Defensa propia

El cadáver fue encontrado por unos excursionistas en las inmediaciones del río.

Preguntados los osos, principales sospechosos del asesinato debido a las evidencias de zarpazos en el cuerpo, arguyeron que el hombre predicaba desde la ribera que la unión hacía la fuerza y que, como consecuencia de sus arengas, los salmones se habían organizado en patrullas que hacían imposible pescar uno. Presentaron, además, partes de lesiones firmados por los más reputados biólogos y veterinarios de Yellowstone, y demandaron a los peces por agresión.

Preguntados los salmones, siguientes sospechosos debido a unas pequeñas mordeduras en la mitad inferior de las piernas del finado que reveló la autopsia, dijeron carecer de móvil para el crimen, pues estaban en deuda con el hombre por sus enseñanzas. Y aportaron declaraciones de testigos fiables sobre el acoso que recibían, año sí, año también, por parte de los osos.

Ante la falta de pruebas concluyentes y la dificultad para celebrar el juicio garantizando la supervivencia de los salmones, terminó por sobreseerse el caso.

Los grizzlies volvieron a su bosque, los salmones a sus lugares de nacimiento, los restos mortales del hombre fueron incinerados y nadie volvió a hablar del tema.

Años después, un documental emitido por National Geographic, mostraba, con inquietantes imágenes, la huída del cámara y el presentador perseguidos sin piedad por los osos y los salmones hasta ser expulsados del Parque Nacional.

Real Decreto

Ministerio de Presentes y Peticiones

 

A/A      Pablito Suárez Lepanto

C/ Mayor, 9

Villahoyos del Almirantazgo

 

Registro de salida: 99876/2015

 

Acusamos recibo de la solicitud presentada por Ud. ante este organismo, registrando entrada con el nº 1835 de 26 de noviembre de 2015.

Se le informa, así mismo que, según el apartado a.7 del artículo 323 del Título II de la Ley 2/00 sobre presentes de Sus Majestades de Oriente, y el artículo 86 de la Ley 7/00 sobre envío de paquetería internacional; en caso de no recibir resolución definitiva en la fecha de 6 de enero de 2016, se entenderá desestimada su solicitud por silencio administrativo.

Contra esta resolución puede interponer recurso de alzada ante la Embajada de Oriente en España en el plazo de 30 días hábiles desde la fecha antedicha.

 

 

                                                           Arturo Periañez Soto

Director Adjunto del Gabinete General de los Reyes Magos para España

En Madrid, a 30 de noviembre de 2015

The Pirate’s Bride

Este relato se recoge en el recopilatorio del curso de Literautas 2014-2015.

El título, así, en inglés, se debe a una canción de Sting, recomendable al 100%


Esperaba que los paisanos se mostraran reticentes a tener contacto con él, así que no digamos a mantener una conversación; ya se lo habían advertido en la ciudad, pero de ahí a que le ignoraran cuando entró en la única taberna del pueblo mediaba un abismo.

Se sentó al fondo de la barra y pidió una jarra de cerveza que el tabernero le sirvió con calma y una sonrisa enigmática en los labios.

—Si preguntas, viajero, por esa mujer que vaga por la playa, no dirán una palabra. Está maldita y aquí nadie la menciona. Es lo que pasa cuando se toman malas decisiones y se sigue al corazón; yo se lo tengo dicho a mis hijas, que me hagan caso y no se fíen de los amores que llegan en primavera como el olor de las margaritas, porque más pronto que tarde se han de marchitar.

— ¿Entonces está allí por recoger margaritas?— preguntó el forastero sin terminar de comprender el acento cerrado de la zona.

—No, hombre— rió de buena gana—, por recogerlas no, más bien por deshojarlas— el extranjero siguió sin comprender—. Verá usted, ¿ha estado alguna vez enamorado? Pero enamorado de verdad, de esas veces en que falta el aliento y el sol no brilla tanto como la luna que nos arrulla mientras soñamos con aquella a la que amamos — el hombre negó con la cabeza—. Entonces quizá no entienda por qué la María vaga por la playa; ella sí conoció esa clase de amor y, como la buena hoguera que tanto calienta, le prendió hasta el alma. Aquel fuego tenía nombre y apellido: Martín Escribano; un zagal bien parecido, hijo de un cabrero, que dejó a su padre colgado en el monte para enrolarse como pirata.

El forastero se acomodó en el taburete, dispuesto a escuchar una historia apasionante.

—No me malinterprete, no seré yo quien juzgue al muchacho. Aquí muchos buscaron riquezas, o al menos pan para llevarse a la boca, en barcos de esa calaña. Mi propio abuelo probó suerte en esos menesteres y no salió muy mal parado. Esta taberna— señaló a su alrededor— es fruto de aquellas aventuras y, ya ve, tres generaciones regentándola. Mi padre era harina de otro costal; según mi abuela, la madre de mi madre, un cagado. Pero supo mantener el negocio a flote, aunque flotar, lo que se dice flotar, mi padre flotaba poco, ni a las rocas se asomaba, le fuera a salpicar la espuma de una ola.

Esperó a que el chiste calara en la audiencia y, al ver que el extranjero seguía esperando a que continuara, suspiró y relató durante un buen rato la vida, obra y milagros de sus ascendientes hasta la cuarta generación sin que el hombre que tenía sentado enfrente hiciera un solo gesto de impaciencia o comprensión, impertérrito ante las desventuras familiares.

—Le decía, amigo, que yo no le conocí, yo era niño cuando todo esto pasó, pero mi madre me contó que la María y ella eran amigas de la infancia. Una muchacha hermosa como pocas en el pueblo. Hubiera podido casarse con cualquiera, hasta con mi padre. Pero en un baile de mayo sus ojos se encontraron con los del tal Martín y nada se pudo hacer— el oyente sonrió imaginando la escena—. Incluso se prometieron, fíjese. Justo antes de la boda, él se embarcó. Ella calló sus temores y le esperó paciente durante cinco largos años. Muchas cosas cambiaron por entonces, empezando por la llegada de unos enviados del rey que se unieron a la espera sin que la pobre María se percatara siquiera de su presencia. Ella juraba que daría el oro de tres navíos ingleses por volverle a ver; de su boca no salía una palabra y su mirada no se posaba en otra cosa que no fuera el mar, ya lloviera o hubiese temporal.

—Cinco años son mucho tiempo— se atrevió a interrumpir, dispuesto a hacer notar lo atento que estaba ahora al relato—. No creo que mi mujer fuera capaz de esperarme tanto.

—Ni la mía. Pero le decía: el día que el barco de su amado regresó, los soldados apresaron a la tripulación y enseguida les condenaron a ser colgados del cuello hasta morir. Ella nunca vio ejecutada la sentencia.

— ¿El Martín escapó?— cortó el forastero con la esperanza prendida en la interrogación.

—Qué va; en el momento en que su adorado Martín pendía de la soga, la María estaba en la playa mirando al horizonte, como cada día de aquellos cinco años, y dispuesta a esperar otros cien si era necesario, marchitando definitivamente su juventud como si no fuera su prometido el que se escondía bajo el saco que les ponen a los condenados a la horca.

Estaba conmovido, pues la mujer que él había visto fácilmente había superado los setenta años.

—Dicen los que les conocieron que la María perdió la cabeza del todo en el mismo momento en que los tambores comenzaron a sonar.

Fairy Tales

Dejó el pequeño cuenco con agua cerca de la ventana; le gustaban los días de primavera en que todo brotaba en verde, morado, blanco y azul.

Su madre la había enseñado bien; había que tener a los seres mágicos contentos, sobre todo si uno quería que le ayudaran a encontrar cosas perdidas o, mejor dicho, que no le perdieran las cosas.

Decidió dar un paso más e incluyó en su ofrenda un pastelito de chocolate recién horneado, sus favoritos.

Estaba segura de que a las hadas les encantaría, con su crujiente primer mordisco; pero se cuidó mucho de desmenuzarlo para que ellas pudieran transportarlo.

A veces las imaginaba como pequeñas hormiguitas, recogiendo cada pedacito para llevarlo a su escondite y regresando luego a por más hasta que de su regalo no quedara ni una migaja.

Desde bien pequeña había creído en ellas, ¿cómo no iba a hacerlo si por la noche veía sus rápidos destellos a través del ventanuco de su habitación?

Eran unas hadas de campo encantadoras, aunque ella sabía que también existían en los bosques y los arroyos; hasta en las bibliotecas, donde ayudaban a los lectores a escoger su próxima aventura con un sutil brillo sobre el lomo encuadernado.

Y luego estaba el hada de los dientes, aquella debía ser una más grande de lo normal; un diente pesaba mucho, ya no digamos una muela, y ella sola tenía que acarrearlo hasta su casa sin ser vista ni hacer ruido.

El único tipo de hada en el que no creía era en las madrinas. Estaba totalmente en contra de la idea de que uno de aquellos seres fuera, de un modo u otro, esclavo de un humano por muchas princesas que salvaran, y por eso se negaba a leer cuentos en los que participaban, así como hacía ya mucho tiempo había dejado de leer cuentos en los que el lobo solo aparecía para comerse a los protagonistas y terminar muerto.

Se erigió en activista en contra de su extinción. Como los señores que salían en los informativos defendiendo a las ballenas y los osos polares, ella pensaba hacer todo lo posible por que ningún hada muriera por falta de imaginación.

Seguramente fue eso lo que la impulsó a llevar cada día el pequeño cuenco fuera de la casa; un cuenco que aparecía vacío al día siguiente, salvo por la pequeña flor de margarita que sus protegidas habían depositado en señal de agradecimiento.

ALTER EGO

Abrió el armario buscando un “YO” con el que sentirse a gusto.

Empezó probándose rincones escondidos de su propio nombre, apellidos perdidos en el tiempo y losas viejas, pero no le convencían. Entonces sacó letras simples de un cajón.

“Todo está hecho de letras” se dijo, y trató de combinarlas con los apellidos que yacían sobre la cama.

“Complementos, los complementos hacen un atuendo”, así que se probó guiones y puntos, pero ni aún así.

Decidió intentar otras cosas, y se vistió con pueblos, sin resultado.

Llamó a sus padres, y le sugirieron una torre, un castillo y un río.

Se lo probó todo sin lograr una idea concreta, sin que nada la convenciera del todo; aunque pudo guardar en el armario algunas cosas que no le venían bien.

Por probar se probó nombres de abuela, árboles; palabras traídas de más allá del mar, en el norte; otra vez el río, provincias… y vuelta a los apellidos.

Su tía le dijo que su “yo” era perfecto tal como estaba y que no sabía por qué tenía que ponerse otro para salir. Y eso le hizo dudar otro poco.

Colgó en el galán de noche sus mejores opciones y confió en que la almohada le diera su opinión neutral y siempre sabia.

Cuando se levantó por la mañana, se sintió más ella que nunca. Se miró al espejo y se vio tangible, serena, un “ELLA” que le quedaba como un guante.

El reflejo le devolvió el saludo y la sonrisa, y las dos salieron a su rutina, hoy un poco menos rutina porque eran dos.

INTRUSO MORFEO

«No te cueles en mis sueños» le pidió con voz trémula, perdida aún en su sonrisa cautivadora y aquellos ojos color bellota que brillaban traviesos, como reflejos sobre la superficie de un estanque.

Él no decía nada, nunca decía nada, sólo aparecía frente a ella perturbando su descanso, agitando su corazón que se desbocaba con su sola presencia.

«¿No ves que luego me despierto?»

Intentó razonar con él, pero no estaba dispuesto a negociaciones; se acercó despacio, aún sonriendo, el pelo flotando alrededor de su cara en mechones ensortijados, y ella quería despertar y no quería, porque sabía que abrir los ojos no iba a acabar con su tormento, sino acrecentarlo.

Un día lleno de su ausencia y el recuerdo vívido de su mirada no era algo fácil de soportar.

Se sintió atrapada en sus ojos oscuros, en la barba de dos días que daba un aspecto aún más rebelde y atractivo a sus bucles enmarañados. La franqueza de su sonrisa invitaba a confiar; y a algo más.

Le costaba salir del hechizo que emanaba todo él, con su bufanda de cuadros y su perfecto acento de caballero británico.

Se sintió perdida. Hacía tanto que no venía, que casi había olvidado lo que la hacía sentir; lo vulnerable y pequeña que se volvía cuando él estaba cerca, y cómo, por otro lado, lograba llenarla de fuerza, de la sensación de poder con todo excepto escapar de su reflejo, como una maldición.

«Deja de colarte en mis sueños» repitió, ya sin convicción, sin autoridad; suplicando en el fondo que no se fuera, que se materializara a su lado en el momento en que el despertador rompiera el hechizo.

Él, empecinado, ignorando el movimiento de su boca, solo pendiente de la llamada de sus labios, acercándose peligrosamente al momento en que no habría marcha atrás, ese instante en que ella se perdería en su abrazo y tendría prisionera su alma de nuevo.

«Please, don’t…» quizá en su idioma.

Se detuvo ante ella, sus ojos reían, la boca ladeada en una mueca que rompía el encanto de gentleman para convertirle en algo parecido a un adolescente travieso, a sabiendas de que eso terminaría por desarmarla.

«Why?» preguntó con su melosa voz de bardo.

Y ella no encontró respuesta. El sonido se diluyó en la noche e, incapaz de luchar consigo misma, se rindió a unos labios que la invitaban a besarle con timidez, un secreto entre ellos.

Enterró los dedos en los bucles suaves de su cabello. Sin poder escapar más allá de las puertas del sueño, decidió abandonarse en sus brazos.

Total, fuera hacía frío y su calor era lo mejor que podía encontrar en los oscuros abismos del sueño.

Puntos cardinales

Si perdía el norte, podía tardar días en encontrarlo de nuevo; sin saber por qué, su brújula siempre marcaba el oeste, burlándose de ella, tratando de confundirla en medio del bosque de sus pensamientos.

Ni el musgo que podía crecer en los árboles indicaba el punto que buscaba, así se reían sus guías de ella; y no se irritaba, podía ser que el oeste fuera su nuevo norte, que los campos electromagnéticos de su mundo hubieran cambiado sutilmente hasta trastocar la ubicación de las cosas, y el imán de su indicador esférico no se diera por aludido.

El sonido del agua brotando de entre unas rocas la atrajo con fuerza, pero aquello caía al sur, dijera lo que dijera su brújula.

Rozó con ternura la empuñadura de su espada de madera y el suave cuero del carcaj que cargaba a la espalda le acarició el codo, sobresaltándola. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde ir?

Posó su mirada en la roca cubierta de liquen que interrumpía la claridad del sendero hacia el nacimiento del río, decidió que no había mejor camino que el que no existía aún y comenzó a trazarlo con sus pisadas.

Trepó, no sin dificultad, a lo alto de la atalaya natural y el mundo que la rodeaba tomó una nueva dimensión. Ahora ya podía ver por encima de las copas de los árboles, dejando ante sus ojos un lecho infinito de hojas verdes.

Se tomó un momento para descansar y observar desde su nueva ubicación. Allí era inalcanzable, se sentía poderosa e invencible; ni la expectativa de encontrar su destino podía empañar aquel instante, y aprovechó para imbuirse de aquella sensación, tratando de acumularla en su interior para usarla cuando llegara el momento.

Antes de bajar por la otra cara de la roca, consultó de nuevo su brújula; definitivamente se había vuelto loca, pues ahora indicaba algún punto entre su ombligo y su corazón, cuando ella sabía con exactitud que, cualquier norte que pudiera existir, estaría más bien hacia el otro lado.

La luna de los gatos

Este relato fue mi propuesta para la escena del taller de Literautas con la premisa «la radio»


«Buenas noches, queridos oyentes, y bienvenidos a La luna de los Gatos. Hoy, hablaremos con Leopoldo Rivera, experto en control emocional. Comenzamos.»

Celestina, viuda de Garmendia desde hace seis meses, bate unos huevos en el plato de loza descascarillado. No es aficionada a la radio, pero desde que su Bartolo, que en paz descanse, la dejó para reunirse con su creador, no concibe una noche sin el ruido del viejo transistor; aunque la mitad de las veces solo emita un zumbido irritante.

Se ha prometido que, en cuanto cobre la pensión, irá a comprar un aparato más moderno, de esos con cedé, para poner el disco de “Los Panchos” que su nieto le regaló por su cumpleaños. Puede que incluso se apunte a las clases de ordenadores donde los jubilados, como le ha venido recomendando su hija cada domingo desde que enviudó.

Ahora que está sola, el siglo XXI en el que vive le parece un lugar extraño; con todo el mundo enganchado a aparatos que, a su vez, se enganchan a la red eléctrica para obtener energía, y al Wi-Fi para conseguir contenidos.

Irónicamente, todo eso hace que ella se sienta desconectada.

 *****

 «Entonces, dice usted, Sr Rivera, que es importante no mentirnos sobre nuestro estado de ánimo ¿no es así?»

«En efecto, muchas veces es más fácil para otros adivinar cómo estamos que para nosotros mismos, y eso dificulta mucho el diagnóstico y tratamiento de los trastornos emocionales.»

Ramón Jiménez, nacido en permanente estado de soltería, se quita la chaqueta de su elegante traje italiano y la deja con sumo cuidado sobre el galán de noche. Ha tenido un día de perros que le ha obligado a quedarse trabajando hasta tarde; ni siquiera ha podido pasar por el gimnasio, como es su costumbre, y ahora se siente culpable. Ha encendido el equipo Hi-Fi nada más llegar a casa y, demasiado desganado para buscar un disco con el que amenizar su frustración, ha optado por sintonizar la radio, recalando en la conversación entre una locutora de voz juvenil y un tipo de los que te cobran un pastón por llamarte desequilibrado a la cara.

No cree en los libros de autoayuda, ni en todas esas “memeces” de la inteligencia emocional, pero, en días como este, se pregunta qué ha hecho mal para no encontrar a ese “alguien” con el que compartir rutina.

Se mira al espejo antes de meterse en la ducha; le gusta lo que ve: un cuerpo trabajado sin llegar a increíble Hulk y ni rastro de las arrugas que, le consta, sus excompañeros de escuela lucen sin remedio. Entonces ¿qué pasa? ¿Por qué no logra interesar a nadie?

 *****

 «Todos cambiamos dependiendo del lugar. Un tiburón en el trabajo, puede ser tan asustadizo como una ardilla en cuanto sale de la oficina. Somos un “yo” diferente para cada situación, y debemos aceptar cada uno de esos “yo” para ser felices.»

«Si me lo permite, Sr. Rivera. Eso parece más fácil de decir que de hacer. La introspección suele ser un proceso doloroso.»

«Puede, pero no me refería a lo que podríamos denominar: autopsicoanálisis. A veces, hacer algo por los demás nos ayuda a reencontrarnos, a recordar quiénes somos en realidad.»

Celestina apaga el transistor al mismo tiempo que el horno, donde ha hecho un bizcocho de bienvenida para la joven que se mudó recientemente al piso de arriba. Los tiempos habrán cambiado, pero es lo que ha hecho toda la vida y no es momento de perder las buenas costumbres. Mañana se lo subirá, seguro que agradece el detalle.

Ramón quita el vaho del espejo del baño y termina de aplicarse la crema antiarrugas de a 60 euros los 20 mililítros; se sonríe, eso le ayuda a dormir; aunque sea solo, una noche más.

 *****

 «Amigos oyentes, así acabamos el programa de hoy. Nos volvemos a encontrar mañana, si ustedes quieren, aquí: en la 94.5 FM. Buenas noches.»

Olga Martínez se despide del técnico de sonido y rechaza, por enésima vez, su invitación a una copa. Mira el móvil antes de salir de la emisora, un whatsapp de su madre: «Ven mañana a comer, hay lentejas.» Apaga la pantalla de forma mecánica y espera el autobús. Está cansada, solo quiere llegar a casa y echarse a dormir. Sabe que su cuota de audiencia será baja, apenas un puñado de insomnes y deprimidos.

«Puede que no parezca gran cosa, pero ayudarás a mucha gente que no tiene nada más que tu voz al otro lado del aire vacío de su salón» le dijo su mejor amiga el primer día.

Lo dudaba entonces y lo sigue dudando ahora.

Lo que Olga ignora es que, mañana, Ramón ayudará a Celestina a subir a compra, tomarán juntos el primer café de muchos, y ella recibirá un bizcocho que hará de broche perfecto a las lentejas de su madre.

Tiempo de descuento

Cuando se le presentó, no supo cómo reaccionar. Se supone que uno está toda la vida preparándose para ese momento, pero la verdad es que nunca se está preparado del todo.
Muerte dejó a un lado su guadaña y sacó del portafolios una carpeta, la hojeó y la cerró de un golpe que sobresaltó aún más al visitado.
—Sr. Gumersindo Pertusato ¿verdad?
Apenas acertó a asentir, sin salir de su perplejidad, mientras Muerte volvía a guardar la carpeta y sacaba, esta vez, un libro de contabilidad. Lo miró durante un instante y volvió a guardarlo para sacar después otro tomo, idéntico en apariencia.
Un transeúnte tropezó con la guadaña, increpó a Muerte por dónde dejaba las cosas, en especial cosas tan peligrosas, y siguió su camino maldiciendo entre dientes, sin percatarse siquiera de a quién acababa de leerle la cartilla.
—Será mejor que la apoye en esta silla — le ofreció Gumersindo, con un hilo de voz.
—No hace falta, la guardaré — y metió el artilugio en el maletín —. Mucho mejor, no se vaya a matar alguien— Muerte no pareció apreciar la ironía de la frase —. Bueno, aquí dice que ya ha cumplido sus 21.178 días, 4 horas, 25 minutos y 16 segundos.
— ¿Tan poco?— protestó —. Pero si la media está en 85 años.
—No se enfade, no podemos darle a todo el mundo el mismo tiempo. Usted no es de los peor parados, si quiere verlo de otra forma.
—Supongo.
—Claro, que todo es revisable. Déjeme ver si se puede hacer algo con su caso.
Posó un dedo huesudo en la parte alta de la primera página y empezó a deslizarlo con calma hacia abajo. Mientras tanto, el Sr. Pertusato no salía de su asombro.
— ¿Cómo? ¿Revisable?
— Sí. Es la nueva política de la empresa. Ya sabe, hubo algunas denuncias en Consumidores y Usuarios por no tener en cuenta las bonificaciones.
— ¿Boni-ficaciones?
— Sí. Enseguida se lo explico— levantó la vista del papel y sacó una calculadora de aquel maletín que empezaba a parecer el bolso de Mary Poppins —. Pero tómese el café, hombre, que se le va a quedar helado.
Gumersindo obedeció y empezó a preguntarse si no sería una broma de esas con cámara oculta que luego ponen en la tele cuando no tienen nada mejor a mano.
—Esto es cosa de Fulgencio ¿a que sí? Menudo cabronazo está hecho.
—Fulgencio, ¿qué Fulgencio?
—Mi cuñao, que le gusta mucho tocar los cojones.
—Ah, aquí está — siguió Muerte como si no hubiera oído nada —. La relación aquella con Benita Domínguez, que no le aportó nada, ni siquiera una lección de cómo hacer que las cosas funcionen. ¿Cuánto estuvieron juntos? ¿Tres años y algo?— Gumersindo asintió— De eso solo podemos bonificar el 1,8%, lo siento. Así que: 19 días, 17 horas, 2 minutos y 24 segundos; perdón: 31 minutos y 12 segundos, que un año fue bisiesto — continuó buscando en el libro —. ¿Y el verano del 74?
— ¿El verano del 74?— eso ya no podía ser cosa del Fulgencio.
—Sí, hombre, que se rompió usted la pierna. Tibia y peroné. Menudo estropicio.
—Ah, ya. Me pasé las vacaciones en el porche viendo a los demás jugar a indios y vaqueros y yo allí, con la pata en alto. Ni me firmaron en la escayola.
—Pues eso digo. Tres meses perdidos, bonificación del 20%: 18 días.
— ¿Cómo me va a bonificar el 20 de un verano y solo el 1,8 de lo de la Benita? Lo de la Benita fue mucho peor, no me vaya a comparar.
—Lo siento, son tablas estandarizadas ¿lo ve?
Le acercó un folleto, parecido a los de las pólizas de seguros, a todo color: las casillas en ocre y naranja pálido, letra “Times New Roman”, de 12 puntos y cursiva. Gumersindo lo estudió con atención, metido de lleno ya en la situación kafkiana en que se encontraba, y dispuesto a encontrar cualquier resquicio con el que librarse de su inminente destino o, al menos, demorarlo un poco más.
—Veo que tienen también un apartado llamado: “Películas, libros y conferencias”. Estoy seguro de que por aquí me puedo deducir algo. La Benita me hizo tragarme un montón de tonterías sobre el universo y su formación.
—Lo lamento, solo podemos bonificar la relación en su totalidad, no podemos computar dos veces el mismo lapso de tiempo. Está ahí, en la letra pequeña.
— ¿Y cuando hice cola con mi hija para ver a los Backstreet Boys en concierto? Fueron tres días en la puerta del Madrid Arena.
—Ah, pues eso sí, claro. Además es el 100% por “Sacrificio desinteresado”. 3 días, 5 horas, 23 minutos y 18 segundos. Más, el rato del concierto que estuvo usted esperando en el coche: 2 horas y 47 minutos.
—Coño, pues si es por actos desinteresados, ponga también los cumpleaños de mi suegra y la comida de un domingo al mes.
—Lamento decirle que los festejos familiares no son deducibles. Si no esto sería un cachondeo. Todo el mundo bonificándose por bodas de empresa, bautizos de primos… Ya sería abusar.
—Hombre, visto así — concedió.
—En fin, creo que eso es todo, Sr. Pertusato. En total: 1 mes, 11 días, 1 hora, 41 minutos y 30 segundos. Todo a su favor.
— ¿Y el fin de semana en Turrillo del Cigüeñal, que llovió a cántaros y no pudimos salir de la casa rural?
—No sé, eso tendría que consultarlo con mis superiores. Los descuentos por “Vacaciones que resultaron un fiasco” todavía no los han metido, pero me consta que se está estudiando. A lo mejor tiene suerte y, cuando cumpla el descuento, ya está aprobado y se lo puede deducir.
— A ver si es verdad- se resignó.
— Antes de acabar, le tengo que pedir que valore la atención recibida en este pequeño cuestionario. Solo le llevará unos minutos rellenarlo. No se preocupe, le damos el 200%, por las molestias.
Cogió el bolígrafo que la mano hecha de huesos le tendía y empezó a leer la encuesta, tomándose su tiempo en estudiar cada respuesta, hasta que Muerte empezó a mirarle con irritación. Era un truco viejo, y muchos años en el oficio.
Finalmente el futuro difunto le devolvió el informe.
— Bueno. Encantado de haber tratado con usted. Ha sido de lo más colaborador y comprensivo, no sabe cómo se ponen algunos.
—Ya me imagino que se las habrá visto de todos los colores — le estrechó la mano con la misma firmeza que un comercial de aspiradoras.
—A más ver.
Y allí quedó Gumersindo Pertusato, contemplando cómo el manto de Muerte se perdía calle arriba y sorbiendo el último buchito ya frío de café con leche.

Miracoli

Este relato pertenece a la escena del taller de Literautas que tenía que comenzar con la frase: «Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.»


Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.

Para empezar, los caracoles no se habían comido las lechugas del huerto y la tía Nicoletta estaba tan contenta que, por primera vez desde que tengo uso de razón, me ha calentado la leche del desayuno y me ha untado la tostada con mantequilla.

Pero esto no saldrá en los periódicos, como tampoco contarán que las cabras han dejado en paz la ropa que la prima Sofía había tendido al salir el sol; eso no les importa a los señores de la “cittá”.

Al abuelo Paolo le han pagado a tiempo la pensión y la abuela ha conseguido hacerse con ella antes de que el viejo huyera al bar con los amigotes para gastar la mitad jugando a las cartas.

Hasta a papá le han pagado el doble por el pescado que trajo ayer en su barca.

Se podría decir que todo esto son milagros, y en mi casa eso es lo que parece; pero lo gordo, lo gordo de verdad, es que anoche el volcán entró en erupción y su lava se ha llevado la escuela, solo la escuela; dejando el resto del pueblo intacto.

Así que hoy: ¡No hay cole!