Esta mañana, como todas las mañanas, se levantó a las cinco de la madrugada, salió a correr, se duchó, tomó el desayuno y, a las ocho en punto, entró en su despacho para acometer la jornada de escritura, indefectiblemente programada hasta que la campana de la iglesia dé las doce.
Encendió el portátil, subió las persianas, colocó en perfecta alineación con el borde del escritorio los dos lapiceros para tomar notas rápidas y, con el tercero, se sujetó el pelo en un moño. Completado el ritual, se sentó y en el preciso momento en que se disponía a teclear la primera palabra del día descubrió que algo extraño pasaba, la invadió una sensación de ausencia, un cosquilleo que viajaba desde las yemas de los dedos por el antebrazo y se instalaba, ya casi como un pinchazo profundo, en la zona de la nuca. Miró hacia el teclado y ahogó un grito.
¿Cómo era posible?
El caos reinaba impunemente en un maremágnum de teclas: la A en el lugar del “intro”, la N sobre el teclado numérico, mientras CTRL, ALT y Suprimir habían creado un fuerte en torno a la barra espaciadora, pegadas una a otra por primera y cómoda vez en la historia de la informática.