Julia es de esas amigas que te amueblan la cabeza; me arregla las mechas y evita que, de la nuca, me salgan nubes de tormenta en verano.
Mi amiga Julia tiene un perro de agua, dos hijas, un marido entrenador de baloncesto en sus ratos libres y un porche en el que se sienta a leer; pero está enferma y a mí, lógicamente, me preocupa.
Los médicos no dan con el remedio y, aunque este mal lo padecen otras personas en el mundo, como en ella alcanza límites jamás vistos, le han puesto su nombre a la enfermedad.
No es cosa muy grave, le da una crisis de lo suyo al año, pero ¡qué crisis!
Una crisis de manual.
Todo empieza con el inocente ojeo de una revista o con una película; acto seguido se va a una agencia de viajes; luego busca, planea, se informa y acaba con su marido recorriendo la Toscana en un FIAT alquilado.
Últimamente le ha dado por recorrer Italia de norte a sur. Yo le digo que es que ella es muy romana y ella se ríe de mí, por nórdica, eso sí, desde el cariño.
Cuando llegan a su destino, empiezan a pasear calles, cafés, terrazas, campos, museos…
Se extasia, se embelesa, se fascina y, a la hora de volver, le dura la nostalgia cosa mala.
Se pasa semanas en las nubes, incapaz de recordar nada de lo que ha visto, solo instantes de calma, escenas inconexas que logra poner juntas a través de las fotos del móvil.
Después de dos o tres meses se le pasa el síndrome hasta el año siguiente.
A mí me da mucha pena porque, aunque del Síndrome de Julia no se muere nadie, tampoco es justo que solo lo padezca una vez al año.
Estoy pensando en hablar con expertos de Houston o de la Universidad de Navarra y ver si pueden recetarle algo, no sé: unas pastillas, unas grajeas, unos sobres con sabor a naranja sintética… que dejen que le dé su crisis al menos dos veces o tres por temporada, y que le toque el Euromillón, para que pueda disfrutarlas. Que no se imaginan lo que sufro viendo a una amiga con semejante enfermedad sin poder hacer nada para remediarlo.