Le escocían los ojos, hartos ya de la luz mortecina de los fluorescentes y el ambiente cargado de una estancia que parecía hecha dentro de una pirámide, en la que apenas dos veces al año, por un agujerito, entraba el sol.
Dio el último sorbo a su taza de té y estiró los brazos.
A través de la ventana veía el danzar de nubes oscuras a favor de un viento desesperado por barrer el mundo.
Apagó la pantalla del ordenador, cogió su chaqueta del respaldo de la silla y salió a la calle, a que le diera el otoño.