Tengo a los seres diminutos que habitan mi cabeza en huelga hartos de correr por una biblioteca interminable, de subir y bajar escaleras, de juntar tomos y tomos de títulos inconexos; la neurona que permite que mi corazón lata y los pulmones respiren, que parpadeen los ojos y trague saliva, parece la única dispuesta a hacer algo por este amanecer nuevo que sopló polvo sobre las tumbas de sus hermanas desaparecidas, huidas de un cansancio que se hacía insostenible.
Rendida ya a la certeza de que nunca volverán, esa diminuta célula nerviosa a veces encuentra un hueco en sus quehaceres para darme un pellizco pequeño justo detrás de la oreja, creo que por mantenernos despiertas, y me pide que salgamos corriendo, lejos, al final del camino, a un abismo remoto en que refugiarnos un día, una semana, el resto de los días.