PSIQUE
Tenía todas las trazas de una batalla campal: los cadáveres se contaban por miles y la derrota era cierta. La media neurona superviviente miró a su alrededor, cansada, y se echó a dormir.
Tenía todas las trazas de una batalla campal: los cadáveres se contaban por miles y la derrota era cierta. La media neurona superviviente miró a su alrededor, cansada, y se echó a dormir.
El brote de conjuntivitis corrió como la pólvora.
En dos días, todos los ñus tenían legañas.
El viento hizo rodar su sombrero hasta los pies de otra pasajera. En aquella estación se perdían maletas con la misma frecuencia que corazones.
Romper las fotos, quemar las naves, gastar hasta el último cartucho y leer, leer como si mañana fuera el fin del mundo.
Terminó la novela, la dejó con satisfacción sobre la mesita de café y salió al jardín para estirar las piernas.
Cuando regresó al estudio, el perro se había comido el manuscrito.
A veces sale la luna y se queda quieta, muy quieta en medio del cielo, y entonces uno piensa que posa, engreída, para todos los fotógrafos del planeta.
Después se burla, con Venus y las constelaciones cercanas, de la inocencia de los humanos, pues cualquier aficionado a la fotografía sabe que la luna siempre sale movida.
Para escapar de sus perseguidores aprendió a colocar los pies de puntillas y así confundir sus huellas con las de los ciervos, a disimular su olor con el de las camas de los jabalíes, el color de su piel lo tornó del mismo que las liebres y aun así, cuando llegó la tercera noche, frente a ella se apareció una lechuza que, entre su ulular inconfundible, le contó el final de todos los sueños que no había querido soñar.
Era una niña obediente: no corría por la calle, decía “gracias” y “por favor”; y se iba a la cama sin rechistar, siempre, eso sí, con un plato de galletas para el monstruo de debajo de su cama, que las niñas buenas saben compartir.
Le gustaba mirar amanecer con los ojos puestos en las bateas negras y pardas que se cruzaban en el horizonte con la línea de las islas.
El sol siempre salía por el otro lado, pero era el nacimiento de su sombra, inexistente a esas horas, la que le llenaba de vida. Creación milagrosa, compañera inseparable salvo por las noches, en que ella se fugaba, suave como las primeras plumas de las gaviotas, a descansar a un mundo de lechuzas ansiosas y plenilunios frustrados que él desconocía.
Hace tiempo que aprendí que las cosas se tuercen cuando menos lo esperas. Por mucho que endereces el árbol, siempre hay una rama díscola que busca lejos el calor del sol y rompe la armonía de tu erecta obra con una horizontal maliciosa que recuerda que la naturaleza, así como el destino, no se pueden gobernar.