Hay días que es mejor no levantarse y hay días que, literalmente, debería saltarse el calendario porque la sucesión de infortunios comienza, de manera inexorable, en cuanto la campana anuncia la medianoche. Eso debió pensar Balbino Toledo aquel veintiuno de abril varias veces.
Para empezar, la noche no se vio aderezada con sueños plácidos, ni siquiera por sueños, ni siquiera por pesadillas. En un complot malévolo, el vecino de al lado se dedicó a pegar voces (y eso que vivía solo) hasta las dos de la madrugada, momento en que le tomaron el relevo los perros del barrio en un frenesí de ladridos y aullidos que comenzó con el yorkshire de cuatro casas más abajo y, en cuestión de media hora, ya tenía de coro a los veinticinco perros censados entre su calle y la de enfrente, a saber: dos mastines, un podenco, tres perros de agua, un bóxer, toda una camada de westies con sus progenitores, la rehala de bretones que llevaba sin cazar dos temporadas y un cachorro de chihuahua que, a pesar de ser el más canijo de todos, daba por culo como los otros veinticuatro juntos.
Esta serenata se extendió, con sus escasos momentos de respiro, hasta las cuatro de la mañana, cuando Balbino Toledo ya miraba los cuchillos de la cocina con otros ojos.
Con la misma espontaneidad que empezó, la rebelión canina cesó definitivamente sus conversaciones a eso de las cuatro y cuarto y, por fin se hizo el silencio. Para entonces, el señor Toledo estaba tan desvelado que requirió de una hora escuchando la radio hasta que Morfeo le acogió en sus brazos.
La rutina no entiende de noches en vela y el despertador, como era su costumbre, rompió en alarma a las seis y veinte.
Decir que Balbino era un autómata es mucho suponer, pues estos artefactos llevan, al menos, alguna programación en su disco duro o se mueven por mecanismos activados cuando les das cuerda. Él acertó a llegar al cuarto de baño y lavarse la cara; las potentes luces led del espejo hicieron más evidente el cerco renegrido que enmarcaba sus ojos bajo en párpado inferior.
Echó la comida de los gatos a los peces y la de los peces a los gatos. Desayunó. Gracias a los maullidos de Botones y Canela, se dio cuenta de su error y repartió la comida, esta vez correctamente, no sin antes encomendarse a todos los demonios por tener que vaciar y rellenar la pecera, que parecía una sopa con tropezones en la que costaba distinguir la carne del pescado.
Apuró un café solo y salió de casa.
La dosis de cafeína obró el milagro y, cuando cogió el coche, ya estaba despierto del todo y se consolaba con que, al menos, era viernes.
Esquivó tres coches aparcados en doble fila; aguardó, cual vaquero del Viejo Oeste, a que terminara de pasar la manada de adolescentes que invadían la calzada de camino a alguna excursión y dobló la última esquina antes de llegar a su destino.
Entonces los faros iluminaron a un gato blanco y negro, dedicado a su aseo diario en medio de la carretera. Balbino miró con perplejidad al gato, el gato miró a Balbino sin interés y siguió con sus lametones en la cara interior de la pata trasera izquierda, hasta que el coche emitió un pitido atrayendo su atención. Lo observó molesto y se apartó con calma.
Si el señor Toledo creía que, con este momento, ya tenía cubierto el cupo de contratiempos, pronto la vida le daría una nueva vuelta de tuerca.
Eso que dicen de que la vida es puñetera se queda corto a veces. A veces, esa vida rompe las rutinas de forma persistente y reconcentrada, un recordatorio de que no hay que confiarse en demasía, porque cuando las cosas se tuercen no hay regla que las enderece.
Unos lo achacan al pie con el que se levantan, otros a la fecha, los más obsesivos a una sucesión de rituales diarios que hay que cumplir a rajatabla y, a eso de las doce del 21 de abril, Balbino Toledo empezaba a pensar que le habían echado mal de ojo, o más concretamente, de dedo. Del dedo corazón para ser exactos, que es el que ahora le latía como si tuviera cien corazones dentro después de pillárselo con el cajón del escritorio a la altura de la primera falange contando desde la punta.
Por si los latidos que, a su juicio, se estaban oyendo en todas las plantas del edificio, fueran poco, su dedo, antes delgado y ágil, se estaba tornando en lo más parecido al As de bastos, color verdoso incluido.
Hemos de decir de Balbino que, aunque su trabajo de oficinista podría inclinarle poco a la burrería y el aguante estoico, era más terco que una mula y no había pisado el médico desde la mili, cuando contrajo unas fiebres tifoideas, y de aquello haría ya más de veinte años.
Después de media hora, y tras la insistencia de sus compañeros para que fuera a Urgencias antes de que se le cayera el dedo, cedió y se acercó al Centro de Salud sosteniendo la mano en alto y jurando en arameo cada vez que la más mínima vibración recorría el espacio entre la planta de los pies y el porrón amoratado que le colgaba de la mano derecha.
El maleficio se rompió por fin cuando traspasó la puerta de la consulta; le atendieron rápido, le hicieron radiografías, le dijeron que no había nada roto, le entablillaron el dedo y le recetaron unos calmantes para dormir caballos. Pasó por la oficina para dejar el parte y volvió a casa.
Se cambió de ropa, se tomó las pastillas y se quedó dormido hasta casi perder el conocimiento mientras, fuera, los veinticinco perros ladraban, la vecina de enfrente cantaba a grito pelado por la Piquer y todos los coches del pueblo pitaban en el atasco monumental que había formado un gato atusándose impávido en medio de la carretera.
Me ha encantado, Aurora. Pobre Balbino! Si, hay días que es mejor no salir de la cama. Besetes!!!
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Desde luego, recemos para que se los salte el calendario. Jajaja
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