Extendió la toalla en el suelo, colocó con cuidado las chanclas junto a ella y buscó la mejor posición para evitar que el sol la cegara. Estiró las piernas, ajustó la cadera, se apoyó sobre los codos y abrió el libro abandonando el marcapáginas sobre la tela.
Primero fue un cosquilleo, pero estaba tan embebida en la lectura que apenas le dio importancia; después fue como un picor que se movía ahora en una pantorrilla, luego en la planta del pie, ora en la zona lumbar y, finalmente, en el hombro. Se agitó nerviosa y el cosquilleo desapareció.
Volvió a concentrarse en la historia. Apartó con cariño una arañita que flotaba frente a su cara.
“Por aquí me llegaba” se dijo mientras posaba los ojos de nuevo en el texto.
El cosquilleo regresó con la tercera línea, otra vez en el hombro, otra vez en la pierna y después en el muslo. Soltó un manotazo en varios de los sitios, pero el picor se movía más rápido que su mano y entonces la vio, posada en el corazón del libro: una mosca, una mosca cojonera. La espantó de nuevo, pero el insecto se hizo más persistente. ¿Cómo no hablaban de moscas, avispas o arañitas cuando describían escenas de lectura placentera en los libros y las películas?
Se revolvió una última vez, desesperada con la insistencia de la mosca y decidida a terminar el capítulo del que quedaban apenas dos páginas.
El revoloteo empezó a jugar con su nariz, con los dedos, con un mechón de pelo que resbalaba tras su oreja.
Cerró el libro de un golpe, como si la dichosa mosca estuviera dentro de él, recogió toda la parafernalia y se metió en casa.