De cada cien, una, y ella era esa una aferrándose terca a una rama que ya no podía más. El peso de sus hermanas había marchitado la juventud y las ansias de vida de aquel arbolito solitario en un ecosistema de alquitrán.
Estoica, aguantaba los envites de un viento cada vez más frío y violento, y los roces como perdigones de una lluvia que cada día era más fuerte.
Los cadáveres de sus compañeras hacía mucho que habían sido esparcidas por un mundo que no tenía tiempo para prestarles atención o un sepelio decente. Ella no quería engrosar la estadística, no debía ser tal su destino, el de ser arrastrada por la suela de un zapato, el de servir de improvisado envoltorio para un chicle que perdió el sabor.
Recordaba con pesar los días en que todo el mundo loaba su sombra, agradecidos entre las sofocantes vaharadas de humo y los gritos de los niños en cerril estado de vacaciones; entre la intempestiva presencia de las moscas y el llanto de los gatos en celo. Un momento de gloria de cuyo milagro solo los pájaros eran testigos desde el inicio.
¿Dónde estarían ahora aquellos diminutos gorriones que empezaron como ella, siendo simples proyectos abultados que emergían de la nada?
Volaron, como todo lo demás, porque un único árbol en medio de una avenida no era aliciente para un plan de vida.
Y ahora todo estaba muerto a su alrededor, mientras ella seguía empecinada en permanecer tanto como pudiera. Era su cometido, ser vestigio de una vida que seguía al margen del verde, enclaustrada en la cárcel de hormigón y asfalto que sus propios prisioneros habían levantado a su alrededor; una cárcel que siempre vivía en invierno y en la que ella, hoja seca, era la única prueba de que un día fue primavera.
Una hoja en la batalla de Verdún.
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Jajajaja
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