Texto extraído del libro de relatos Lo que las piedras callan
Después de miles de años sirviendo a la imaginación y las moralejas, las torres de los cuentos de hadas decidieron hacer valer sus derechos. Se sentían ninguneadas y, algunas, víctimas de abusos. Como una convención era imposible (nada peor que ser un inmueble para acudir a una reunión), pidieron ayuda a ciervos y pajarillos para que llevaran de un lugar a otro las demandas y los acuerdos. Cuando se corrió la voz de lo que las torres pretendían, los demás edificios del mundo quisieron unirse a la proclama y no quedó animal en el planeta, vertebrado o sin vertebrar, que no colaborara como mensajero.
Fue la Cumbre más larga de la historia, duró treinta años.
El primer punto trató sobre los derechos de imagen. ¿Hasta cuándo iban a hacer caja las grandes factorías de entretenimiento? ¿Cuándo le habían preguntado a una torre o castillo si querían ser fotografiados?
Las construcciones que sirvieron de presidio a princesas y personajes ilustres se quejaban por la mala fama. Otras protestaban por un trasiego de visitantes que no terminaba nunca y las había que lamentaban haber sido abandonadas a su suerte, víctimas de un deterioro implacable que no importaba a nadie.
Llegó el turno de las expoliadas, las que perdieron su grandeza en cuanto alguien retiró la última lama de oro que adornaba su cúpula o el último azulejo de las paredes. Y, a estas, siguieron las que fueron desenterradas tras siglos de letargo pacífico y ahora se veían invadidas por batallones de arqueólogos que escudriñaban cada palmo de su ser.
Los rascacielos lloriqueaban por los vientos que los batían, las catedrales por la suciedad de las palomas; las casas bajas por la falta de sol y los polideportivos por el impacto incesante de las pelotas.
Firmaron un Tratado, dos Convenios y, por unanimidad, una Declaración de Derechos de los Edificios compuesta por cuarenta y cuatro artículos que exigían un mayor respeto por aquellos que habían dado cobijo a la Humanidad. El resultado, tras las pertinentes enmiendas, lo presentaron en la ONU, pájaro mediante.
El Secretario General se mostró sorprendido y, conmovido por el drama que vivían aquellas construcciones, elevó los documentos a la UNESCO. Allí se sintieron avergonzados; después de años declarando Bienes Patrimonio de la Humanidad, se dieron cuenta de que nunca habían preguntado a los bienes en sí.
Convocaron una reunión de urgencia con todos los países para pedir que la Declaración de Derechos de los Edificios fuera respetada. Firmaron los papeles y enviaron a dos comisionados para dar la buena nueva a cada uno de los edificios del mundo.
Pasados unos años los rascacielos no habían dejado de lloriquear, las catedrales seguían hartas de las palomas, las torres de cuento eran objeto de más películas y más fotografías, las ruinas eran excavadas con total impunidad y otras tantas construcciones veían mermada su belleza producto del expolio.
Convocaron una nueva cumbre y decidieron tener en cuenta la opinión de los riscos, montañas, acantilados, bosques, volcanes y cuevas; pues ellos también se sentían sobreexplotados y sin voz. Se unió hasta la Antártida, que ya estaba harta de bases científicas y expertos del National Geographic.
Alcanzaron nuevos acuerdos que elevaron a la ONU; el nuevo secretario (el otro ya se había jubilado) transmitió las quejas a la UNESCO y, una vez más, se reunieron los países, esta vez en Berlín. Se alcanzaron compromisos sobre la concesión de minas, la conservación de bosques y humedales; la construcción de nuevos edificios y el trato que debían recibir los antiguos. Se estableció un plan para la repoblación de las aldeas abandonadas y la restauración de ruinas. Acordaron una fecha límite para cumplir los objetivos marcados y mandaron a nuevos comisionados, en esta ocasión veinte, para hacer llegar las noticias a todos los rincones del planeta.
Exultantes con las promesas, las montañas se sacudieron y la nieve se precipitó en aludes sobre las ciudades de sus faldas; las cuevas y los valles empezaron a hacer eco volviendo loco, cuando no sordo, a todo el que estaba cerca, y no quedó una sola grapadora o folio sobre los escritorios de las oficinas.
Las únicas más comedidas fueron las ruinas que, debido a su edad y deterioro, pensaron que era mejor, y menos peligroso, quedarse quietecitas.
Antes de verse obligados a declarar zona catastrófica medio mundo, los mismos comisionados se dieron la vuelta para pedir un poco de cuidado a la hora de festejar los triunfos. Tras una semana de agitación todo volvió a la normalidad: las montañas pararon, el eco volvió a ser lo que era, las torres de cuento fueron felices y cobijaron perdices y los humanos, fieles a su egoísmo, olvidaron pronto lo prometido, y así siguen.