobar que los goznes estaban ajustados y sonrió orgulloso de su puerta en medio de un trigal.
Para cuando Olivia Argento sacó las manos de sus bolsillos, ya era demasiado tarde. Tarde para recuperar las noches de verano, cazar mariposas, encontrar marido y, desde luego, para evitar el mayor desastre jamás conocido en los contornos.
Amaneció aquel día con la pesadumbre hecha nubes grises que se aproximaban desde el mar; una caballería furiosa instigada por los vientos del norte, declarados en rebeldía contra el dominio tirano de la cordillera que alzaba sus barreras sin posibilidad de peaje.
La niña del lechero lo advirtió en cuanto salió a ordeñar las vacas. Los pastos temblaban bajo el peso del rocío y las moras se habían vuelto negras antes de tiempo.
—Males barrunto— dijo nada más llegar a la casa con los cántaros de leche fresca.
—Eres demasiado joven para ser tan agorera, Mencía— replicó Olivia, aunque ella ya lo había notado en los huesos, que le dolían en los tuétanos, como cuando murió su padre, como cuando la dejaron plantada ante el altar.
Pero Mencía se limitó a sonreír y seguir con su ruta de puerta en puerta.
Entonces Olivia se quedó sola con sus nostalgias y frustraciones que, ahora sí, le invadían la garganta, le zapateaban en el pecho, convertidas en malsanos aprendices de claqué.
Colocó los bollos en una bandeja y se puso a colar la nata antes de hervir la leche. Si su madre la hubiera visto afanada en tales menesteres la habría reprendido por no tener servicio, pero hacía mucho tiempo que la abandonó al cargo de aquel caserón lleno de almas y falto de corazón. Casi tanto tiempo como llevaba sin sentir a las hormigas abriéndose camino por las sienes para alojar en su cabeza los huevos de la desesperación.
En medio del dolor por los ausentes y de la ruina de sus tierras, aceptó de buena gana recibir la reunión mensual de las viudas del pueblo. Y aunque ella nunca fue viuda, pues para eso hace falta primero un marido, ninguna puso reparos ni comentó jamás su condición de solterona. De modo que los jueves de su vida pasaban de casa de doña Paquita, viuda del jefe de estación, a la de Irene, joven viuda de borracho, y doña Manuela, abuela de Mencía y viuda de lechero por culpa de unos cuernos en mal sitio.
Sin embargo, ese jueves, se le iba la mente en recuerdos dolorosos que hacía años no le rondaban; y al final se le quemó la leche.
Salió en busca de Mencía por si aún no había vendido todo lo ordeñado y la encontró junto al lavadero, charlando con el párroco, que la ayudaba a llenar una de las tinajas. Nunca le gustó aquel hombre gris y presto a la acusación barata, y mucho menos desde que, el día de su boda, o su no boda, insinuara que las mujeres como ella no merecían otra cosa que ser despreciadas por los buenos hombres como su Jacinto, pregonando desde el púlpito que agradecía a los cielos no tener que casar a una hechicera.
Olivia Argento nunca más pisó la iglesia del pueblo, pero don Miguel no parecía del todo contento. Hubiera deseado, si su fe y su profesión se lo hubieran permitido, que el pueblo entero volviese la espalda a las Argento de por vida, cosa que no sucedió, pues los vecinos eran buenos cristianos, sí, pero aún mejores personas, y no iban a dejar que una muchacha tragara sola la desgracia de ser rechazada ante el mismísimo Dios.
De un modo u otro, don Miguel se las tenía juradas y no había domingo que no hiciera algún comentario sobre la mujer, ni un solo domingo de respiro en veinte años, fracasando semana sí, semana también. Volcó entonces sus esfuerzos en separar de su influencia a las más jóvenes del pueblo y Olivia pensó, no sin motivos, que en esto andaba con Mencía cuando ella apareció.
—Buenos días, otra vez. —Sonrió la niña.
—Buenos días ¿No te quedará algo de leche por vender? Se me quemó la que trajiste esta mañana.
—Veré si puedo ordeñar a la cabra, aunque tiene mala disposición para esas cosas. Pero sería muy triste que no tuvierais hoy con qué rebajar el café.
En la mente del párroco se dibujó la imagen de un aquelarre con las cuatro mujeres bailando alrededor de la cabra sin ordeñar, la joven lechera desnuda junto a ella, con la piel tersa reluciendo bajo el brillo del fuego. Musitó una disculpa desganada y se dirigió a la iglesia.
Olivia rebuscó en sus bolsillos dinero con qué pagar a Mencía, que tarareaba divertida una canción de viejas. Justo en ese instante un cuervo chocó contra la campana mayor desprendiendo el badajo, que descendió a toda velocidad paralelo al muro norte del campanario. En los pocos segundos que duró su trayecto, la niña siguió cantando y mirando fijamente la silueta negra de don Miguel, esa silueta que tanto odiaba ella también porque no le gustaba que le observara los pechos nacientes, ni el olor a orujo de su aliento demasiado cerca de su cara, ni como hablaba de Olivia, de Irene, de doña Paquita y de su abuela.
Para cuando Olivia Argento reconoció que la canción no era una canción, sino un encantamiento, el badajo había terminado su camino, acertando de lleno en la calva cabeza del párroco, que yacía en el suelo convertido en trapo sangrante.
— ¿Qué has hecho, niña?
—Lo que todas vosotras queríais y ninguna se atrevía.
Mi nombre no viene al caso, ni mi origen, ni cualquier otra eventualidad que afecte a mi vida antes de mi existencia o, mejor dicho, mi no existencia, ya que las aventuras que vengo a contarles comenzaron en el preciso instante de mi fallecimiento, y es que no hay nada como hacerse pasar por el fantasma del primer Marqués de Talloviejo para sentirse vivo.
El hijo y segundo Marqués, se tomó mi presencia con filosofía; decía que el espectro de su padre era, con mucho, mejor persona que en efigie y se conformó, aunque diré en su favor que pasaba poco tiempo en casa y los únicos que padecían mis travesuras eran los miembros del servicio. Cuatro doncellas y dos mayordomos eché de la casona sin apenas esfuerzo por mi parte.
El tercer Marqués de Talloviejo (y Conde de Cuelloprieto por parte madre), recibió bautismo con el nombre de Francisco de Borja en la capilla familiar y, pasada la adolescencia (que entre estas gentes se dilata más allá que entre el común de los mortales), estaba tan colgado con el opio que, según sospecho, los fantasmas de la droga le resultaban bastante más aterradores que yo, así que a la que le hice la vida imposible fue a su mujer, una aristócrata venida a menos que se casó con Borjita por mantener el dinero de la familia. Ella siempre creyó que yo era de verdad el fantasma del abuelo y que, además, sabía a ciencia cierta que el niño que tenían no era de mi “nieto”, sino de un poeta, al que nunca vi escribir un verso, que compartió techo con ellos un verano. Siete meses después nació el que estaba destinado a ser el cuarto Marqués de Talloviejo.
Anda que no disfruté con la cara de la gachí cuando, el día siguiente al parto, me planté sobre la cuna y empecé a negar con mi espectral cabeza.
Al niño, todo hay que decirlo, me daba apuro atormentarlo al principio; era tan pequeño, parecía un querubín, pero se me acabaron las reticencias cuando mudó los paletos de leche por otros enormes, que le daban aspecto de castor al jodío, y empezó a disparar con el tirachinas a todo el que se aventuraba por los pasillos. Todavía oigo sus gritos cuando abrí de par en par las puertas del armario y le dejé ver los entresijos del purgatorio como regalo por su Primera Comunión.
Al día siguiente, su madre cogió los trastos que no había heredado de la familia del Marqués y se llevó al niño y al marido. Me pregunto si Borjita se daría cuenta en algún momento de la mudanza o si, tras años de obnubilación voluntaria, todas las paredes le parecían iguales.
La casa permaneció en venta más o menos diez años y, al final, la compró un matrimonio alemán que la usaba de invierneo porque, en su ciudad natal, se llenaban de reumas. Me alegró mucho volver a tener compañía, aunque solo fuera por unos meses al año. Lo malo era que, como no hablaban ni papa de castellano, me las vi y me las deseé para seguir con mi labor (esos germanos son duros de pelar y no basta con un crujir de suelos o un abrir de puertas y ventanas). Lo más que conseguí fue sobresaltar al marido una tarde de febrero en la que me dio por cambiar de sitio los libros de la biblioteca. (Consejo: si quieres que un alemán se dé cuenta de que estás ahí, nada como tocarle el orden).
Al tercer invierno de inquilinos tan desaboridos, empecé a notarme más etéreo, menos sustancial, si es que es algo posible en un fantasma. Aproveché la primavera para leer a Freud y, manteniendo al margen las connotaciones sexuales subyacentes en todos sus diagnósticos (hay que ver qué perra tenía el hombre con el tema), me di cuenta de que mi problema era la falta de motivación. Como tenía tiempo, leí también a Schopenhauer, Nietzsche, Mann… Y, como empezaba a deprimirme cosa mala, en verano me puse con la novela negra, devoré las obras completas de Agatha Christie y Conan Doyle; de este último saqué lo mejor de todo porque el hombre se interesó en un momento determinado de su vida por el espiritismo y, lo crean o no, esas obras que los eruditos tachan de desvaríos, a mí, como espectro rondador, me vinieron de perlas.
Empezó octubre y yo estaba ansioso por el regreso de los alemanes para poner en práctica todo lo aprendido, pero no aparecieron; pasó noviembre y tampoco.
El día antes de Navidad llegaron unos transportistas, metieron la mayoría de las cosas en cajas y se fueron.
El día después de Año Nuevo entró un agente inmobiliario, colocó un cartelón de “SE VENDE” y me dejó allí más solo que la una, y sin libros con los que entretenerme.
Poco más tarde me enteré de que, ante las dificultades para vender la casa, habían decidido alquilarla como escenario cinematográfico. Ya me veía apareciendo en algún fotograma subrepticiamente al más puro estilo Hitchcock, pero se me quitaron las ganas de acercarme al set de rodaje enseguida.
Por solo que me sienta, uno tiene su dignidad, y no quiero mi imagen vinculada al porno. Sí, sí, así como lo leen; un total de veintisiete títulos de cine X se han rodado ante los mismísimos bigotes del retrato del primer Marqués que Talloviejo que, a todo esto, sigue presidiendo el salón sin que ningún descendiente haya venido a reclamarlo.
No me vengas con pamplinas
que tengo la piel
de salitre bien curtida
y, de vareado de olivares,
traigo las costillas molidas.
Yo soy heredera de Lorca,
de mujeres en armas levantadas,
y no ha nacido malnacido
que me doblegue el alma;
y, ni que te coma a besos
da derecho a puñaladas,
ni abrir las piernas
me hace perder las alas,
que yo he sostenido la tierra
para que otros no la robaran.
Texto extraído del libro de relatos Lo que las piedras callan
Después de miles de años sirviendo a la imaginación y las moralejas, las torres de los cuentos de hadas decidieron hacer valer sus derechos. Se sentían ninguneadas y, algunas, víctimas de abusos. Como una convención era imposible (nada peor que ser un inmueble para acudir a una reunión), pidieron ayuda a ciervos y pajarillos para que llevaran de un lugar a otro las demandas y los acuerdos. Cuando se corrió la voz de lo que las torres pretendían, los demás edificios del mundo quisieron unirse a la proclama y no quedó animal en el planeta, vertebrado o sin vertebrar, que no colaborara como mensajero.
Fue la Cumbre más larga de la historia, duró treinta años.
El primer punto trató sobre los derechos de imagen. ¿Hasta cuándo iban a hacer caja las grandes factorías de entretenimiento? ¿Cuándo le habían preguntado a una torre o castillo si querían ser fotografiados?
Las construcciones que sirvieron de presidio a princesas y personajes ilustres se quejaban por la mala fama. Otras protestaban por un trasiego de visitantes que no terminaba nunca y las había que lamentaban haber sido abandonadas a su suerte, víctimas de un deterioro implacable que no importaba a nadie.
Llegó el turno de las expoliadas, las que perdieron su grandeza en cuanto alguien retiró la última lama de oro que adornaba su cúpula o el último azulejo de las paredes. Y, a estas, siguieron las que fueron desenterradas tras siglos de letargo pacífico y ahora se veían invadidas por batallones de arqueólogos que escudriñaban cada palmo de su ser.
Los rascacielos lloriqueaban por los vientos que los batían, las catedrales por la suciedad de las palomas; las casas bajas por la falta de sol y los polideportivos por el impacto incesante de las pelotas.
Firmaron un Tratado, dos Convenios y, por unanimidad, una Declaración de Derechos de los Edificios compuesta por cuarenta y cuatro artículos que exigían un mayor respeto por aquellos que habían dado cobijo a la Humanidad. El resultado, tras las pertinentes enmiendas, lo presentaron en la ONU, pájaro mediante.
El Secretario General se mostró sorprendido y, conmovido por el drama que vivían aquellas construcciones, elevó los documentos a la UNESCO. Allí se sintieron avergonzados; después de años declarando Bienes Patrimonio de la Humanidad, se dieron cuenta de que nunca habían preguntado a los bienes en sí.
Convocaron una reunión de urgencia con todos los países para pedir que la Declaración de Derechos de los Edificios fuera respetada. Firmaron los papeles y enviaron a dos comisionados para dar la buena nueva a cada uno de los edificios del mundo.
Pasados unos años los rascacielos no habían dejado de lloriquear, las catedrales seguían hartas de las palomas, las torres de cuento eran objeto de más películas y más fotografías, las ruinas eran excavadas con total impunidad y otras tantas construcciones veían mermada su belleza producto del expolio.
Convocaron una nueva cumbre y decidieron tener en cuenta la opinión de los riscos, montañas, acantilados, bosques, volcanes y cuevas; pues ellos también se sentían sobreexplotados y sin voz. Se unió hasta la Antártida, que ya estaba harta de bases científicas y expertos del National Geographic.
Alcanzaron nuevos acuerdos que elevaron a la ONU; el nuevo secretario (el otro ya se había jubilado) transmitió las quejas a la UNESCO y, una vez más, se reunieron los países, esta vez en Berlín. Se alcanzaron compromisos sobre la concesión de minas, la conservación de bosques y humedales; la construcción de nuevos edificios y el trato que debían recibir los antiguos. Se estableció un plan para la repoblación de las aldeas abandonadas y la restauración de ruinas. Acordaron una fecha límite para cumplir los objetivos marcados y mandaron a nuevos comisionados, en esta ocasión veinte, para hacer llegar las noticias a todos los rincones del planeta.
Exultantes con las promesas, las montañas se sacudieron y la nieve se precipitó en aludes sobre las ciudades de sus faldas; las cuevas y los valles empezaron a hacer eco volviendo loco, cuando no sordo, a todo el que estaba cerca, y no quedó una sola grapadora o folio sobre los escritorios de las oficinas.
Las únicas más comedidas fueron las ruinas que, debido a su edad y deterioro, pensaron que era mejor, y menos peligroso, quedarse quietecitas.
Antes de verse obligados a declarar zona catastrófica medio mundo, los mismos comisionados se dieron la vuelta para pedir un poco de cuidado a la hora de festejar los triunfos. Tras una semana de agitación todo volvió a la normalidad: las montañas pararon, el eco volvió a ser lo que era, las torres de cuento fueron felices y cobijaron perdices y los humanos, fieles a su egoísmo, olvidaron pronto lo prometido, y así siguen.
Odiaba las ferias medievales casi tanto como a los ingenuos que se lanzaban a ellas creyendo que la amalgama que les rodeaba tenía un mínimo de rigor histórico. En cuanto enfilaba la primera calle llena de banderolas de poliéster se preguntaba por qué se había dejado engañar otra vez y se consolaba pensando en que tal vez era el morbo de encontrar todas las incongruencias, como en un pasatiempo de periódico dominical; allí una armadura de aluminio, caballeros que manejaban espadas con una sola mano y doncellas con escotes que, cuando menos, habrían sonrojado a cualquier devoto vecino de la época.
Siguió a la muchedumbre por las intrincadas callejuelas plagadas de puestos donde se vendían piezas de cuero artesanal junto a juguetes made in China. Desembocó, casi arrastrado, en una plazuela donde el sonido de la gaita, la dulzaina y unas vieiras entrechocando le transportó al medievo de verdad.
Cerró los ojos y dejó que el olor de la carne sobre las brasas y el vino ácido derramado le impregnara las fosas nasales y la imaginación. Cuando los abrió, allí estaba ella, meciéndose al ritmo de la canción, agitando la pandereta y con el único vestido tejido a mano en kilómetros a la redonda. Tenía unos ojos dignos del mismísimo demonio que le miraban fijamente y le hablaban.
«Tú.» Le decían. «Sí, tú, el que cree que todo esto es una pantomima.»
Se fue acercando y, para cuando terminó la música, estaban uno junto al otro. Ella le tomó de la mano y buscó refugio en una tienda cercana.
«Quédate conmigo.» Le pedía con la mirada.
Atraído por sus ojos y la suavidad de sus palabras, accedió a participar en la mentira. Se vistió con calzones pardos y blusa blanca. Bailaron toda la tarde. Ella cada vez más cerca, cada vez más pícara, cada vez más convincente.
Asomó la luna por los tejados entre seguidillas, corridos, jotas y cantos. Irrumpió en la plaza la cabecera de una procesión y, antes de que pudiera fijarse en lo que pasaba, se vio formando parte de la comitiva con un jubón negro. Ella le subió la caperuza con una sonrisa cargada de promesas.
«Camina.» Decían sus ojos verdes.
Y él obedecía hechizado.
Recorrieron cuatro calles hasta llegar a una plaza inmensa; ella siempre a su lado, sonriendo, prometiendo las estrellas.
«Esto se lo han currado.» Pensaba. «Una procesión de condenados en toda regla.»
Un hombre vestido de sacerdote arengó contra los no creyentes, contra los impuros de corazón que todo lo cuestionan.
La pira levantaba tres metros de llamas en el centro de la plaza y todo el mundo la contemplaba fascinado, él el primero. Tal era el encantamiento de la danza del fuego que no se dio cuenta de su verdadero lugar hasta que una risa estridente y maligna inundó la plaza.
Era ella, ella bailando alrededor de la hoguera en la que él ardía mientras gritaba: « ¿Te parece real ahora? ¿Te parece exacto y congruente? Arde maldito aguafiestas. Arde.»
“Perdido pedestal” rezaba el cartel que se repetía de árbol en árbol por toda la avenida; en la fotografía: un cubo de piedra, concretamente granito, con una inscripción larga e ilegible en la fotocopia en blanco y negro. “Razón: estatua del pintor”.
La avalancha de folios de este calibre pronto inundó farolas, fachadas, setos y señales de tráfico. “Perdido pedestal” comenzaban todas ellas, pero sus reclamantes eran distintos: el capitán a caballo, la mujer con el cántaro, el niño que jugaba al diábolo… Incluso a las ovejas del recuerdo a la trashumancia les habían sustraído su peana.
La policía estaba desconcertada, los vecinos escandalizados, y no era para menos, en un par de semanas apenas quedaban tres estatuas en su sitio. Se reunió una comisión de urgencia que tomó medidas para proteger los pedestales aún presentes y se organizó una patrulla vecinal para buscar los ausentes.
Después de un mes de barrido por los pueblos de los alrededores, de convocar a la prensa nacional para que cubriera la noticia y de vigilias semanales, Atanasio de Quinta, labrador de toda la vida, se presentó en el Ayuntamiento. Esa mañana, cuando fue a la huerta, le había llamado la atención un montículo que había crecido en el medio del terreno, primero pensó que eran las calabazas, famosas en toda la comarca por su tamaño, pero cuando salió de la carretera comarcal y se fue acercando por el camino, se percató de que de calabazas nada, lo que se amontonaba alrededor del espantapájaros que protegía la cosecha era una montañita de granito, mármol y arenisca.
Un destacamento de la Guardia Civil acompañó a Atanasio para comprobar el hallazgo y, cuando la grúa comenzó a retirar los pedestales para devolverlos a su lugar de origen, el espantapájaros lanzó un grito con su voz de cuervo: ¡Míos, son míos por derecho!
Atónitos, los humanos cesaron su trabajo y la pareja de la Benemérita se apresuró a tomar declaración al hombre de paja y así rezó la entrevista en el atestado:
“Sostiene el espantapájaros que él lleva cuidando del huerto desde 1836 sin más remozamiento que el de su sombrero de paja, que fue sustituido por el actual en 1949 después de una tormenta de granizo que lo dejó hecho un colador. Que siendo él el primer monumento antropomorfo erigido en el municipio y habiendo cumplido con su labor diligentemente desde que fuera plantado, no ha recibido reconocimiento alguno, a pesar de que las calabazas que protege han recibido mención incluso en Bruselas; que en vista de la reverencia con que se ha tratado a un pintamonas, al coronel que huyó como una rata de Flandes y a un puñado de ovejas modorras, se vio obligado a emprender acciones reivindicativas contra el mobiliario urbano con la ayuda de cuantos pájaros, víboras, topos y ratones conoce (estima que en número pueden superar los mil individuos) y que volvería a hacerlo tantas veces como considere necesario hasta que se dignifique su centenario sacrificio.”
Ante semejante declaración, se acordó en pleno conceder las llaves de la ciudad al espantapájaros, honrarle con un festival durante la cosecha y levantarle una réplica en piedra con tres calabazas al pie del mástil que, a día de hoy, preside la Plaza Mayor y en cuya peana se puede leer: “Al celoso guardián de nuestro sustento.”