Rendirse a la tormenta


Hubiera sido la tormenta de nuestras vidas si hubiéramos logrado llegar a tiempo a la estación de tren.
Los semáforos en rojo que frenaban mi camino, los charcos llenos de peces de colores que acaparaban tu atención por las aceras; no fueron sino señales de un futuro aún por escribir.
Se prometía un final de película, de esos en que la chica entra en el bar y se encuentra con él; empapada hasta los huesos, con su paraguas amarillo (quizá verde) dibujando corazones invisibles en el suelo de madera. El diluvio universal contra los cristales distorsionando el mundo exterior, todo convertido en una maraña de luces difusas que se escurren hacia el abismo; el olor a café recién molido y periódico atrasado.
Y ¿por qué no? La ilusión de bandeja de desayuno en la cama, con zumo de naranja y cruasanes con mermelada. Tu pañuelo de solapa y mi libro de Benedetti abandonados en un rincón, viviendo su propio romance a nuestras espaldas.
Al fin una historia de domingo por la tarde, para acurrucarnos en el sofá.

Pero el tic-tac no cesa, ni siquiera cuando llueve.
Yo corría, olvidando pasos de cebra, enterrando mis katiuskas en mares insondables. Tú esquivabas ancianas tocadas con bolsas de supermercado, apoyadas en bastones incapaces de abrir las aguas.
Si yo no hubiera prestado atención a la luz de las farolas reflejada en las estelas que dejaban los coches al pasar, el libro de poemas jamás habría resbalado de mis manos para hundirse, cual Titanic, en el peor de los fracasos. Si hubieras tenido el valor de inmolar el paraguas de aire inglés, tu pañuelo no habría volado en la esquina con un cambio de viento, emulando a un paracaidista en su gran salto final.
Pero ¿cómo reponerse ante un islote de papel mojado? ¿Cómo recuperar la dignidad sin mortaja donde guardarla?
Si no nos hubiéramos rendido, habría sido la tormenta de nuestras vidas.
Y el caso es que nos rendimos; nos rendimos a dos manzanas de la estación de tren.

El enemigo, un exloro y Frank Sinatra

Texto para el taller de Literautas. Intenté un pequeño tributo a Gila y los Monty Python, quedó absurdo, pero ¿no se trataba de eso?

-Hola, ¿podría hablar con Paolo Milano?

[…]

–Sí, espero.

[…]

–Hola, Paolo. Soy Miranda, la del duplex del centro.

[…]

–Desde luego. Vaya cambio, chico, no me lo imaginaba así, tienes razón.

[…]

–Sí, ya imagino que te has esforzado al máximo. Que has consultado las tendencias. La cuestión es que no entiendo muy bien el estilo.

[…]

–¿Estilo industrial, dices? Pero es que me resulta un poco frío. Bueno, frío no, es que es entrar en casa y me dan ganas de ponerme a fundir metal.

[…]

–Ya, si está muy bien que sea lo último en salones, pero es que yo soy abogada y no me pega mucho.

[…]

–¿Y la jaula esa que hay en el dormitorio, con un pájaro disecado?

[…]

–Un toque de vida, de color. Ya. Pero está muerto.

[…]

–No, no, yo mascotas no quiero, que no tengo tiempo de cuidarlas.

[…]

–Sí, a lo mejor. ¿Y el borsalino que me has dejado de recuerdo en el perchero?

[…]

–Un toque de distinción, a lo Frank Sinatra, ya.

[…]

–No soy yo muy de Frank Sinatra. Ni de sombreros.

[…]

–Pues no. No creo que un sombrero y un ex-loro me quiten las ganas de invitar a todos mis amigos a comernos un bocadillo subidos en la viga que me has dejado a la vista en la cocina.

[…]

–Sí, me he fijado en la bobina gigante que hace de mesita de café, era una broma.

[…]

–¿Y las fotos de mis viajes que te pedí que pusieras?

[…]

–¿El marco digital?

[…]

–Vaya, no, no, si está muy bien, pero claro, con ese tamaño, yo creí que era otra cosa.

[…]

–Pues otra cosa, yo qué sé, está todo tan moderno que ya no sabe una qué esperar.

[…]

–No, pero no me llores. Es sólo en lo que me acostumbro, que así, en frío.

[…]

–Pues no, en la habitación de invitados todavía no he entrado, pero miedo me está dando.

[…]

–Ya veo.

[…]

–No, no me convence demasiado. No sé si alguien va a querer venir si le cuento eso.

[…]

–Hombre, una cosa es que no quiera que se apalanquen y otra muy distinta que no vuelvan.

[…]

–Pues no, no estoy contenta con tu trabajo. Me siento extraña, alienígena, esto último en sentido literal.

[…]

–Pues tendremos que buscar la forma de ponernos de acuerdo.

[…]

–Si yo lo entiendo, pero es que no quiero que mi casa parezca el laboratorio del jovencito Frankenstein. Quiero que parezca mi casa.

[…]

–Me da lo mismo si está demodé o te resulta rancio. No quiero más acero inoxidable que el de los electrodomésticos. ¡Joder! Que entro en el baño y ya no sé si voy a ducharme o son los encuentros en la tercera fase y me van a meter una sonda por el…

[…]

–Pues ¿tú me dirás? Te pago un dineral para que me dejes el piso para entrar a vivir y me encuentro con esto. ¡Y no me llores, coño, que es a mí a quien le has dejado la casa como una siderurgia!

[…]

–Bien, pues las paredes en amarillo Sáhara y los muebles retro, pero ojito con eso de retro, que tampoco quiero que parezca esto la guarida del Superagente 86.

[…]

–Ya, si era solo una broma, Paolo. No me llores.

Sirena

No le gustaba el verano; en realidad no recordaba haberle tenido especial cariño en su vida, ni de niña.
Para ella era una época anodina en la que todo se mueve más despacio y las únicas conversaciones se limitan a preguntar por cuándo se cogen las vacaciones.
Tampoco le gustaban los días de playa, atestados de gente dorándose cual sardinas en parrilla, por el mero placer de presumir de moreno cuando regresaran a la rutina.

Ella prefería el otoño o el invierno. Y ahí sí, ahí se deleitaba contemplando un mar que entonces era mar y no charco de pis; una fuerza de la naturaleza que reflejaba el mismo color de sus ojos verdes y que se rebelaba contra la arena con un millar de caballos desbocados en cada ola.
Pero a veces, en verano, sentía la llamada; algo ancestral, atávico; y no le quedaba más remedio que sumergirse en el agua un nada, un entrar y salir, para dejar que la sal se incrustara en su pelo cuasirizado y creara aquellas rastas indisolubles si no se enjuagaban rápido.

Disfrutaba más aquel contacto frugal que mil horas en su orilla bajo el sol. Y entonces anhelaba sentarse en una roca y mirarlo embravecido, salvaje e indomable; capaz de engullir el mundo si esa era su voluntad, mientras las nubes grises amenazaban en un horizonte difícil de distinguir; cuando los desconsiderados veraneantes no se atreverían a ir a ensuciar su arena, y todo volvería a ser más o menos como antes, como hacía milenios: el mar, la arena y ella sobre una pequeña roca simulando ser sirena que no echaba de menos su cola de pez.

Maese Pérez

Este texto corresponde a un ejercicio del taller de Literautas, el requisito: que fuera una historia de miedo. Y yo, que soy tan retorcidita… pues solté esto.

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A Maese Pérez le latía el corazón en los oídos, amenazando con aturdirle hasta perder el conocimiento. Aguardaba con paciencia a que la bestia peluda dejara despejado el camino, pero aquel demonio naranja de ojos brillantes caminaba sigiloso de un lado a otro, ejerciendo un trabajo de centinela que sus amos no le habían encomendado.
No quería quedarse allí, necesitaba acceder a la parte superior, le urgía conseguir su objetivo aunque le fuera la vida en ello.
Siendo francos, le iba la vida en ello.

Hacía sólo unas horas que la rata infecta que tenía por rey le había enviado a dos de sus matones.
El plazo era firme, improrrogable: tres días.
Hasta habían tenido la desfachatez de sonreír mostrando sus dientes amarillentos, tratando de simular un mínimo de compasión.
Recordó con pesar el calor de su hogar, y la imagen del rincón donde otrora se amontonaran tesoros blancos y relucientes empañó su memoria.
Allí se apilaban ahora piezas carcomidas que no servían para apaciguar las ansias del monarca. Incluso había intentado colarle algunos ejemplares falsos muy logrados; pero no sirvió para nada que no fuera enojar más a su acreedor.
Esto era un acicate para afrontar el presente; situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Se aferró con fuerza a la herramienta y suspiró abatido.
El sonido de la madera herida por las uñas de su pesadilla viviente le taladraba los tímpanos, y su respiración comenzó a hacerse más acelerada; si seguía así, sólo era cuestión de tiempo que el monstruo lo oyera y le diera caza como lo que era: un cobarde, un ratón acorralado bajo la escalera.
De haber tenido un dios en que creer habría rezado con ansia, prometiendo penitencia a cambio de salvar el pellejo; mas no estaba en su condición encomendarse a intervenciones divinas, y dudaba mucho que aquellos milagros consiguieran librarle de sus múltiples amenazas.
Aún así, algo, lo que fuera, atrajo la atención de la alimaña naranja lejos de él, dejándole el camino libre.

Maese Pérez corrió como no había corrido en su vida. Aterrado con la idea de que el monstruo volviera en el momento más fatídico, consiguió cruzar el pasillo y subir el primer tramo de escaleras sin que se oyera más respiración que la suya.
Atravesó la primera estancia sin resuello hasta alcanzar la puerta que buscaba.

En el peor momento, los latidos abandonaron sus sienes para posarse en las puntas de los dedos, obligándole a usar las dos manos para sujetar el útil que había escogido para su plan.
Su objetivo dormía, de forma aparentemente plácida, en la cama que había bajo la ventana.
Conocía los riesgos, no era la primera vez que se internaba en aquellos mundos gobernados por gigantes, que usaban los más temibles instrumentos de tortura para deshacerse de indeseables como él; pero tenía que hacerlo o los esbirros del rey acabarían con su vida y luego usarían sus despojos para la cena.

Se acercó con cuidado y trepó hasta la cabecera del catre; ahora reconocía que las tenazas no eran la mejor idea del mundo, pues golpeaban la madera delatando su presencia.
Por fortuna, el gigante no se apercibió del sonido y, si lo hizo, se limitó a gemir de forma extraña para seguir durmiendo con la boca abierta.
Aprovechando una oportunidad que reconoció como única en la vida, Maese Pérez se acercó a la cabeza del dormitante y asió con determinación las tenazas, colocándolas alrededor de la codiciada pieza. Apretó con fuerza y tiró conteniendo el aliento, como si un solo suspiro pudiera despertar al titán. El rey rata se sentiría complacido con el tesoro y él conservaría la cabeza.

En medio del caos provocado por los gritos del niño y las carreras de unos padres asustados, logró escabullirse fuera de la casa, evitando también al demonio anaranjado.
En otros tiempos habría dejado una golosina bajo la almohada, quizá una moneda a cambio de aquel diente sin profanar por las caries y el sarro; pero lo que Maese Pérez blandía sobre su cabeza no era un diente de leche; ya no quedaban dientes de leche aprovechables en este mundo y, a partir de ahora, no tendría más remedio que arrancar los más nuevos, recién emergidos de las encías rosadas de aquellos devoradores de azúcar. Unos dientes que todavía sirvieran para algo.

Torre la Higuera

Cuentan que la torre se deslizó una noche por la duna, que ya era incapaz de sostener su mole; cayó al mar enterrando su cabeza en la arena y dejando su base al descubierto.
Nadie sabe si lo hizo acompañada de un gran estruendo o si, por el contrario, el silencio se hizo eco en ella hasta su destino, pues entonces aquella playa distaba mucho de su aspecto actual.
La torre había sido su único habitante de origen humano en mucho tiempo, y los jabalíes, ciervos y linces, habían encontrado cobijo bajo su sombra; tal como ahora hacían los niños en busca de cangrejos.
Mucho tiempo atrás se había levantado para vigilar a los piratas que amenazaban la costa y ahora, verano tras verano, era asaltada por piratas más temibles y menos aguerridos que saltaban desde su punto más alto al agua y dejaban la playa llena de bolsas, latas y botellas sin miramientos.
Si Torre la Higuera hubiera tenido ojos, habría llorado, pero no podía o sus primeras lágrimas habrían asomado cuando los ladrillos empezaron a invadir su paraíso espantando a los ciervos y los jabalíes.
Tras siglos siendo la única evidencia humana más allá de los pescadores, se vio rodeada de apartamentos que proyectaban su sombra sobre la arena donde antes el sol acariciaba la espuma de las olas por detrás de ella al atardecer, y sólo le quedó el consuelo de que, en algún momento, llegaría el invierno y aquellas invasiones desalmadas cesarían, dejándola a solas con las gaviotas y los cangrejos, tal como fue al principio.

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Ardea Purpúrea

El graznido de los patos llenaba un amanecer que no parecía tal; la niebla densa ocultaba cualquier rastro de sol, pero lo inundaba todo de un halo purificador aunque carente de misterio.
Una bandada de garzas irrumpió en la blancura sin dirección aparente, y el zumbido de un mosquito buscando víctimas la hizo notar que, aunque intentara pasar desapercibida, todos sabían que estaba allí.
Ella no se inmutaba, atenta solo a cada sonido y aroma, con su bolígrafo y su libreta, tratando de recoger cada detalle concentrado en un puñado de palabras.
Hacía mucho que no se sentía así, tan en contacto consigo misma; la noche anterior se había visto decepcionada por una luna llena que conseguía ocultar el titilar de los mil millones de estrellas que sabía pobladoras del firmamento. Le hubiera gustado volver a verlas todas, como cuando era niña y acampaba a la orilla del lago, donde la noche no era oscura aunque hubiera luna nueva.
El ruido de un remolque cruzando el camino cercano la devolvió a la civilización por un instante, pero pronto regresó a la naturaleza bajo el techo de paja de su cabaña encalada.
El papel empezaba a estar húmedo y se combaba, así como su pelo se encogía en cada cabello imbuído de voluntad propia.
El alboroto de los patos se fue acallando y ella soltó el bolígrafo, atascada en una parte de esta historia que no se veía capaz de continuar. Así decidió dedicarse a contemplar, sin más aspiración que el reencuentro con sus musas; con suerte, alguna aparecería pronto entre el revuelo de hojas y plumas que el viento empezaba a levantar frente a ella.

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LA QUEMA DE MEDINA

Este ha sido uno de los peores retos que tuve que enfrentar en el taller de Literautas. Precisaba la aparición de un castillo y la frase «Se acabó el juego».
Me embarqué en un texto para contar un episodio importante de la historia de mi pueblo, de mi propia historia; y tuve dos borradores simultáneos. Envié otro distinto de éste, que no terminó de satisfacerme.
Varios meses después del reto, con la cabeza más fría y las cosas un poco más claras, me atrevo a echarlo al mundo todavía con el miedo de poder hacerlo mejor, de que represente con fidelidad esa escena del 20 de agosto de 1520 en que Medina del Campo se levantó en armas contra las tropas de Rey Carlos I.

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Castillo de la Mota
Castillo de la Mota en Medina del Campo, Valladolid.

—¡Fonseca está llegando!
Los gritos de los vecinos se repetían al otro lado del río Zapardiel, que separaba Medina del Campo de su castillo. Había sido una noche larga, las noticias que llegaron en los días anteriores obligaban al pueblo a tomar una decisión.
En medio de una guerra con el rey llegado de Alemania y sus cortesanos importados, el pueblo de Medina tomó postura y su corazón se inclinó hacia los Comuneros y ese día, especialmente, hacia Juan Bravo, líder en una Segovia asediada por Adriano de Utrecht.
La ciudad del acueducto esperaba como agua de mayo la llegada de Padilla desde Toledo pero su destino dependía, sin saberlo, de lo que hicieran los medinenses.

Carlos I, hijo de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”, heredero de las coronas de Castilla y Aragón, señor de Flandes, llegó a la capital sita en Valladolid en 1520 acompañado de sus fieles germanos y sin hablar ni papa de castellano; pronto el descontento había cundido entre los nobles españoles que veían peligrar sus posiciones y desconfiaban del nieto de Isabel.
Con Juana encerrada en el Convento de Santa Ana en Tordesillas, los llamados Comuneros que capitaneaban Padilla, Bravo y Maldonado, entendían a la princesa como legítima heredera del trono de su madre, y víctima de las manipulaciones de su padre Fernando y su marido.
La sublevación enseguida contó con innumerables apoyos en las ciudades más importantes, convirtiendo las exigencias de los autóctonos en una marcha incansable hacia la libertad.

Las tropas del rey, atrincheradas en torno a Segovia y controladas por Adriano de Utrecht, veían que el tiempo se les acababa y su única oportunidad pasaba por que Antonio de Fonseca se hiciera con la artillería real guardada en el castillo de la Mota, allá en la villa donde “La Católica” exhalara su último suspiro apenas quince años atrás.
Y en estas se encontraba Medina, decidida a evitar que Fonseca lograra su objetivo, fiel a los Comuneros y a una reina Juana sin coronar.

El de Fonseca llegó el 21 de agosto de 1520 a Medina, la villa que comerciaba con Flandes, el hogar de la primera letra de cambio.
La resistencia fue feroz, más de lo que cabía suponer en una ciudad desmilitarizada y, en un alarde de estrategia, Fonseca decidió comenzar un incendio que ocupara a aquellas gentes en salvar sus vidas y pertenencias, dejándole libre el camino en el cumplimiento de su misión.
Pronto el fuego consumió parte de la villa, tiñendo de dorado el aire circundante y elevando al cielo infinito columnas negras que, desde La Mota, el castillo contemplaba impertérrito con su corazón de ladrillo. Irónicamente, ese castillo que más tarde sería acusado de haber encerrado a Juana “la Loca” sin ser verdad, era ahora el custodio de la llave que podía liberarla y convertirla en reina.
El fuego se extendió más allá de lo esperado por sus pirómanos dejando artesanos sin taller, familias sin hogar y más rencor hacia el rey en los corazones de los villanos.
Pero ni por aquellas pudieron hacerse con las armas y Fonseca volvió grupas hacia Segovia, como se suele decir, con el rabo entre las piernas.
Todavía humeaban los últimos rescoldos cuando los Comuneros, tres días después del incendio, llegaban a Medina y los vecinos les entregaron el arsenal que a tan caro precio habían protegido en pro de la victoria revolucionaria.
Puede que el 23 de abril del año siguiente, henchido de orgullo tras su victoria, el príncipe Carlos se viera presto a exclamar «Se acabó el juego» mientras las cabezas de Padilla, Bravo y Maldonado rodaban en Villalar, puede; pero el germen sembrado por aquella revuelta a gran escala perpetuaría un sentimiento compartido y, con el tiempo, los habitantes de aquellas ciudades que fueran cruciales en esta historia emprenderían acciones para no olvidar aquel pasado heroico, repitiendo en esas fechas señaladas su “Canto de Esperanza”.

De bonitos y salmones.

Debatían, mientras aguardaban su turno, sobre la belleza de los peces que se exponían entre pedacitos de hielo y manojos de perejil.
-Te digo que el bonito ¿por qué si no le iban a poner ese nombre?
-No, el salmón; fíjate en esa boca y el tono irisado de sus escamas.
-A mi me gustan los ojos grandes del bonito, y la piel, es muy curiosa.
-Pues cuando los salmones están a punto de desovar, les sale una joroba y se ponen de un color rojo intenso y partes verde musgo; los bonitos son de ese gris todo el tiempo.
Cualquiera habría dicho que se trataba de dos niñas discutiendo, pero lo cierto es que ambas habían superado el cuarto de siglo; algunas de las mujeres que las rodeaban contemplaban la escena con cierta ternura: eran cosas de hermanas, cosas que no cambian por muchos años que se cumplan.
-El 28- la llamada de la pescadera acompañó el chirrido de una bocina anunciando el cambio de número.
-¡Nosotras!- exclamó la pequeña.
-Ponnos una merluza y nos la haces filetes- pidió la mayor, ignorando la perplejidad reflejada en las bocas y ojos bien abiertos de los aspirantes al trono de pez más hermoso del mundo.

A mi hermana y sus mil y una recetas para hacer el bonito, bueno, y a la de merluza en salsa verde también.

Viejas caras, nuevos conocidos.

A veces se sentaba sola en el banco del parque, esperando a que algún pájaro se acercara curioso hacia las migas de pan que otros habían dejado antes que ella. No le gustaba dar de comer a los gorriones pero se entretenía observando su servicio de limpieza de desperdicios orgánicos; lo que no soportaba eran las palomas, había algo en su arrullo o en la forma en que movían sus cabezas de atrás a delante con aires de barrio chungo lo que la ponía tan nerviosa, por eso solía escoger el banco con menos migas, porque las palomas no solían molestarse en rondar por allí.
Durante unos minutos todo su mundo se concentraba en aquel pequeño espacio, aquel pequeño pulmón que pasaba inadvertido a las miradas de los que simplemente cruzaban por él.

Tiempo atrás había compartido esos momentos con una amiga, con la que gustaba de jugar a adivinar las profesiones e historias de los que pasaban delante de ellas, pero ahora lo hacía sola. Era, o debía ser, de las pocas que quedaban de su grupo de amigas en el lugar; poco a poco el tiempo se había encargado de distanciarlas, de llevarlas a lugares no tan lejanos como para abandonarse, pero las llamadas semanales y las visitas mensuales se fueron convirtiendo en llamadas por los cumpleaños y reuniones durante los días entre festivos de Navidad.
Olga se había casado y, con dos niños pegados con superglue a sus pantalones de pinzas, no encontraba un segundo para prestar atención a sus viejas compañeras. Berta, según le había comentado la última vez que hablaron, estaría ahora mismo de cooperante en algún lugar perdido en lo más profundo del África negra; y Amelia estaba tan centrada en su nuevo novio que no tenía tiempo ni para quedar con su propia hermana, a juzgar por la conversación que había tenido con la susodicha apenas dos días antes, cuando se vieron reflejadas en el escaparate de una zapatería del centro.
Puede que ese hubiera sido el único día en muchos meses en que sintió que nada había cambiado, cuando Susana y ella se sentaron en la terraza de un nuevo café de estilo provenzal que tanto se llevaban ahora para contarse sus cosillas.
Era sorprendente qué distinta es la vida cuando pasas los treinta, te acercas a personas que siempre estuvieron ahí pero a las que nunca hiciste mucho caso, y aquellas a las que creías eternas a tu lado se iban difuminando con los kilómetros y los recuerdos.

Sacó las agujas de su cestillo de mimbre y tiró del hilo de lana verde. El remolino de pájaros hacía rato que se había dispersado con la última migaja de gusanito en el pico y todo era calma.
Uno del derecho, otro del revés, uno del derecho, otro del revés.
Estaba segura de que a Susana le encantaría la bufanda, con suerte la acabaría antes del jueves para poder dárselo en su segunda cita.

Australia

Aceptó la condena sin lágrimas en los ojos, sin resignación, sin emociones; después de tres meses en la cárcel de Wicklow cualquier cosa que pudiera sacarle de allí era una oportunidad, aunque su destino le enviara al otro lado del mundo, a Australia. En ese momento su mente se concentraba en las noches oscuras y frías de la prisión, cuando el sonido del mar embravecido inundaba cada recodo estallando contra las rocas y sus oídos; ahora sabía que ese ruido le acompañaría durante el trayecto hasta la enorme isla a la que muchos eran enviados pero de la que ninguno regresaba. Si en aquel pasillo flanqueado de celdas donde acababan de dictar su sentencia hubiera estado alguno de sus hermanos, a lo mejor su rostro habría mostrado un mínimo de humanidad pero, rodeado como estaba de pobres ladrones como él y guardias que contemplaban impertérritos el suceso, costaba mucho trabajo dejarse invadir por la nostalgia de los días felices, si es que conoció alguno, en libertad.


Paddy no tenía apellidos ni padres; hasta donde su memoria alcanzaba sólo habían existido él y sus hermanos menores. Su padre murió de hambre cuando el que hubiera sido el más pequeño de todos todavía habitaba el vientre de su madre; ésta les hizo entender que su pérdida era el sacrificio por que ellos tuvieran algo que comer, aunque solo fueran mendrugos de pan duros y mohosos que devoraban con impaciencia. Luego ella sucumbió a un mal parto y Paddy se vio sin nada, salvo tres hermanos llorones que necesitaban de sus cuidados y el consuelo de que el bebé tampoco hubiera sobrevivido a su nacimiento. Al principio algunos vecinos bienintencionados les prestaron cobijo y alimento, por poco que fuera, pero pronto la perspectiva de quitar comida a sus propios hijos en pro de aquellos desdichados les llevó a tomar una decisión cruel: abandonarlos a su suerte. Así fue como Paddy acabó recorriendo las calles en busca de un trabajo que no existía ni para los adultos fornidos, tanto menos para un renacuajo escuálido que no tenía más fuerzas que las que proporciona el instinto de supervivencia. Sin embargo lo más duro de todo aquello no habían sido los días de caminatas en pos de una oportunidad, sino las noches en que arropaba los cuerpos huesudos de sus hermanos bajo la única manta que poseían y que no daba para cobijarlos a todos. El invierno se cebó con todos aquellos que carecían de un triste fuego junto al que calentarse y la pequeña Maureen se durmió una noche de diciembre para no volver a despertar. Si en su, a esas alturas, impenetrable corazón hubo algo que le doliera hasta el llanto, fue tener que cargar con su hermana hasta un cruce de caminos para sepultarla bajo un montón de piedras que dejaran el triste recuerdo de su incapacidad para mantenerlos con vida. Poco más tarde, con la desesperación como perpetua compañera, Paddy comenzó a robar en el mercado aprovechando el descuido de los tenderos en medio de una marabunta que toqueteaba todo lo que exponían; mas nada dura eternamente, y solo era cuestión de tiempo que alguno le echara mano mientras sustraía un par de manzanas que llevar a sus hermanos. Por suerte para él el primero en percatarse fue benévolo y le dejó marchar con una simple reprimenda y las manos vacías. Aquella noche el llanto hambriento de Ian y Muira le irritó tanto que llegó a golpearles en un vano intento de hacerlos callar y, aunque los niños cedieron a la regañina, sus sollozos se le metieron en la cabeza torturándole continuamente, azuzándole cada mañana y volviéndolo más temerario en sus incursiones en busca de comida. Y esto desembocó en su segundo encontronazo con un tendero menos comprensivo que el primero, que llamó a los guardias a gritos mientras sujetaba con una manaza de hierro el escuálido brazo del chiquillo. Al punto, dos hombres uniformados le arrastraron hasta una celda húmeda de la que sólo salió para ser trasladado a la infame cárcel del condado, donde se hacinaban todo tipo de malhechores y pillastres como él.


Los primeros días el recuerdo de sus hermanos le torturó hasta el infinito, creando en su mente los más inverosímiles desenlaces; pronto su imagen se fue desvaneciendo, a medida que la luz del sol mermaba en el exterior tornando las noches más aterradoras y oscuras. Una vieja desdentada se sentó junto a él con un halo de compasión en la mirada; aquella mujer dedicó su tiempo a mantener a los innumerables muchachos con que compartía cautiverio entretenidos, contándoles historias de valientes que encontraban el paso al país de las hadas donde todo es lujo y nunca falta qué comer. Ése era el único alimento que tenían, el de su imaginación; por eso todos ellos lamentaron mucho la muerte de la vieja que les había llevado a otros lugares menos sórdidos y deprimentes que aquel en que se encontraban. Paddy consiguió que los cuentos de su compañera penetraran en su cerebro, y la angustia por la suerte de Ian y Muira se fue disipando al tiempo que la esperanza de que ellos hubieran encontrado la puerta a aquel mundo mágico calaba cada vez más hondo en sus anhelos. Un buen día, no sabría precisar cuánto tiempo después de su encarcelamiento, la prisión se llenó de un alboroto diferente a la rutina que los acompañaba. —Se los llevan, ya no cabemos. El hombre que pronunció estas palabras se acostó en lo más profundo del habitáculo, como si quisiera pasar desapercibido incluso para el aire que entraba por la ventana enrejada. —Se los llevan ¿a dónde? —Ay, hijo, lejos, muy lejos: a Australia. — ¿Por qué? —Porque aquí ya no cabe un alma más; por eso los cargan en barcos y los llevan al otro lado del mundo a trabajar unas tierras inhóspitas bajo el dominio de la reina de Inglaterra. Para el oído infantil de Paddy pasó de largo el gesto irónico del encarcelado al pronunciar el título, y en su mente comenzó a dibujarse aquella isla remota como algo muy parecido a los mundos fértiles y de abundancia que la vieja les relataba. Puede que por eso la sentencia del juez no provocara temor en el pequeño sino una sensación de liberación completa, de nueva oportunidad, de paso adelante.