A veces se sentaba sola en el banco del parque, esperando a que algún pájaro se acercara curioso hacia las migas de pan que otros habían dejado antes que ella. No le gustaba dar de comer a los gorriones pero se entretenía observando su servicio de limpieza de desperdicios orgánicos; lo que no soportaba eran las palomas, había algo en su arrullo o en la forma en que movían sus cabezas de atrás a delante con aires de barrio chungo lo que la ponía tan nerviosa, por eso solía escoger el banco con menos migas, porque las palomas no solían molestarse en rondar por allí.
Durante unos minutos todo su mundo se concentraba en aquel pequeño espacio, aquel pequeño pulmón que pasaba inadvertido a las miradas de los que simplemente cruzaban por él.
Tiempo atrás había compartido esos momentos con una amiga, con la que gustaba de jugar a adivinar las profesiones e historias de los que pasaban delante de ellas, pero ahora lo hacía sola. Era, o debía ser, de las pocas que quedaban de su grupo de amigas en el lugar; poco a poco el tiempo se había encargado de distanciarlas, de llevarlas a lugares no tan lejanos como para abandonarse, pero las llamadas semanales y las visitas mensuales se fueron convirtiendo en llamadas por los cumpleaños y reuniones durante los días entre festivos de Navidad.
Olga se había casado y, con dos niños pegados con superglue a sus pantalones de pinzas, no encontraba un segundo para prestar atención a sus viejas compañeras. Berta, según le había comentado la última vez que hablaron, estaría ahora mismo de cooperante en algún lugar perdido en lo más profundo del África negra; y Amelia estaba tan centrada en su nuevo novio que no tenía tiempo ni para quedar con su propia hermana, a juzgar por la conversación que había tenido con la susodicha apenas dos días antes, cuando se vieron reflejadas en el escaparate de una zapatería del centro.
Puede que ese hubiera sido el único día en muchos meses en que sintió que nada había cambiado, cuando Susana y ella se sentaron en la terraza de un nuevo café de estilo provenzal que tanto se llevaban ahora para contarse sus cosillas.
Era sorprendente qué distinta es la vida cuando pasas los treinta, te acercas a personas que siempre estuvieron ahí pero a las que nunca hiciste mucho caso, y aquellas a las que creías eternas a tu lado se iban difuminando con los kilómetros y los recuerdos.
Sacó las agujas de su cestillo de mimbre y tiró del hilo de lana verde. El remolino de pájaros hacía rato que se había dispersado con la última migaja de gusanito en el pico y todo era calma.
Uno del derecho, otro del revés, uno del derecho, otro del revés.
Estaba segura de que a Susana le encantaría la bufanda, con suerte la acabaría antes del jueves para poder dárselo en su segunda cita.
Que triste es la realidad. Los amigos se van o se distancian por mil factores, algunos atribuibles a ti, otros no, pero con el mismo resultado. Odio las palomas asi que «wink wink». Me a gustado y sorprendido la linea final.
Un beso y que bonito platicas las cosas.
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Hola, me gustó el cuento, José ya lo dijo, pero es verdad que tenés un estilo muy bonito y personal, aunque cada vez que quiero describirlo no encuentro las palabras.
Y ya que estoy, te cuento que nominé tu blog para el premio Dardos, te dejo el link en caso de que te interese: http://primeranaturaleza.blogspot.com.ar/2014/08/primera-naturaleza-recibio-el-premio.html
Saludos!
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Me encantó como siempre y me hizo sentir demasiada nostalgia y aňoranza…
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