Estaba allí, quieta, venerable, arrinconada en la esquina que formaban el alero y la pared trasera del patio. Hubiera dicho que existía por el reflejo de las estrellas, de la luna que no había, por la refractación del destello del sol sobre la superficie de Júpiter o Plutón.
Levantó una pata y la acercó a su cara, con un gesto digno, regio, incontestable, y, entre la oscuridad que emanaba, juraría que vi sus ojos verdes mirándome, como jueces implacables que leen lo todavía no pensado.
Se atusó las puntiagudas orejas y volvió a posar la pata sobre el borde de la fachada, como una funambulista sin lentejuelas ni tutú. Encorvó el lomo, estiró el rabo y la sombra blanca se transformó, sobre el tejado, en una gata parda.