Un golpe de suerte

 

Si había un lugar en el mundo para sentirse ridículo con un neopreno, gafas de buzo y el esnórquel, aparte de tu propia boda, era ese; rodeado de hombres con pantalones a cuadros y polos impolutos, se sentía como un astronauta en una convención de extraterrestres.

—Vamos, tío— le urgió su amigo—. Y ten cuidado con los caimanes. — Rio..

En los últimos meses había pasado por una infinidad de trabajos y sus correspondientes novatadas, pero aquella era, quizá, la más ridícula de todas. Caimanes a él, que se había pasado la infancia corriendo por el green entre los hoyos 15 y 18, justo al lado del lago, contemplando la mutación de los renacuajos a ranas cada verano.

Levantó el pulgar, aceptando la broma, y se sumergió con la red colgada a la espalda.

En su natación hacia el centro de la laguna artificial se cruzó con un par de carpas y pensó en la crueldad de meter peces en un estanque cuyo único propósito era servir de perdedero para las pelotas de los golfistas menos expertos. ¿Cuántas de ellas no habrían muerto golpeadas por una de aquellas bolas picadas de viruela? Pobres bichos.

Llegó a la zona más profunda y, entre algas y limo, vislumbró una montaña blanca. Dejó salir el cabo del tubo a la superficie, cogió aire y se sumergió impulsado por las aletas. Había por lo menos cincuenta pelotas allí, una fortuna para su primer día de trabajo si las recuperaba todas, y casi sin esforzarse. Recogió tantas como pudo y subió a respirar de nuevo.

En la segunda inmersión, perdió el filón de vista, las aguas se habían enturbiado a buen seguro por culpa de sus aletas, que habían removido el lecho fangoso. Cuando la visibilidad mejoró, el montón de pelotas se había desperdigado y descubrió una amarillo brillante que se ocultaba entre algunas hojas y lo que parecían rocas pequeñas. Acercó la mano justo al tiempo que la pelota parpadeaba y, con el agua limpia a su alrededor, vio que a la esfera le seguía una fila de dientes cónicos dispuestos en una sonrisa malévola.

No tuvo tiempo de apartarse, o se demoró demasiado verificando que, tras la pelota amarilla y la cordillera blanca, se escondía un caimán de algo más de metro y medio. Para cuando creyó haberse alejado lo suficiente, el agua se enturbió de nuevo y un tirón seco le impidió llegar a la superficie.

No quería mirar hacia abajo, no podía asegurarse de si su pie izquierdo era presa de las potentes mandíbulas del saurio y su cerebro trabajaba deprisa, repasando todos y cada uno de los documentales, realities y noticias que, a lo largo de su vida, habían tenido como protagonista a aquel depredador eficaz. Por desgracia, su mente solo recordaba el giro de la muerte, las historias con final fatalista sobre ataques de cocodrilos de mar en Australia y a los pobres ñus atrapados mientras bebían en su migración anual por las llanuras del Serengeti.

No había nada que hacer. Si había un lugar en el mundo para sentirse ridículo con un neopreno, gafas de buzo y el esnórquel, además de un campo de golf, era tu propio funeral. Comenzó a rendirse, a darse por muerto. De pronto, algo irrumpió en el agua a toda velocidad, algo pequeño y redondo, algo blanco. ¿La luz al final del túnel? No, la pelota de un nefasto golfista que acertó de lleno en el único punto débil de su captor.

Notó la liberación de su tobillo y nadó hacia arriba en una carrera desesperada y, a su modo de ver, eterna.

—Venga, tío ¿solo veinte bolas?— le dijo su amigo mostrando su red llena.

Un chapoteo desvió su atención hacia la superficie del lago desde donde el caimán les miraba con sus ojos amarillos y brillantes.

—Sí, tío, solo veinte bolas. Y la que acaba de caer, la recoges tú.

Defensa propia

El cadáver fue encontrado por unos excursionistas en las inmediaciones del río.

Preguntados los osos, principales sospechosos del asesinato debido a las evidencias de zarpazos en el cuerpo, arguyeron que el hombre predicaba desde la ribera que la unión hacía la fuerza y que, como consecuencia de sus arengas, los salmones se habían organizado en patrullas que hacían imposible pescar uno. Presentaron, además, partes de lesiones firmados por los más reputados biólogos y veterinarios de Yellowstone, y demandaron a los peces por agresión.

Preguntados los salmones, siguientes sospechosos debido a unas pequeñas mordeduras en la mitad inferior de las piernas del finado que reveló la autopsia, dijeron carecer de móvil para el crimen, pues estaban en deuda con el hombre por sus enseñanzas. Y aportaron declaraciones de testigos fiables sobre el acoso que recibían, año sí, año también, por parte de los osos.

Ante la falta de pruebas concluyentes y la dificultad para celebrar el juicio garantizando la supervivencia de los salmones, terminó por sobreseerse el caso.

Los grizzlies volvieron a su bosque, los salmones a sus lugares de nacimiento, los restos mortales del hombre fueron incinerados y nadie volvió a hablar del tema.

Años después, un documental emitido por National Geographic, mostraba, con inquietantes imágenes, la huída del cámara y el presentador perseguidos sin piedad por los osos y los salmones hasta ser expulsados del Parque Nacional.

Indomable

Lamentaría morir mañana
sin haberte robado otro beso
y quizá algo más;
taparme con tu cuerpo,
dejarte caminar por mi interior.
Darte lo poco que me queda;
eso que las lombrices de tierra
no pueden entender,
que los peces de ría
prohíben por infectos;
los peces no sienten
sólo fluyen donde el agua los lleva.
Pero yo soy caballo libre
corriendo por la tierra,
toda pasión y sentimiento,
y tú, brida alrededor de mi cintura
que subes a mi espalda
sólo porque yo me dejo.
Y crees dominar mi alma
porque comprendes al mirarme;
aunque yo soy indomable,
indomable como el tiempo.

Cuenta atrás (fotomicro)

Este viernes inauguro la especie literaria que he bautizado como «fotomicrorrelatos»

¿Qué es un fotomicro? Pues se trata de un microrrelato en una imagen, tan simple como eso. Y «Cuenta atrás» tiene el honor de abrir esta nueva forma de presentar los textos.

cuenta atras

La empresa de Desdichado Salmón

Desdichado Salmón terminó su remonte en la poza que le vio nacer; miró a su alrededor y, a pesar de los recuerdos, a pesar de la morriña que había sentido durante dos años en el ancho mar, empezó a creer que aquel destino no era para él.

Desovó, pues no tenía más remedio, y se notó cansado; así que replegó las aletas y se dejó llevar corriente abajo, haciendo caso omiso de los congéneres con que se cruzaba y que le insistían entre burbujeos: “Por ahí no es.“

En una cascada (la primera según miras hacia la costa, la última si vienes del mar) vio el enorme y peludo trasero de un oso pardo que esperaba con las fauces abiertas la llegada de otros peces, desconocedor de la rebeldía de Desdichado Salmón que, de hambre que tenía, se comió al plantígrado de un bocado y siguió río abajo, ahora con la panza llena y con menos ganas aún de morirse.

Deshecho casi todo el camino, al llegar a esa frontera en la que el agua no está tan dulce como para hacer café ni tan salada como para guisar lentejas, Desdichado Salmón montó un chiringuito en el que atender a los salmones que bajaban de alevines y remontaban de adultos.

Y así es como logró sobrevivir a su naturaleza: trabajando dos temporadas al año y dándose la vida padre.

NO ES TAN FIERO EL LEÓN…

Había sido uno de sus mejores posados; con gesto terrible, todos los dientes a la vista y su melena al viento.

La cámara le quería.

Se bajó de la peana y regresó a su jaula; solo quería degustar con tranquilidad el filete de carne roja que le esperaba en una esquina.

Ser modelo para la Metro Goldwin Mayer era un trabajo agotador, pero tenía sus recompensas.

Los siete lobitos

La cabra asomó la patita por debajo de la puerta, como le habían pedido los siete lobitos. Cuando Mamá Loba volvió a casa, la cabra se había comido todas las latas de conservas, las cajas de cereales y hasta las sábanas tendidas.