TANTO VA…
Los añicos se repartían por el camino que tantas veces había recorrido de casa a la fuente y de la fuente a casa; aunque el cántaro lo rompieron el día que, por fin, llegó al pueblo el agua corriente.
Los añicos se repartían por el camino que tantas veces había recorrido de casa a la fuente y de la fuente a casa; aunque el cántaro lo rompieron el día que, por fin, llegó al pueblo el agua corriente.
Amantes en un mundo sin tiempo, se dejaban consumir por la pasión en una celebración infinita de desearse mutuamente.
Él dibujaba sobre su piel con los dedos, como si su espalda fuera el mapa de Irlanda y cada lunar una hoguera en honor a las viejas fiestas de Beltane.
La niña corrió por toda la casa, buscando a su madre, desesperada.
— ¡Mamá! ¡Mamá! Me deshago, mamá. Tienes que coserme.
— ¿Cómo coserte?
— Sí, mamá, como hiciste con mi conejito de peluche. Mira.— Se levantó la camiseta para enseñarle una pelusilla que tenía en el ombligo.— A mí también se me está saliendo el rellenito.
Era un caballo hermoso, de grupas anchas y musculadas, cuello arqueado y andar elegante; mas, cuando le abrió la boca, descubrió tres dientes de oro, y pensó en venderlos para comprar paja.
Trenzó flores de trébol en su pelo y vistió sus mejores galas; el día había amanecido verde y con niebla, como debía ser.
Dejó la ofrenda a los duendes en el alféizar de la ventana y se fue a trabajar con la esperanza de que, cuando regresara a casa, aquellos traviesos seres le hubieran devuelto su arpa dorada.
A mi pequeña milesia un día le salieron alas con las que cruzar el charco, y se angustiaba pensando en qué encontraría al otro lado. De repente, tras toda la vida soñando con volar, le asustaba perder el contacto con el suelo.
Logró recordar que, llegado su momento, a todos los milesios les salían alas, y decidió entonces ir pisando sobre sus huellas invisibles, siendo más que nunca sus raíces, prestas a cumplir con un destino escrito a medias.
Mi pequeña milesia estiró sus alas tanto como pudo, las batió una vez, dos; es difícil volar cuando nunca lo has hecho. Se elevó un poco sobre el suelo, y dejó que el viento se colara entre las plumas y el sol brillara en su cara. Miró hacia lo lejos, al otro lado del océano, las alas siempre estiradas.
Pensó en que todo pájaro termina por posarse en tierra firme, y su mutación ya no le pareció tan terrible.
A mi pequeña Aída, allende el mar.
Era tentador, pero logró contenerse. ¡Qué manía con poner carteles prohibiendo cosas!
Hasta ese día, nunca se le había ocurrido lo interesante que resultaba tocar puertas de chapa.
No conciliaba el sueño sin haber leído antes; igual daba que fueran dos líneas que sabía que tendría que releer a la noche siguiente.
Leía para dormirse, y a veces el libro se cerraba mientras ella seguía la historia a su manera, en un duermevela extraño que le impedía después encontrar aquel segmento soñado entre las palabras del texto real.
En el fondo, aquel ratito antes de dejar que el subconsciente fuera dueño y señor de su vida por unas horas, necesitaba sentir el abrazo de una buena historia; un reflejo indeleble de los días en que le contaban un cuento antes de dormir.