Arriero

Estoy harto del traqueteo de las ruedas de este carro desvencijado y el tintineo incesante de todos los archiperres que se acumulan en su interior. Cansado de verle el culo a esta mula vieja que, ahora que lo pienso, tiene que estar más aburrida que yo, ignorando lo que existe más allá del estrecho trozo de mundo perceptible entre las dos anteojeras.

Ya hemos pasado por esto antes; kilómetros de polvo y escasa sombra buscando un pueblo o aldea donde nuestros productos puedan interesar. Pero últimamente he perdido la ilusión, igual que la mula ha perdido su lustre y, para ser sincero, también unos cuantos kilos.

Ahora que me fijo, los varales del carro le vienen grandes, se le ha escurrido la grupa, y adivino sin trabajo los huesos que le permiten poner una pata delante de la otra.

Pobre vieja.

Hasta la niebla de la mañana parece habernos abandonado; ya no esconde los cruces tras su velo blanco y vengo echándola de menos, con todo lo que me he quejado de ella. Lo mismo se enfadó y ya no quiere saber nada de nosotros. O ha emigrado a climas más fríos, donde será mejor recibida que aquí.

Opté por no decidir el destino porque, cuando no hay camino, es imposible perderse y, seamos francos, ahora que me hago mayor, me estoy volviendo un romántico y necesito que la vida me sorprenda con algún pueblucho de vez en cuando, de esos que los mapas han olvidado y sus moradores casi que también.

Me aparto para dejar pasar un coche, esos cacharros escupehumos se están haciendo con mi territorio, envolviendo todo con su sonido de petardos y sus prohombres al volante. Nos miran mal, como si fuera culpa nuestra que los caminos sean tan estrechos; los hay que me tiran una moneda, como si me hiciera falta su caridad.

Hace meses que he dejado de indignarme, ahora recojo el dinero y lo meto en un tarro que tintinea con todo lo demás.

A veces, en un recodo, encuentro niños que corren emocionados junto a mí, anunciándome a sus vecinos a gritos mientras intentan adivinar qué maravillas escondo bajo la lona enmohecida. De joven me molestaban con sus continuas preguntas, a estas alturas me divierten sus riñas y agradezco que me ahorren tener que pregonar mis mercancías antes de tiempo.

No quiero imaginar la que formarán cuando, en vez de este viejo arriero, llegan los saltimbanquis.

He tomado la costumbre de coger mi gaita cuando aparecen y voy tocando hasta que llegamos al pueblo; esto no sólo atrae a los niños revoltosos, sino también a sus madres y abuelos, que parecen no recordar el sonido de la música.

He pasado por aldeas en las que no me han comprado nada, pero me han pagado, y muy bien, por tocar tres días para ellos. Me han dado de comer y han dejado descansar a la Juanita, que rejuvenece hasta parecer una potra.

Y otra vez al camino buscando no sé qué, igual a mí mismo, igual un tesoro que me permita de una vez jubilar a la pobre mula y de paso jubilarme yo, quién sabe si disfrutando de un colchón mullido y un plato de lentejas, que uno es de fácil conformar


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