Sentí el sol sobre mis mejillas
y su caricia etérea en llamas
encendió la luz de mis ojos.
Respiré tan hondo que estallé
de aire lleno de aromas
a saúco y madreselva,
a musgo.
No soporté la presión de las hojas
que se acunaban en el viento
a mi alrededor,
riendo alegres mi desgracia.
Y lloré desconsolada, como siempre,
sin más pañuelo que un tronco
lleno de liquen y estrellas muertas.
Un rayo de luna rozó mis dedos
como un puñal buscando herida
y se hundió en mi pecho,
tan profundo que no dolió;
y al salir liberó un corazón negro
brotando sangre de plata.