No me esperes levantado
que ese correr melifluo
de tus palabras por mis costillas
me aturulla.
Que es tu silencio ciego
el que me ahoga las caderas
dando a luz ausencias de luna.
Sigue recostado
con tu cara de ángel desheredado,
con el brillo de tus ojos velados
y, así, puede que aprenda a verme,
no en el espejo de tu mirada,
sino en tu boca.