De perdidos…
Escuchó el murmullo del agua y siguió el sonido como si fuera un niño tras el carro de los helados. Finalmente llegó a una playa.
No era rumor de río, sino de olas, y él seguía sin encontrar su camino.
Escuchó el murmullo del agua y siguió el sonido como si fuera un niño tras el carro de los helados. Finalmente llegó a una playa.
No era rumor de río, sino de olas, y él seguía sin encontrar su camino.
Cuando llegaba el mediodía le costaba moverse por el vecindario. El olor a puchero salía de cada ventana inundando todo.
Odiaba las habas desde niño. Puestos a pedir, incluso hubiera preferido las lentejas; aunque con esas no le quedara más remedio que comerlas.
Se dedicó a su vocación de criar cuervos y el único que parecía querer sacarle los ojos era el carnicero cuando se acercaba a pedirle las sobras para dárselas a sus pájaros.
Diez días con sus diez noches pasó el trovador a los pies de la torre.
La princesa, incapaz de soportar un minuto más los gañidos desafinados de su admirador, puso aceite a hervir.
Todo saldría bien si esa noche llovía, los campos se agostaban y las vacas perdían lustre desde hacía semanas. A medianoche se desató una tormenta que despertó a todo el valle con el brillo de los relámpagos y el retumbar de los truenos en los cristales. Las gotas comenzaron a golpear el suelo con violencia. Al amanecer, descubrieron las albercas cegadas con toneladas de barro. A ganaderos y agricultores les hundió en la tristeza, pero qué contentos estaban los alfareros
El puente de plata resultó inútil. Debió tenerlo en cuenta cuando descubrió que su enemigo era un hombre lobo.
Ahora estaba desperdiciando un tiempo precioso en construir otro de madera que permitiera al licántropo alejarse de ella.
Cuando descubrió que el vecino del primero se había afeitado la barba, él, aún viviendo en el quinto, se vio en la obligación de comprar una palangana por si llegaba la hora de poner la suya a remojo.