Este ha sido uno de los peores retos que tuve que enfrentar en el taller de Literautas. Precisaba la aparición de un castillo y la frase «Se acabó el juego».
Me embarqué en un texto para contar un episodio importante de la historia de mi pueblo, de mi propia historia; y tuve dos borradores simultáneos. Envié otro distinto de éste, que no terminó de satisfacerme.
Varios meses después del reto, con la cabeza más fría y las cosas un poco más claras, me atrevo a echarlo al mundo todavía con el miedo de poder hacerlo mejor, de que represente con fidelidad esa escena del 20 de agosto de 1520 en que Medina del Campo se levantó en armas contra las tropas de Rey Carlos I.
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—¡Fonseca está llegando!
Los gritos de los vecinos se repetían al otro lado del río Zapardiel, que separaba Medina del Campo de su castillo. Había sido una noche larga, las noticias que llegaron en los días anteriores obligaban al pueblo a tomar una decisión.
En medio de una guerra con el rey llegado de Alemania y sus cortesanos importados, el pueblo de Medina tomó postura y su corazón se inclinó hacia los Comuneros y ese día, especialmente, hacia Juan Bravo, líder en una Segovia asediada por Adriano de Utrecht.
La ciudad del acueducto esperaba como agua de mayo la llegada de Padilla desde Toledo pero su destino dependía, sin saberlo, de lo que hicieran los medinenses.
Carlos I, hijo de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”, heredero de las coronas de Castilla y Aragón, señor de Flandes, llegó a la capital sita en Valladolid en 1520 acompañado de sus fieles germanos y sin hablar ni papa de castellano; pronto el descontento había cundido entre los nobles españoles que veían peligrar sus posiciones y desconfiaban del nieto de Isabel.
Con Juana encerrada en el Convento de Santa Ana en Tordesillas, los llamados Comuneros que capitaneaban Padilla, Bravo y Maldonado, entendían a la princesa como legítima heredera del trono de su madre, y víctima de las manipulaciones de su padre Fernando y su marido.
La sublevación enseguida contó con innumerables apoyos en las ciudades más importantes, convirtiendo las exigencias de los autóctonos en una marcha incansable hacia la libertad.
Las tropas del rey, atrincheradas en torno a Segovia y controladas por Adriano de Utrecht, veían que el tiempo se les acababa y su única oportunidad pasaba por que Antonio de Fonseca se hiciera con la artillería real guardada en el castillo de la Mota, allá en la villa donde “La Católica” exhalara su último suspiro apenas quince años atrás.
Y en estas se encontraba Medina, decidida a evitar que Fonseca lograra su objetivo, fiel a los Comuneros y a una reina Juana sin coronar.
El de Fonseca llegó el 21 de agosto de 1520 a Medina, la villa que comerciaba con Flandes, el hogar de la primera letra de cambio.
La resistencia fue feroz, más de lo que cabía suponer en una ciudad desmilitarizada y, en un alarde de estrategia, Fonseca decidió comenzar un incendio que ocupara a aquellas gentes en salvar sus vidas y pertenencias, dejándole libre el camino en el cumplimiento de su misión.
Pronto el fuego consumió parte de la villa, tiñendo de dorado el aire circundante y elevando al cielo infinito columnas negras que, desde La Mota, el castillo contemplaba impertérrito con su corazón de ladrillo. Irónicamente, ese castillo que más tarde sería acusado de haber encerrado a Juana “la Loca” sin ser verdad, era ahora el custodio de la llave que podía liberarla y convertirla en reina.
El fuego se extendió más allá de lo esperado por sus pirómanos dejando artesanos sin taller, familias sin hogar y más rencor hacia el rey en los corazones de los villanos.
Pero ni por aquellas pudieron hacerse con las armas y Fonseca volvió grupas hacia Segovia, como se suele decir, con el rabo entre las piernas.
Todavía humeaban los últimos rescoldos cuando los Comuneros, tres días después del incendio, llegaban a Medina y los vecinos les entregaron el arsenal que a tan caro precio habían protegido en pro de la victoria revolucionaria.
Puede que el 23 de abril del año siguiente, henchido de orgullo tras su victoria, el príncipe Carlos se viera presto a exclamar «Se acabó el juego» mientras las cabezas de Padilla, Bravo y Maldonado rodaban en Villalar, puede; pero el germen sembrado por aquella revuelta a gran escala perpetuaría un sentimiento compartido y, con el tiempo, los habitantes de aquellas ciudades que fueran cruciales en esta historia emprenderían acciones para no olvidar aquel pasado heroico, repitiendo en esas fechas señaladas su “Canto de Esperanza”.
¡Me encanta! Creo que superaste el reto sobradamente. Lo comparto en la página de FB. Saludos y buen fin de semana 🙂
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Gracias, Gi. Feliz fin de semana a ti también.
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Siendo el rey de los ignorantes en historia europea, a mi me deja un saborcito como de que aprendi algo.
Un beso mexicano.
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No pudo explicarse mejor.Mezcla la historia y el sentimiento de quienes la vivieron.
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Un relato excelente Aurora, como siempre.
No saldré en defensa de mi tío, (de pequeño una vez me dijeron, mi madre, que mi familia descendía de Juana «La Loca» y desde entonces le puse a Carlos I la etiqueta de tío), pero siempre me han llamado la atención las grandes figuras históricas y la figura de Carlos I de España es una de ellas. Has retratado muy bien lo que la población autóctona pensaba de él, le costó mucho ser querido en la península y la forma en la que imprimes el sentimiento en el relato es excelente.
¡Un abrazo y nos leemos!
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Gracias, Wolfdux. Valoro tu opinión como escritor, historiador y sobrino. Saludos
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Hace unos años nos dejó el gran Juan Antonio Cebrián, uno de los mejores divulgadores de historia que ha habido en este país, fascinante sus Pasajes de la historia. Creo que este texto no desmerecería en absoluto en esa obra. Muy bueno en todos los sentidos, Aurora.
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